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Un tranvía llamado deseo y otros problemas del concepto de emoción

What Emotions Really Are

PAUL E. GRIFFITHS

The University of Chicago Press, Chicago

Strong Feelings. Emotion,Addiction and Human Behavior

JOHN ELSTER

MIT Press, Cambridge

La diversidad de las emociones

OLBETH HANSBERG

Fondo de Cultura Económica, México

199 págs.

1.900 ptas.

El laberinto sentimental

JOSÉ ANTONIO MARINA

Anagrama, Barcelona

288 págs.

2.400 ptas.

Teoría de los sentimientos

CARLOS CASTILLA DEL PINO

Tusquets, Barcelona

416 págs.

3.000 ptas.

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Libiam ne' dolci fremiti/
Che suscita l'amore,/
Poiché quell'occhio al core/
Onnipotente va./
Libiamo, amor fra i calici/
Più caldi baci avrà.

(La Traviata)

«No hay nada en que aparezca mejor cuán defectuosas son las ciencias que tenemos de los antiguos que en lo que han escrito de las pasiones»Descartes, Las pasiones del alma, trad. José A. Martínez y Pilar Andrade, Madrid, Tecnos, pág. 53.. Tan categórico diagnóstico de ignorancia lleva a Descartes a escribir Las pasiones del alma para remediar su deplorable estado. Parece como si el racionalismo necesitara redescubrir la necesidad de una teoría de las pasiones cada cierto tiempo, cuando sospecha que ya han sufrido largamente el dominio de otras tradiciones instaladas en una pura fenomenología literaria o, como sospecha Descartes, en una casuística de las variedades emocionales sin la necesaria claridad conceptual previa. Un redescubrimiento de este tipo ha tenido lugar en los años recientes en la psicología y la filosofía. Una gran parte de la psicología y la filosofía contemporáneas, reconozcámoslo, habían dejado a un lado el terreno de lo afectivo, habida cuenta de la dificultad de encontrarle acomodo en los modelos cognitivos que rigen la imagen contemporánea de la mente. Pero los tiempos están cambiando y, como prueba la plétora de trabajos sobre las emociones que han aparecido en los últimos años, están cambiando muy rápidamente. El tema ha alcanzado las cotas del favor popular y se ha instalado en esa confusa zona de las librerías donde se encuentra la autoayuda, las reglas para triunfar en la empresa y toda suerte de literatura taumatúrgica. Pero esta discutible apoteosis sólo es la punta del témpano y no debería hacernos despreciar los recientes resultados de muy serios esfuerzos de investigación empírica, neurofisiológica y psicológica, así como de análisis conceptual. Los libros que presentamos pertenecen a la doble categoría del trabajo serio y de la reflexión conceptual. En cualquier caso, si el lector quiere comprobar la magnitud de la investigación contemporánea sobre el tema de las emociones, los libros de Marina, Casacuberta y Elster (tal vez por este orden en lo que respecta a la magnitud de la información) le suministrarán un más que suficientemente resolutivo mapa de resultados. El conjunto de libros que comentamos comparten lecturas sobre la investigación empírica reciente y comparten también, en buena parte, los mismos problemas acerca de cómo encajar las emociones en nuestro concepto de la mente y, más allá, de la persona. Además, cuatro de ellos han sido escritos por autores en lengua castellana (Casacuberta, Castilla del Pino, Hansberg, Marina) con una frescura y competencia que resiste sin esfuerzo la comparación con la mejor literatura internacional sobre el tema, que es mucha y buena. La razón de incluir en la lista los volúmenes de Elster y Griffiths, filósofos de la sociología y la biología respectivamente, es que, amén de realizar un repaso similar de la reciente literatura sobre las emociones, presentan una conclusión provocativamente pesimista y distinta a los otros, excluyendo a Olbeth Hansberg, que se adhiere al pesimismo: no tenemos ni tendremos una teoría aceptable sobre las emociones.

Lo primero que constata cualquiera que se aproxime al tema de las emociones es la enorme cantidad de cosas que sabemos acerca de ellas. Tantas que, esto es lo segundo que se constata, corremos un grave riesgo de perecer de información. En una inundación, lo primero que falta es el agua. La experiencia propia y ajena, la literatura universal, el cine, la psicología, la filosofía desde sus orígenes en Grecia, la literatura de moralistas, la neurofisiología y neuropsicología recientes, las ciencias cognitivas: todas son fuentes inacabables de información. De ahí la urgente necesidad de hacerse con una teoría, con un tamiz, con un instrumento para filtrar la información y clasificarla en su lugar adecuado dentro de la teoría. La primera aproximación clasificatoria nos ofrece varias alternativas y resultados sobre los que trabajarán más tarde los pesimistas y los optimistas. Para empezar, la propia cuestión del nombre: sentimientos, si se quiere subrayar el componente fenomenológico y situarlos más cerca del lenguaje usual con el que nos referimos a estos procesos mentales; pasiones (fue el nombre favorito entre los filósofos ilustrados), si se quiere avisar de su carácter irruptivo y poco sometido a control voluntario; emociones (es el calificativo más moderno), si uno quiere incidir en su papel en la motivación (e-movere) y la acción. Tres de los libros optan por los sentimientos, tres por las emociones. El término pasión quizá haya quedado ya pasado de moda y lleno de connotaciones literarias y fílmicas (loco frenesí y otros términos hollywoodenses).

Más tarde descubrimos que la variedad de las emociones es variedad también respecto a distintas facetas: a) el tiempo: si son procesos cortos, como el enfado, o largos, como la envidia o el resentimiento; b) el objeto (o falta de tal): si son suscitadas o no por la presencia de objetos particulares, como es el miedo a las arañas, pero no a los ratones; c) los cambios fisiológicos (o su inobservabilidad), como el sudor y la coloración (o decoloración de la piel) d) las disposiciones (o no) a ciertas conductas particulares, como huir o gritar; e) la presencia de elementos cognitivos, como es el caso de la sorpresa (que sólo es posible si media antes una expectativa); f) los elementos fenoménicos que identificamos con la «sensación» de miedo o de amor; g) muy relacionado con el anterior y producto de la investigación neurofisiológica, los neurotransmisores implicados en la emoción, que hacen de las emociones procesos tan cercanos a las adicciones.

En un estadio posterior está el descubrimiento (si es que lo es) de la variedad de las emociones. Variedad espacio-temporal, puesto que la discriminación de estados emocionales cambia a lo largo de la trayectoria personal; y sobre todo variedad cultural: es muy difícil traducir del inglés, por ejemplo, los matices de los términos embarrassment y shame, vertidos generalmente como «vergüenza», cuando denotan el primero un sentimiento de apuro y el segundo de culpa por algo que se ha hecho y no se debería. A la inversa, es casi imposible traducir al inglés un sentimiento que todos los hispanohablantes identificamos muy rápidamente, la vergüenza ajena. Por último, encontramos la profunda relación que existe entre la trayectoria emocional y la integración personal, de ahí que muchos transtornos emocionales estén detrás de muchas de las patologías más graves, como la depresión, la anorexia y otras.

Estos y otros aspectos nos muestran lo complejo de la tarea de quien se dedique a meditar o a investigar empíricamente sobre las emociones. Todos los autores que reseñamos son conscientes de esta complejidad del sistema emotivo. La diferencia está en las consecuencias que extraen de la constatación. Los pesimistas, para comenzar, llegan a una conclusión unánime: no sabemos de qué hablamos cuando hablamos de emociones. Mejor dicho, sabemos muy bien de qué hablamos mientras permanezcamos en el nivel de la experiencia basada en la introspección, ya sea una experiencia propia cotidiana o una experiencia narrada literariamente. Aquí no existe dificultad, es más, Elster nos insistirá en que casi todo lo que podemos aprender de las emociones que no sea por experiencia personal, lo encontraremos en la literatura, en los moralistas, etc. Y, claro, nada o casi nada entre los psicólogos, neurólogos o filósofos que se ocupan de las emociones. Porque cuando queremos ir más allá y construir una Teoría de las emociones, con mayúscula, no encontramos nada en la naturaleza a lo que se refiera el término emoción de manera unívoca. Elster, Griffiths y Hansberg sostienen que «emociones» no denota una clase natural que pueda ser estudiada científicamente. Para que un grupo de fenómenos u objetos forme una clase natural, como ocurre con el ADN, el iridio o el agua, todos sus miembros deben compartir algunas características. Pero no es el caso de las emociones. Todas comparten algún rasgo con otras, pero no existe ningún rasgo que sea compartido por todas. Lo único que queda es hacer una lista de propiedades como la que figura más arriba, pero dar una lista de propiedades no es hacer una teoría sino, todo lo más, como hará en un libro posterior Marina, un diccionario. Pero las cosas son más graves, argumentan Griffiths y Elster: ocurre que, además, el intento de construir una teoría está cimentado sobre un grave atentado al método científico, pues confunde dos categorías diferentes, las analogías y las homologías. La clase de las extremidades es en los vertebrados una clase natural que se expresa en homologías, como son las aletas en los peces, las patas en muchos animales terrestres o las alas en los pájaros. Es un sistema que tiene los mismos orígenes evolutivos. No así las emociones, que se parecen más a la clase de las «alas», que es una clase de analogías, entre las que se incluyen, por ejemplo, las alas de los pájaros, las «alas» de los peces voladores, las «alas» de los murciélagos, etc. Son sistemas que cumplen la misma función pero que no tienen ninguna explicación evolutiva común. Si el argumento es válido, y en cualquier caso es un argumento serio, una gran parte de la reciente literatura sobre las emociones hay que ponerla bajo grave sospecha. No porque no tenga interés la investigación neurofisiológica acerca de los neurotransmisores, o la neuroanatómica acerca de los núcleos neuronales encargados del procesamiento emotivo, o la psicológica acerca de las reacciones fisiológicas y conductuales de las emociones, o la sociológica y antropológica acerca de las variedades emocionales, sino porque simplemente no hay nada que tengan en común salvo el nombre. Estaríamos ante una clase heterogénea de fenómenos –mecanismos, los llama Elster– de los que no sabríamos cuál es su relación real.

Los optimistas que presentamos aquí tienen una respuesta. Las emociones, coinciden todos ellos, son un sistema múltiple de carácter funcional que ha agrupado muchas dimensiones porque la función por la que ha sido seleccionado es ella misma compleja. Los tres autores, Casacuberta, Castilla del Pino y Marina, coinciden con matices en cuál puede haber sido esta función: se trata de un complejo sistema de control de la conducta o la acción humana en la medida en que se trata de una acción que se embarca en planes o secuencias de acciones que pueden ser amenazadas o favorecidas por las circunstancias. La mente humana evolucionó para hacerse cargo de acciones cooperativas que involucran la reacción y el compromiso propio y de otros. Esta idea de «planes de acción» como elementos básicos de la conducta humana reconstruyó todos los sistemas: la memoria, la percepción (de rostros, por ejemplo), la conciencia…; y las emociones participaron y se integraron en nuevas interacciones y lazos estables en el cerebro humano.

Los matices entre las tres teorías son interesantes. Casacuberta expone una teoría funcionalista más pura. Las emociones tienen que ver con el hecho de que la mente es un sistema informacional complejo que se mueve en un entorno abierto. Marina nos propone los sentimientos como un balance continuo de la situación, en varios niveles de profundidad, que resultan de la acción pasada y preparan la futura. Castilla del Pino, por su parte, construye las emociones desde los extremos de un sujeto que se apropia, o quiere apropiar, de un objeto en una situación, y lo hace mediante la presentación de ciertas formas de «yoes». Las tres posiciones son complejas y adoptan una buena estrategia contra la amenaza escéptica. Las emociones son multidimensionales por el hecho de la complejidad de su función. Por consiguiente, actúan en niveles heterogéneos, como son la memoria, la conducta, la consciencia, las formas de relación social, etc. El que no tengan todas ellas rasgos en común se explica porque la función la cumplen de modo distinto: la envidia actúa como preparación de planes de conducta de forma distinta a, por ejemplo, el asco. La variedad de las emociones se explica por la variedad de nuestras circunstancias culturales. Las emociones son sistemas de alerta y control que coevolucionan con las circunstancias. Al cambiar éstas, se desenvuelve una auténtica educación sentimental que causa la variedad interpersonal e intercultural de experiencias y vocabulario emotivo. No obstante, los tres autores se ven obligados a aceptar, para no caer en la inconsistencia, que todos los miembros de nuestra especie compartimos alguna forma de experiencia emocional o sentimental básica de la que están hechos todos los demás sentimientos. Esta idea fue avanzada por Descartes y tiene un fuerte apoyo empírico en muchas observaciones transculturales, aunque también ha sido fuertemente discutida. Se trata de la idea de que habría algunas emociones básicas que compondrían, a modo de cocina sentimental, el resto de las emociones. Y esta cocina, como todas, sí sería ya un constructo cultural. Pero los sabores básicos seguirían siendo los mismos aquí o en China.

Lo que hace más interesante las tres propuestas es lo que tienen en común: la presentación de las emociones como parte de un sistema funcional complejo que afecta a muchos niveles la planificación de la acción: los niveles perceptivos, la memoria, la fisiología de la conducta, la valoración cognitiva, la activación de la memoria de planes, la presentación del yo, la preparación de la acción. En la sofisticación de este sistema funcional se encuentra la mejor defensa contra los pesimistas: si las emociones han coevolucionado con otras partes de nuestra mente y nuestro cerebro para constituir un complejo de funciones tan amplio, la objeción de la analogía no se aplica. Las emociones no son como las alas de los murciélagos, sino en todo caso como, por ejemplo, el sistema visual. Ha evolucionado de formas distintas en los animales, pero constituye un sistema funcional que puede ser estudiado científicamente. Por ejemplo, podemos comparar y predecir las posibilidades o imposibilidades de que un mamífero tuviese un sistema visual como el de las moscas, u otras exploraciones funcionales y fisiológicas que están más allá de la objeción de principio de que las emociones no son una clase natural. Casi nada en biología lo es cuando comienza a ser interesante.

Detrás del pesimismo sobre las emociones se oculta, quizás, el deseo de defender el racionalismo a partir de una idea de racionalidad basada en la representación proposicional de la acción. Todo lo que no se someta a la teoría estándar de la decisión, sostiene Elster, no es más que «mecanismo» ciego, irrupción del sucio mundo de lo causal sobre el limpio mundo de la mente representacional. Elster, Griffiths y Hansberg niegan el derecho del sistema emotivo a formar una clase natural, mientras no dudan de que las viejas nociones de representación lingüística del pensamiento, las «creencias», para usar el término anglosajón, sí alcanzan, por el contrario, este glorioso status de clase natural. Pero no sé si han reparado en que esta noción presenta tantos o mayores problemas conceptuales y metodológicos que el concepto de emoción. La controversia, creo, está solamente comenzando.

Hay, no obstante, algunas diferencias entre los tres libros que adoptan una perspectiva «antinaturalista» que no deberían ser pasadas por alto. Por varias razones, la obra de Hansberg me parece la más positiva de las tres. Elster ha comenzado a ser una industria de alta productividad, lo que en el terreno filosófico no significa nada, a menos que se repitan demasiado los esquemas. La idea de «mecanismo» de Elster, desgraciadamente, ha sido empleada por este autor para demasiadas explicaciones sobre la conducta humana y corre el peligro de convertirse en un nombre para cualquier interacción cognitiva que tenga alguna estabilidad en el diseño del cerebro humano, por lo que, en la misma medida, pierde capacidad explicativa. El argumento de Griffiths corre una suerte pareja por razones diversas. Si no ha sido pluriempleado por el autor, sí lo ha sido, por el contrario, por otra industria, la de los críticos «marxistas» del darwinismo de la escuela de Harvard: Gould y Lewontin. Cada vez que detectan en el ambiente algún intento de explicación orgánica de rasgos de la conducta contestan airados «¡Adaptacionismo! ¡Panglossianismo! ¡No hay nada natural en la especie humana!». El argumento comenzó a elaborarse contra el debate sobre el cociente de inteligencia, después contra la sociobiología, más tarde contra el darwinismo generalizado, un poco más tarde contra la psicología evolucionaria, ahora se emplea contra la teoría cognitiva y funcional de las emociones. Hansberg soslaya los aspectos militantes de esta posición para adoptar una perspectiva analítica acerca de las emociones, por lo que el libro resulta además informativo y positivo en sus conjeturas. Aunque del lado del pesimismo, nos propone profundos análisis del miedo, el orgullo, el resentimiento o la indignación. Sentimientos que están en la base de la experiencia moral, si añadiésemos la culpa.

Del libro de Casacuberta es valorable el cuidado analítico y el entusiasmo. Un entusiasmo, asimismo, notorio en Marina (en éste y en sus otros libros) junto a un espectacular muestrario de recursos a la literatura, la antropología y la psicología. El libro de Castilla del Pino tiene pretensiones más amplias que las de su título, una teoría de los sentimientos. Supone una audaz y profunda teoría del sujeto y de la persona que debe ser meditada cuidadosamente. Incluye, además, y es una aportación original a toda la literatura internacional sobre las emociones, numerosos protocolos de observación basados en su experiencia clínica. Al igual que los experimentos mentales de Casacuberta o las historias sentimentales de Marina, aligeran y hacen que los tres libros puedan leerse por un público más amplio que el específicamente interesado en la investigación de las emociones. El libro de Casacuberta exige un cierto grado de familiaridad con la filosofía analítica, estilo literario que, en filosofía, subordina al rigor y la claridad los efectos retóricos, al precio de cierta pesadez para el no adepto a la necesidad de cinco definiciones progresivas del mismo término para dejar todo claro. Aunque el beneficio intelectual merece la pena. Los libros de Castilla del Pino y de Marina adolecen, en cierto grado, del defecto contrario: la abundancia de la información oculta, en ocasiones, alguna imprecisión en sus tesis. Así, no queda claro en Marina cuál es la capacidad explicativa de su concepción del balance: si el balance implica cálculos de decisión por parte del sistema cognitivo (¿podría ser de otro modo?), entonces no se comprende muy bien cuál sería el papel de los elementos fenomenológicos que caracterizan a las emociones. Para qué emociones si el sistema cognitivo es el que mejor hace los «balances». En el libro de Castilla del Pino se agradece su sensata y humanista presentación de la psicología, tan alejada de cierta estúpida manía ingenieril al uso, pero deja la sospecha de que su solución al problema de la diversidad de los niveles en los que aparecen las emociones –social, psicológico, orgánico, bioquímico– es tan rápida como verbal. Como si se resolviesen en una fácil unidad tensiones que la realidad de discursos científicos y culturales muestra distinta, cuando no contradictoria.

Estos comentarios críticos superficiales no quieren empañar el valor de las obras que presentamos, particularmente de las cuatro debidas a autores hispanoamericanos. Tres generaciones, dos géneros, dos lados del océano. Los cuatro libros constituyen el núcleo de una aportación original del pensamiento en español a uno de los campos más misteriosos e importantes de la experiencia humana. No importa el escepticismo o el entusiasmo por la teoría. Sólo es prescindible la superficialidad, de la que por suerte han prescindido todos los volúmenes aquí comentados.

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