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Somos lo que comemos (¡puaaagh!)

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Agazapado en el último reducto de cada uno de nosotros bulle algo inconfesable. Hoy, sin embargo, por alguna razón que tiene que ver con estas pastosas e insomnes noches del verano madrileño, he bajado mis defensas y procedo a revelarles uno de mis secretos: adoro la comida basura.

Entiéndanme, por favor. No soy un heliogábalo empedernido, de esos a los que Dante castigaba a sufrir bajo una «lluvia eterna, maldita, fría y densa» parecida a la que cae sobre Los Ángeles en Blade Runner. No me gusta cualquier comida basura: nadie me verá haciendo cola –mezclado con posibles candidatos a concursar en Gran Hermano–, para obtener un Big Mac o un Cuarto de Libra (ambos marcas registradas) ante los mostradores de las hamburgueserías más conocidas. No. Mi apetito se inclina (posiblemente por motivos que tienen que ver con lo que los críticos llaman nostalgie de la boue, nostalgia del fango), por el Kentucky Fried Chicken (KFC), todo un clásico popular inventado hace más de medio siglo por un tipo atrabiliario que se llamaba Harland Sanders y cuya efigie –perilla sudista, corbata de lazo, camisa blanca y gafas– adorna los exiguos recipientes de papel y cartulina en los que se expenden las jugosas piezas sazonadas con la secretísima fórmula a base de la combinación exacta de once hierbas y especias mágicas. Venga, no finjan que no saben de qué les estoy hablando: seguro que también ustedes lo han probado.

Hoy día los restaurantes de KFC forman parte de un fabuloso negocio de fast-food, propiedad de Tricon Global Restaurants, que incluye más de 30.000 establecimientos de comida rápida (incluyendo Pizza Hut y Taco Bell) dispersos por todo el planeta. La publicidad de KFC en la Red explica que, puestos uno al lado de otro, los 736 millones de pollos que se consumen cada año en sus establecimientos darían ocho vueltas y media a la Tierra al nivel del ecuador. Imagínenselos, por favor. Y, como es obvio, no es el único imperio de comida rápida globalizada.

Un libro reciente, Fast Food Nation, de Erich Schlosser, desvela no pocos datos importantes acerca de esas megacorporaciones alimentarias que han transformado no sólo la dieta, la fuerza de trabajo, la agricultura, el urbanismo y el paisaje de Estados Unidos (y, poco a poco, de buena parte del mundo), sino también el concepto y la estructura misma del capitalismo de nuestro tiempo. De él he extraído algunas de las cosas que siguen.

Todo empezó en California a finales de los años cuarenta. Para entonces, las grandes compañías relacionadas con el automóvil –General Motors, Firestone, Standard Oil, entre otras– ya habían conseguido abortar el desarrollo del transporte colectivo en aquel estado e imponer el uso masivo del vehículo privado. Durante la presidencia de Eisenhower (1953-1961), al que había fascinado la red de autopistas ( Reichautobahn) hitlerianas, se dio un decisivo impulso a la construcción de highways. Los restaurantes de comida rápida surgieron en los márgenes de la carretera para satisfacer la demanda de los felices automovilistas en un momento en el que la tecnología era glorificada como la nueva Razón.

El gran paso lo dieron Richard y Maurice McDonald (¿les suena el apellido?), dos emprendedores empresarios que en 1948 decidieron aprovechar el tirón y establecer una pequeña casa de comidas en San Bernardino. Querían vender masivamente a los automovilistas y sus familias hamburguesas baratas y economizar personal y gastos de mantenimiento. Ansiaban crear un restaurante al que pudieran ir todos, incluyendo la clase obrera. Redujeron el menú al mínimo, prescindieron de todo lo que precisaba ser comido con cubiertos de metal, sustituyeron las vajillas y la mantelería por sucedáneos desechables fabricados a base de papel y cartulina. Y, sobre todo, implantaron en la cocina un sistema de trabajo fordista parecido a una pequeña cadena de fabricación en serie en la que cada empleado realizaba rápidamente tan solo una tarea. Ese fue el embrión de McDonald's. Hoy, con 28.000 establecimientos distribuidos por todo el orbe (5.000 en Europa, pero opera en 118 países) y un sistema de franquicias que se ha copiado por doquier, es el máximo comprador de carne de vaca, cerdo y patatas de Estados Unidos y uno de los más grandes propietarios inmobiliarios del mundo. Su marca –los célebres arcos dorados– es más conocida por los escolares norteamericanos que la cruz del cristianismo. Y –alucinen– uno de cada ocho estadounidenses adultos ha trabajado –el mcjob– en algún momento de su vida en uno de sus establecimientos.

McDonald's creó escuela. A lo largo de los cincuenta, mientras Europa se recuperaba del desastre, se fundaron en Estados Unidos muchas de las cadenas de fast-food que hoy conocemos: Dunkin' Donuts, Burger King, Wendy's, Domino's Pizza, KFC, etcétera. Surgieron no de grandes corporaciones industriales, sino de pequeños empresarios nada convencionales que se hicieron un hueco en el momento adecuado. Aquello fue una especie de nueva fiebre del oro.

Pero su desarrollo y su influencia en el cambio de hábitos (y no sólo alimenticios) de toda una sociedad no fueron fruto del azar, sino el resultado de decisiones políticas y administrativas que sus lobbies han ido obteniendo de sus aliados en el Congreso y la Casa Blanca. Las enmiendas en las leyes que protegen la seguridad en el trabajo y los descuentos en los incrementos del salario mínimo de los trabajadores les aseguraron una mano de obra eficaz, segura y baratísima. Las transformaciones económicas y sociales provocadas por los departamentos de compras centralizados han sido brutales: nuevos cultivos en áreas enormes (patatas), concentración de la propiedad agraria y pérdida de la independencia de pequeños ganaderos y agricultores, adquisiciones masivas de ganado en diferentes lugares del planeta (una sola hamburguesa puede estar fabricada con carne de diez o doce distintas procedencias), mataderos y plantas de empaquetamiento que dejan en pañales los descritos por Upton Sinclair en su impresionante novela La jungla (1906), etcétera.

Los cambios en los hábitos gastronómicos han sido tremendos. No hace falta ser partidario de José Bové, el líder campesino antiglobalización, para comprender que en los últimos cincuenta años la dieta de los jóvenes se ha transformado más que en el medio milenio precedente. La comida rápida –diseñada para que sepa bien (sabor a parrilla de las hamburguesas, sabor a fresa de los puddings, por ejemplo) merced al trabajo de especialistas -flavorists, «saboristas»– en perfeccionar el gusto de los productos, ha creado una atmósfera alimentaria tóxica cuyas consecuencias para la salud son evidentes: un 23% de los adultos estadounidenses son obesos –es decir, tienen un sobrepeso mórbido– y la obesidad infantil no cesa de crecer.

La lectura del impresionante libro de Schlosser –subtitulado, por cierto, The Dark Side of the All-American Meal–, revela las fases e hitos de un proceso que ya forma parte de nuestra cultura. Lo que consideramos comestible ha variado mucho, aunque todavía sigue siendo válida la definición que de ello daba el sabio Ambrose Bierce en su The Devil´s Dictionary: «Comestible es lo que es bueno para comer y fácil de digerir, como el gusano para el sapo, el sapo para la serpiente, la serpiente para el cerdo, el cerdo para el hombre y el hombre para el gusano». Disfruten de sus vacaciones.

REFERENCIAS
Eric Schlosser: Fast Food Nation. The Dark Side of All-American Meal. Houghton Mifflin. Nueva York, 2001. 358 págs.
Upton Sinclair: La jungla. Noguer, Barcelona, 1977. 408 págs.
Ambrose Bierce: The Unabridged Devil's Dictionary. University of Georgia Press. Georgia, 2000. 400 págs.

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