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Daniel Mason: El afinador de pianos

El afinador de pianos, de Daniel Mason, ha sido publicada por Salamandra.

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La industria de la novela ha adquirido tal importancia que amenaza con suplantar y, quizá, despedir a la literatura misma. La fabricación de productos es una ocupación incomparablemente mayor que la creación de narraciones, de manera que, aunque en principio sólo fuera en número, los operarios han venido sustituyendo a los escritores poco a poco, pero con tal dedicación y continuidad que el paso siguiente ha de ser sin duda la inversión de los términos hasta ahora aceptados comúnmente; los operarios pasarán a llamarse escritores y los escritores a convertirse en algo semejante al apéndice en el cuerpo humano: está ahí, no se sabe para qué sirve y fastidia seriamente cuando se inflama. Para ayudar al lector con un ejemplo, voy a comentar el libro de un operario llamado Daniel Mason que tiene el mérito añadido de haber escrito un producto de aspecto similar al de una novela sin tener la menor idea de las leyes elementales de la narración tradicional en la que pretende inscribir dicho producto.

Toda novela es la representación de un conflicto dramático. Todo conflicto dramático arrastra necesariamente una historia. Esa historia se resuelve siempre en la novela moderna como el relato de un movimiento de conciencia cuyo motor es el conflicto dramático mencionado. A partir de aquí, el escritor puede escribir como le venga en gana; sólo debe atenerse a una norma: es la propia novela la que exige lo que es necesario para ser tal y la que lo justifica. La invención pertenece a su ámbito; la arbitrariedad, no. Un autor no puede hacer lo que quiera sino lo que la novela le exige.

El libro de Daniel Mason pretende relatar una historia que reúna todos los ingredientes de un emotivo y encantador éxito con marchamo de fineza y un punto de trascendencia. La consigna para el lector es: siéntase inteligente y seguro a la vez que conmovido. A tal efecto, comienza por inscribir su historia en una época literariamente prestigiosa y asentada: la época victoriana. Inmediatamente nos desplazamos a otro efecto de indudable gancho: el exotismo (en este caso, Birmania). Después necesitamos una idea ingeniosa. Hela aquí: el mejor afinador de pianos londinense es llamado por el ejército británico de ocupación en Birmania para que acuda a afinar un piano Erard en el campamento que mantiene en medio de la selva un médico convertido en jefe militar que prefiere entenderse con los nativos en rebeldía por medio de la música que por medio de las armas. Otros elementos que han de proveer de glamour al producto son: la apelación al amor, la sugerencia erótica, el lirismo de situaciones, la presencia de la naturaleza y, last but not least, las guerras coloniales y su red de intereses internacionales.

Como el relato quiere mantener un orden cronológico, comenzamos en Londres. El afinador de pianos (Edgar Drake) recibe el extraordinario encargo de viajar a Birmania para afinar el piano del extravagante médico (comandante Anthony Carroll) incrustado en el corazón de la selva y, tras muchas dudas y un disgusto proveniente de que su esposa se entera por terceros de su marcha, el afinador acepta. No hay razón alguna para que su esposa se entere por terceros: se debe sólo a que se le va el santo al cielo a Drake y se olvida de comentarlo con ella. El problema de credibilidad es que resulta sorprendente que a un tipo tan enamorado de su mujer, con quien parece compartir cordialmente su vida, se le olvide comentarle tan extraordinaria propuesta, pero así ocurrirá siempre a lo largo del libro: las cosas suceden y ello es bastante.

Quizá se deba a la bisoñez del autor la necesidad de asentar todo antes de que el afinador se ponga en marcha; así que nos obsequia por las buenas con el currículum del comandante Carroll, nos cuenta la historia de Birmania, la colonización inglesa y, en general, todo cuanto el lector necesita antes de emprender el viaje como un turista cualquiera a un paraíso desconocido. Y es que, como se verá, hay mucho turismo en la novela. A la información siguen los preparativos de partida, tan minuciosos como innecesarios. Todo lo cual apunta a una falta de sentido del progreso narrativo. El peso de la información es tan grande que no se produce tensión alguna sino acumulación de datos; sólo amueblamiento y decoración, por así decirlo. El lector confía, sin embargo, y se embarca animosamente en la aventura.

Pero el libro sigue resintiéndose de pasividad. El viaje desde Inglaterra hasta las remotas posesiones de Asia recuerda inmediatamente otras narraciones porque responde a una tipología, pero en tono débil, descolorido. Pensemos, sin ir más lejos, en la singladura de Edmund Talbot en la trilogía de William Golding. Además, el viaje de Drake carece de progresión. Es un viaje turístico donde hay de todo: una historia insólita que, desgraciadamente, sólo es insólita por lo anecdótico (la historia del hombre que queda sordo al oír una canción), acompañada de alguna sorpresa pretendidamente enigmática (el vendedor ambulante que es poeta), dos nuevas sesiones de historia (la del pueblo Shan y la del piano Erard), y numerosas visiones de postal. La cosa llega al extremo de que el lector empieza a dudar –dada la capacidad de enumerar y la muy escasa de describir del autor– si no habrá tomado las imágenes prestadas de algún documental televisivo. De hecho, cuando presenta la pagoda Shwegadon se remite a un artículo que leyó en una revista y añade unos cuantos adjetivos de su cosecha, más bien vagos y genéricos. Y es en este punto cuando una mirada retrospectiva sobre las cien primeras páginas descubre dos cosas: primero, que estamos en la época victoriana porque el autor lo dice y porque de vez en cuando aparecen artefactos propios de la época, pero en absoluto –tanto en Londres como en el viaje– nos sentimos impregnados de ella porque no hay «clima» sino sólo datos generales; segundo y consecuente: que los personajes y sucesos están dichos, pero no narrados.

En literatura, la diferencia entre decir y mostrar lo es todo. La pieza de convicción es el mostrar, y el decir es mera información y nada más. El lector no desea ser informado, desea ver (con la imaginación, naturalmente, pero a partir del texto). Y para que el lector pueda ver, el autor debe saber mostrar, esto es, debe dotar a su relato de la suficiente elaboración literaria. El estilo de Mason no es literario, es notarial. Me voy a permitir unas muestras para que se vea lo que quiero decir.

El viaje: «Cientos de pequeñas barcas de pesca, balsas, canoas y naves de vela latina se apiñan en la bocana del puerto de Bombay, hacia donde se dirige la proa del inmenso casco de vapor. El buque reduce la velocidad y entra en la dársena pasando entre los mercantes, menores que él. Los pasajeros desembarcan; en el muelle los esperan coches de la empresa naviera que los llevan a la estación de ferrocarril […]. Dejan atrás los apeaderos, y Edgar Drake contempla una multitud que no puede compararse con nada que haya visto hasta entonces, ni siquiera en las zonas más pobres de Londres. El tren acelera y atraviesa barrios de chabolas que llegan hasta el borde de las vías; un grupo de niños descalzos corre junto a la locomotora. Edgar pega la cara al vidrio de la ventanilla para observar las casuchas, los desvencijados barracones cubiertos de moho, los balcones decorados con plantas colgantes y las calles llenas de miles de transeúntes […]. Remontaron el río durante varias horas. El terreno era llano, no destacaba por nada en particular, y, sin embargo, Edgar sintió una repentina emoción cuando pasaron junto a una serie de pequeñas pagodas con las paredes blancas y desconchadas. Un poco después vieron un conjunto de chabolas apiñadas al borde del agua, donde jugaban unos chiquillos. El cauce se estrechó y pudieron distinguir mejor ambas orillas; el buque seguía un curso tortuoso, pues había bancos de arena y curvas cerradas que entorpecían su progreso». Pura cosificación, pura intrascendencia, falta de expresión. Y, ¿era necesario acudir a la época victoriana o a Birmania para contar esto? Y más: si retiramos la palabra pagoda (que acude al texto para nada, pues por su sola mención no muestra la clase de emoción que embarga al afinador), el texto responde a cualquier ciudad y a cualquier época.

No es lo literario lo que preocupa a Mason; por ello, cuando Drake llega a Mandalay, última estación antes de su destino final, seguimos estancados; aún no ha sucedido cambio alguno en el personaje, ya que éste es un pretexto para seguir acumulando y luciendo información; sigue siendo el mismo que partió de Londres, pero con la boca abierta, no con el espíritu enriquecido o afectado. Parece como si el autor, consciente de su incapacidad de establecer un verdadero conflicto dramático, fuera dando largas y entreteniendo al lector a fuerza de turismo exótico y apoyos en un Kipling o en un Conrad –ese Cornell aguardando a Drake al fondo de la selva–, sin decidirse a dar un paso adelante. De esta manera, dando un nuevo rodeo para esquivar ese orden, ritmo y fin que lo obligarían a elaborar el texto desde dentro, seguimos en superficie con una sesión de caza de tigre con previsible y manido final desastroso y conmovedor (al personaje las cosas le conmueven por los sucesos en sí, no por su efecto en él, que es siempre epidérmico, ya que nada manifiesta que modifique en algo su conciencia), tendremos una cena con la colonia militar inglesa y acudiremos a un espectáculo tradicional birmano, el pwé. En fin, todo el repertorio de una agencia de viajes. Y así continúa, el autor, cosiendo retales como pretextos para evitar lo que lo desnudaría de inmediato: la entrada en la conciencia de los personajes; esos personajes que no tienen nada detrás, que son todo fachada, figuras de cartón piedra sostenidas por unos cuantos tópicos y otras tantas frases y descripciones más pretenciosas que pretendidamente profundas.

Pero Mason debe enfrentarse a un final quiera que no, y aquí es donde el relato no ya no se anuda sino que se descompone definitivamente. Tras más de dos tercios de novela no sólo no comprendemos por qué viajó a la selva el piano y, posteriormente, el afinador sino que no se atisba motivación alguna que justifique la conducta o recoja la experiencia de Drake; tampoco se ve en Cornell la pasión por la música esperable en alguien que ha obligado al Ministerio de Defensa Británico a enviarle un raro y costoso piano al interior de la selva. Así que Mason, tras haber remoloneado, y acuciado por la necesidad, inventa un final de espías y traidores inesperados que ni se apoyan en lo sucedido ni se sostienen más que porque lo dice el autor; pero leer no es un problema de fe. Las preguntas que cualquiera debe hacerse ante esta historia (¿Por qué acepta ir a Birmania? ¿Qué encuentra allí que le modifica? ¿Qué es lo que se modifica en él? ¿Por qué se queda tres meses cuando iba por unos días? ¿Qué le hace confiar tanto en Cornell?) quedan sin responder; acaso Mason cree que no necesita responderlas, que basta con llamar a los personajes por su nombre y dejarlos circular entre las postales turísticas y los documentos históricos, entre sentimientos meramente enunciados, pensamientos de extrema simpleza, emociones selváticas y manifestaciones de una cultura ajena y exótica más cercanas al proverbio que al pensamiento. Por eso, insisto, todo cuanto acontece es pura información, no hay elaboración literaria alguna.

Ésta es una perfecta muestra de lo que llamaremos «novela de diseño», algo que tiene todos los ingredientes de la publicidad y ninguno de la literatura. El libro busca el éxito comercial desde antes de su producción práctica. Pero eso está en la lógica del mercado. Lo imperdonable es intentar hacerlo pasar por literatura, que es lo que pretende la taimada definición «best-seller de calidad». La confusión está servida…, hasta que los operarios sustituyan a los escritores en el favor de los lectores y no sea necesario seguir fingiendo.

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Ficha técnica

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