Buscar

Contenidos y continentes del saber

HISTORIA DE LA CIENCIA 1543-2001

John Gribbin

Crítica, Barcelona

Trad. de Mercedes García Garmilla

552 pp.

27,46 €

image_pdfCrear PDF de este artículo.

John Gribbin es uno de los grandes escritores de ciencia de nuestro tiempo.Y Peter Burke, uno de los historiadores más conocidos. Ninguno de los dos son, en puridad, historiadores de la ciencia, en el sentido de que no pertenecen a nichos etiquetados bajo tal rúbrica académica. El primero se formó como astrofísico en Cambridge, donde el segundo es catedrático de historia cultural.Y éste, a su vez, estudió en la Universidad de Sussex, donde el otro ejerce la investigación: vidas cruzadas.

Las coincidencias incluyen el éxito que han logrado y, sin duda, la dimensión de su obra. Gribbin ha escrito sobre el clima, la doble hélice, el tiempo, la mecánica cuántica y el sol; biografías de Einstein y Hawking; publica lo mismo en Nature que en The Times. Burke tiene libros sobre cultura popular, imagen y lenguaje en la Edad Moderna; sobre las lecturas de El cortesano y Montaigne; pero también estudios sobre historiografía, sociología y los medios de comunicación. Prolijos, lo son.

Los dos textos aquí reseñados responden a planteamientos diversos y por eso quizá complementarios. Son dos formas diferentes de afrontar la variada y compleja empresa del saber.Y no sólo por razones obvias: Gribbin se centra en las ciencias de la naturaleza y desplaza su libro hasta nuestros días, mientras que Burke se centra en la Edad Moderna y centra su interés en el conocimiento. Las diferencias estriban (y proceden) de las preguntas que realizan, lo que arroja actores y temas diversos, historias, en su doble acepción de búsqueda y relato, que, sin ser inconmensurables, vienen siendo algo así como asintóticas (esas líneas que tienden a encontrarse indefinidamente sin lograrlo en el plano).More Plutarco plus Carver: vidas cruzadas, historias asintóticas.

La geometría de Gribbin es diáfana, rectilínea, euclidiana. Su libro es un repaso convencional por los hitos y personajes que han protagonizado la ciencia occidental desde la revolución copernicana y la anatomía vesaliana hasta nuestros días (de ahí la fecha de arranque, 1543, el año de De Revolutionibus y de De Humani Corporis Fabrica). Dividido en cinco secciones, el relato asciende desde el abandono de los «siglos oscuros» (o los «últimos místicos») hasta el mapa del genoma humano y la espectropía espacial. El suyo es un trazado familiar, deudor de un concepto ilustrado y un tanto naíf del inexorable avance del saber. La ciencia es una actividad personal (p. 499) y de orden intelectual: su tema son «los mayores logros de la mente» (p. 13).A Gribbin le mueve y fascina la empresa científica entendida como aventura, de ahí que invoque «el placer de descubrir» y que incluso, en un alarde de sinceridad, se reconozca «anticuado» por adoptar un enfoque desfasado respecto a las tendencias y preocupaciones que hoy dominan la disciplina. Bien distinto sería el caso –es un suponer– de practicar una historiografía a la antigua y presentarse como un renovador, impostura sólo posible, ya que estamos en año cervantino, allí donde los ermitaños tengan mujer y gallinas.

Gribbin sabe lo que hace, sabe mucho de lo que trata y lo hace endiabladamente bien. El libro se lee con placer. Quizá su autor desconozca o simplemente no le interesen los últimos desarrollos de una disciplina que ha decidido rescatar las prácticas en lugar de las ideas, las palabras en lugar de los hechos o las construcciones sociales en lugar de los descubrimientos. Incógnita sin despejar: el aparato crítico y las referencias a otros estudios son mínimos. Pero sus profundos conocimientos científicos, su gusto por los detalles y su maestría narrativa dan por resultado un manual compacto, ameno y en ocasiones delicioso. Si Gribbin es un buen científico, es mejor aún como divulgador, esa calificación de la que sólo pueden huir los ilegibles. Estamos ante un escritor tout court, una cualidad ante la que cualquier lector o crítico debería rendirse y de hecho se rinde, aunque discrepe por completo, como es el caso, con la orientación y los supuestos teóricos de este libro (en este punto, mucho me temo que Gribbin es de esos autores que alegarían no tener supuestos teóricos).

Lo cierto es que maneja con soltura los cambios de ritmo y los escenarios. Salta de un tema a otro cuando procede. Casi nunca cansa, jamás aburre. Gusta de la ironía y se detiene ante lo paradójico. Pero sobre todo demuestra conocer muy bien su oficio (escribir libros para que la gente los lea) por una elección en absoluto casual: lo humano. El libro está armado alrededor de las vidas y los detalles biográficos de los científicos.Y esto, desde Homero a esta parte, provoca interés y empatía. Noticia: los científicos tienen vida, pasiones, defectos, hermanos, desgracias. Uno se entera de por qué unas ancas de rana húmedas colgadas de un gancho de latón pusieron en la pista a Galvani para que después Volta descubriera la batería. O de las correrías de Benjamin Thompson, el general americano que investigó la naturaleza del calor mientras hubo de huir a Baviera para convertirse en el conde Rumford y reunirse con su hija años después bajo el vendaval napoleónico. Uno aprende que a Descartes no le agradaba mucho que la frugal Cristina de Suecia le hiciera madrugar de manera despiadada. Y que Newton permitió o tal vez hizo que el retrato de Hooke colgado en las estancias de la Royal Society se perdiera cuando se trasladó desde el Gresham College a Crane Court Sobre Robert Hooke, un personaje fascinante, véase Manuel Valera, La ambición deuna ciencia sin límites. Hooke, Madrid, Nivola, 2004, una biografía correcta en castellano que puede ser ampliada con dos libros más detenidos: Jim Bennett, Michael Cooper, Michael Hunter y Lisa Jardine, London's Leonardo.The Life and Work of Robert Hooke, Oxford, Oxford University Press, 2003; y Stephen Inwood, The Man Who Knew Too Much.The Strange and Inventive Life of Robert Hooke1635-1703, Londres, Macmillan, 2002..

La anécdota quizá sirva para preguntarse por los numerosos cuadros que se han extraviado en la historia de la ciencia entendida como una sucesión de éxitos, la triunfante procesión de eurekas que ha guiado al hombre desde las tinieblas hacia la luz. La elección de Gribbin es meridiana: la ciencia está compuesta por teorías, leyes, libros, descubrimientos, conquistas, genios. Estos son sus contenidos, la pasta de que está hecha la ciencia A propósito de los cuadros y las imágenes de la ciencia, es chocante que para el libro de Gribbin la editorial Crítica haya escogido la misma cubierta que en su día eligieron Cátedra para La historia de las ciencias de Michel Serres (1991) y Fondo de Cultura Económica para La estructura de las revolucionescientíficas de Thomas Kuhn (1962). En las tres, la conocida y espléndida ilustración de la Astronomicum Caesareum de Pedro Apiano, lo que es como si eligiéramos la misma portada para un libro de Pocock, otro de Venturi y otro de Furet por el solo hecho de que los tres trataran de las Luces.Y esto, más que un descuido de la editorial (que con tanto acierto edita, selecciona y traduce), lo que ilustra es la percepción que tienen aún los editores españoles de una disciplina como la historia de la ciencia,donde todo o casi todo puede meterse en el mismo cesto..

Pero, ¿y el continente? ¿No era el hombre un animal social? ¿No era ésta su verdadera naturaleza, de la que estaba hecho él y todo cuanto hace? La cuestión remitiría a la antigua dialéctica entre internalistas y externalistas, si no fuera porque hace tiempo que sabemos, como dejó dicho Latour, que hay tanta sociedad dentro como fuera del laboratorio (y tanta ciencia fuera como dentro de él: eche el lector un vistazo a los tres primeros objetos que tenga a su alcance). Hay tanto Malthus y tanta metáfora victoriana en Darwin como ingeniería en el autobús en el que usted trata de leer esta revista.Y tanto hermetismo neoplatónico en Kepler como química tras el color de la pared que tiene enfrente. Es curioso pensar en el prestigio que tiene la ciencia y en la escasa reputación que tiene la sociedad. Cuando reparamos en lo anterior, las paredes y autobuses cotidianos parecen ganar status; la teoría de la evolución y las armonías planetarias, sin embargo, quedan bajo sospecha, contaminadas o rebajadas.A los ojos de muchos, la autoridad de una teoría científica es inversamente proporcional a la cantidad de sociedad en que se halle sumergida. Lugares comunes. La mecánica de fluidos del crédito tiene sus leyes.

El manual de Peter Burke, por el contrario, repasa algunos de los más conocidos tópicos de la historia social del conocimiento en la Edad Moderna. En lugar del qué, le preocupa el cómo. Menos los contenidos, más los continentes. Comienza por un capítulo introductorio, donde además de justificar su tema (en los años veinte se estudiaban los precios, en los cincuenta la demografía, ahora vivimos en la era del conocimiento), resume miradas y autores significativos de la sociología del conocimiento desde Durkheim. Expresa su inclinación por Mannheim, mencionando a los clásicos (Veblen, Weber), a los imprescindibles de la ciencia (Kuhn, Merton) y a los inevitables (Foucault, Bourdieu). Como el resto del libro, el repaso es útil para quien desconozca la materia, pero quizá le parezca algo apresurado a quien esté familiarizado con ella.Ya el novator Isaac Cardoso se preguntaba a finales del siglo XVII si la filosofía sería más incierta por más popular.Aunque bien mirado, no se requiere mucha sociología del conocimiento, precisamente, para percatarse de que sin circulación las ideas ni se oxigenan ni se expanden. El libro de Burke contribuye a este fin. Pone en circulación una serie de tópicos, inquietudes y referencias que pueblan la literatura especializada reciente. Profesiones e instituciones del saber; localizaciones y formas de clasificar el conocimiento. Más noticias: los científicos no sólo tienen vidas, hermanos, desgracias, sino también intereses, colegas, rivales, pugnas por el poder. Son humanos y, por tanto, sociales. Además, el conocimiento se materializa y se desplaza. Se produce y se intercambia. Adam Smith ya reparó en que no difería tanto de un par de medias o de zapatos. Como cualquier otro bien de consumo, se adquiere y comerciamos con él a diario. ¿O acaso usted no ha pagado los 3,50 euros de rigor por este ejemplar de la revista? Y el autobús o pintar las paredes, ¿también le salieron gratis?

De un tiempo a esta parte hemos aprendido a reconocer estas dimensiones mundanas de la otrora sublime obra del intelecto, lo cual no le resta un ápice ni de interés ni de importancia, sino que al humanizarla le confiere mayor riqueza cultural, una nueva profundidad histórica.A estas alturas tenemos demasiadas pruebas sobre cómo se comportan las comunidades científicas, en qué contextos cortesanos se movilizó el saber durante la Edad Moderna, cuál fue el papel innovador de las academias y hasta qué punto los intereses religiosos inspiraron no ya las redes jesuitas, sino la propia cosmología newtoniana. Que hubo una geografía del saber mucho más marcada que en nuestro mundo globalizado es algo que tampoco ofrece la menor duda. Hasta el propio Voltaire se reía de la distancia que había entre el París de los vórtices cartesianos y el Londres gobernado por la acción a distancia. Entre todos los temas que desfilan por la mano maestra de Burke, el más relevante es el del libro, el artefacto clásico del saber en la edad de la imprenta. Quien esté interesado en los datos y problemas fundamentales que plantean las bibliotecas, los libros de consulta, las enciclopedias, los impresores, autores y lectores, los encontrará. Burke se nutre de los clásicos al uso (Chartier, Darnton), así como de trabajos suyos anteriores (especialmente en la parte relativa a Venecia y Amsterdam como centros editoriales de los siglos XVI y XVII ) para levantar un sumario actualizado y útil sobre un dominio que ha acaparado gran interés y experimentado una gran renovación en las últimas décadas.

Se pueden echar a faltar cosas. A mi juicio, The Nature of the Book, la descomunal investigación de Adrian Johns que rivaliza con Eisenstein Adrian Johns, The Nature of the Book. Printand Knowledge in the Making, Chicago,The University of Chicago Press, 1998. Elizabeth L. Eisenstein, The Printing Press as anAgent of Change: Communications and Cultural Transformations in Early-Modern Europe, Cambridge, Cambridge University Press, 1979. Poco después la autora realizó una versión más abreviada (The Printing Revolution in Early Modern Europe, 1983), de la que hay traducción en castellano (y buena: la realizó Fernando Bouza, uno de nuestros mejores conocedores del tema, para Akal en 1994). Si Johns corre la misma suerte, algún editor bien asesorado lo incluirá en su catálogo para finales de esta década., bien merecía más que alguna escueta nota, por cuanto ha problematizado la forma en que los libros estandarizan, diseminan y fijan los textos. Pero eso quizá ya sean finezas escolásticas. Ni Gribbin ni Burke perseguían textos demasiado sofisticados, sino poner al día a sus numerosos lectores en estas dos maneras de contar los fascinantes caminos de la ciencia y el conocimiento. Uno sigue preguntándose por los contenidos, el otro recoge la inquietud más actual por las formas. Se complementan bien: sin una mirada, la otra queda como tuerta. La pregunta que debemos hacernos es si verdaderamente es posible distinguir entre lo que conocemos y cómo llegamos a conocerlo. ¿Podría hacerse una historia de la geografía sin los viajes, los sextantes o los mapas? ¿Y una de la microscopía sin hablar de las lentes? La imagen de una bacteria tiene mucho que ver con el microscopio que empleamos. La historia de cualquier continente es la de cómo lo hemos figurado, encontrado, representado y dado forma.

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Ficha técnica

8 '
0

Compartir

También de interés.

Biombo de memorias

La productividad, la bolsa Y la vida

La (buena) educación, de la que hablamos en nuestra anterior entrada, es uno de…