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Museos nacionales o monumentos personales

RITUALES DE CIVILIZACIÓN

Carol Duncan

Nausícaä, Murcia

Trad. de Ana Robleda

236 pp.

24,50 €

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Los museos son instituciones culturales relativamente recientes que surgen en el momento en que la noción de espacio público se abre paso en las sociedades burguesas, en respuesta a necesidades políticas y simbólicas muy concretas. Entre finales del siglo XVIII y finales del XIX se fundaron en las grandes capitales occidentales museos nacionales que representaban, en la mayoría de los casos, una nueva fe republicana o un ofrecimiento a los ciudadanos por parte de monarcas cuestionados. Encarnaban la identidad cultural de un país y debían servir para educar y fomentar el sentimiento patriótico y ciudadano. Es el proceso que estudia la estadounidense Carol Duncan, profesora de Historia del Arte en el Ramapo College de Nueva Jersey de 1972 a 2005, conocida sobre todo por ser una de las primeras críticas feministas y por sus ensayos sobre los componentes ideológicos de los museos y las exposiciones. El libro, titulado originalmente Civilizing Rituals. Inside Public Art Museums (Nueva York, Routledge, 1995), desarrolla ideas que la autora ha elaborado a lo largo de casi veinte años a través de artículos y seminarios –algunos de ellos recogidos en su libro más citado, con éste: The Aesthetics of Power: Essays in the Critical History of Art (Cambridge, Cambridge University Press, 1992)– y que son expuestas con la consiguiente claridad y rotundidad.

Duncan describe el museo como escenario para un ritual, que puede ser al menos de tres tipos: cívico, espiritual (religioso) y funerario. Los edificios que se construyeron a tal fin desde mediados del siglo XVIII a mediados del XX imitan el templo o el palacio. Frontones, órdenes clásicos, grandes perspectivas interiores, balaustradas o creación de un espacio liminal son características de una arquitectura en la que el poder se presenta a sí mismo, que «habla» de él y que conduce al ciudadano a través de circulaciones internas o externas y pausas calculadas en las que es adoctrinado a través de una iconografía que traduce valores no sólo estéticos. El museo, dice, guarda la memoria oficial de la cultura comunitaria, representa su «verdad secular»: por eso es importante para el poder controlarlo, y hacerlo de una manera que parezca natural y legítima.

El museo no nació para servir al conjunto de los ciudadanos. Durante décadas estuvo reservado a una minoría culta: los caballeros y los artistas. Si se abría al público general, era sólo uno o dos días a la semana, y no siempre eran de acceso gratuito. Tampoco surgió como institución educativa. Aunque pronto se puso de moda el criterio histórico-artístico, las obras se disponían en principio según criterios caprichosos, en función de la afinidad o el contraste de formas y temas; una forma de ordenación que emula la de las colecciones privadas de los nobles británicos y que adoptaron los coleccionistas estadounidenses.

El modelo más prestigioso de museo nacional fue el Louvre. Sin ser el primero –la colección del rey se nacionalizó en 1793–, fue el que fundó el ritual cívico. Aunque la autora lo menciona sólo de pasada, debieron de tener influencia en la concepción del espacio museístico los usos cortesanos ceremoniales que habían determinado la construcción del que fuera hasta entonces palacio real, agudizada esa carga ritual a través de la obsesión del gobierno revolucionario por las celebraciones colectivas que debían fortalecer el sentimiento de fraternidad. El Louvre fue pronto un museo militar –lo había sido ya de alguna manera, como palacio–, al llegar de los confines del nuevo imperio napoleónico los tesoros artísticos robados sistemáticamente por los oficiales franceses y sus asesores. Pero, por si la herencia regia y la grandeza del botín no fueran suficientes, se creó un programa decorativo, a ejemplo de los monárquicos y desplegado en bóvedas y relieves murales, que hacía del museo el domicilio de los grandes artistas del pasado y el depositario de una forzada línea evolutiva que recorría los grandes hitos de la civilización universal: Egipto, la Antigüedad grecorromana, el Renacimiento italiano y la Francia moderna, gran Estado benefactor.

El Louvre fue modelo, sobre todo, para la ordenación histórico-artística de las colecciones, que adoptó no desde el primer momento: esto no lo menciona Duncan, pero en el primer período de apertura, de 1793 a 1796, se acumularon los cuadros en las paredes, por escuelas, pero con gran desorden y sin cartelas. Cuando se reabrió en 1801 se intentó ya establecer un criterio más didáctico. Frente al estilo de montaje connoiseur o «caballeroso», se pretendía mostrar el progreso de cada escuela, según un ideal de belleza que culmina con el alto Renacimiento en Italia. El discurso histórico «lineal» se correspondía con una disposición también lineal de las obras, aunque transcurrirían muchas décadas hasta que éstas dejaran de cubrir las paredes hasta el techo y se presentaran con los necesarios espacios y con su relevancia individual.

El otro gran referente fue la National Gallery de Londres, que no se inauguró en su primera sede, en Pall Mall, hasta 1828. Duncan demuestra en este capítulo la gran importancia que el contexto político tuvo en la gestación y la estructuración de los museos. En Inglaterra, la monarquía parlamentaria no debía hacer grandes alardes de riqueza o presencia pública: la colección real era privada, no estatal, y no constituía un modelo a seguir. Los nobles, por el contrario, habían reunido en el siglo XVIII y principios del XIX colecciones importantes, según el criterio artístico cultivado en el preceptivo Grand Tour, que se mostraban en sus palacios y casas de campo, abiertas a un «público» integrado por otros caballeros. La Royal Academy reclamaba la creación de un museo nacional ya incluso antes de la apertura del Louvre en 1793, pero la oligarquía gobernante no tenía ningún interés político en promoverlo, pues concebía la cultura como un bien exclusivo para la minoría educada. La primera National Gallery se inauguró con sólo treinta y ocho cuadros comprados por el Estado a los herederos de John Julios Angerstein, que ya los había puesto a disposición de artistas y escritores en su propia casa. Cuando se trasladó a Trafalgar Square en 1838 se empezó a pedir, bajo la influencia del benthamismo, la ordenación educativa de la colección, que siguió en manos de aficionados durante mucho tiempo, con el resultado de que los cuadros treparon por las paredes hasta la Primera Guerra Mundial.

También en el Metropolitan Museum el peso de la oligarquía en el poder determinó, y sigue determinando, el rumbo de la institución. Los primeros grandes museos estadounidenses, dice Duncan, se instalaron no en la capital política, Washington, sino donde estaban las élites de los negocios y la banca: Nueva York, Boston y Chicago. Eran, cómo no, edificios de corte neoclásico, y encarnaban las ambiciones privadas y públicas de la élite protestante, que defendía una identidad cultural de origen aristocrático y europeo frente al empuje de la inmigración. En el primer Metropolitan los trabajadores no eran bienvenidos, a pesar de que estaba levantado sobre suelo público y financiado con fondos públicos. La colección creció a partir de donaciones de las familias acaudaladas, que trasladaban al museo su gusto, con uno de sus pilares en las artes decorativas europeas. La donación se hacía a menudo con condiciones férreas: las obras debían exponerse en su totalidad, a perpetuidad y en salas separadas. Esas habitaciones eran, según las describe gráficamente Duncan, recintos semiprivados y litúrgicos que subrayaban las barreras sociales. Uno de esos benefactores, J. P. Morgan, acabó con esas restricciones, pero hoy el Metropolitan vuelve a las andadas.

Es muy reveladora la lectura que la autora hace del museo particular: en esta tipología lo que tenemos es la «representación ritual de una visita a la casa de un mecenas idealizado» o a su mausoleo. El espejo en que se miraban estos hombres de negocios que querían rivalizar con la nobleza europea era la colección Wallace de Londres, que era a su vez la interpretación que se hacía en el siglo XIX de una casa del siglo XVIII. Duncan no ahorra calificativos despreciativos a estos reyes del acero o el ferrocarril: Frick sería un «capitalista sin entrañas», Isabella Stewart Gardner una «magnate desaprensiva» y Getty un «miserable». Y se luce en particular al ver en el ala Lehman del Metropolitan una pirámide mortuoria, una mansión de cámaras subterráneas, con las que el patrono del museo materializaba su afán de eternidad.

El libro se cierra con otro tipo de ritual museístico, el que quedaría plasmado a la perfección en el MoMA de Nueva York: el museo de arte moderno como espacio codificado para un público masculino en el que las imágenes femeninas encarnan el temor al cuerpo frente a la pureza y heroicidad del arte abstracto. Es bien interesante este capítulo, muy en la línea de las investigaciones feministas de la autora, y aunque pueda parecer que se desvía con él del hilo principal, no deja de ser otro ejemplo de cómo el museo sirve a una ideología dominante, la construye y la consolida.
 

EL MUY TARDÍO MUSEO NACIONAL ESPAÑOL

La autora hace una propuesta de interpretación de la historia de los museos que, sin excluir otras y sin servir para dar cuenta de todas sus ramificaciones y variantes, puede servirnos para matizar nuestro entendimiento de estas instituciones que, con sus profundas transformaciones recientes –que ella no toca– tienen una enorme vigencia en los debates culturales. Sería por ello interesante comprobar hasta qué punto los procesos a los que se refiere Carol Duncan pueden aplicarse a los grandes museos españoles. He revisado, teniendo en cuenta esas ideas, la historia del Museo del Prado como pinacoteca nacional y, a falta de museos particulares «puros» de envergadura, me he acercado al caso del Museo Thyssen-Bornemisza para compararlo con el modelo estadounidense. Las conclusiones a las que he llegado son, en cuanto al primero, que el atraso económico, social y político de nuestro país durante el siglo XIX planteaba un contexto diferente, y que la gestación del más importante museo nacional presenta peculiaridades que lo alejan del ritual cívico. Y en cuanto al segundo, que al no haberse creado aquí apenas museos particulares en la época en que nacían los estadounidenses, no podemos parangonar el ritual doméstico-mortuorio con ejemplos españoles, aunque sí detectar algunos de sus rasgos en este inusual modelo de institución cultural. Finalmente, como proyección de futuro, puede apuntarse que sólo recientemente está generalizándose la apertura de museos constituidos a partir de colecciones particulares, y en estas operaciones es habitual que lo público esté tan entretejido con lo privado que ambas dimensiones acaban perdiendo o intercambiando sus supuestos rasgos definitorios.

Hace unos meses, en junio de 2008, el presidente del Gobierno pronunció en el Museo del Prado una conferencia sobre política exterior ante medio millar de invitados entre los que figuraban miembros del Gobierno, parlamentarios, empresarios y embajadores. En el museo nacional, el presidente se mostraba ante el mundo en el marco que mejor simboliza la grandeza cultural española. Es evidente que el museo sigue siendo un lugar de representación política. La defensa de las artes y su ofrecimiento a los ciudadanos legitima al poder. Lo saben las autoridades municipales y autonómicas, que se desviven por inaugurar museos. Pero en España no siempre ha sido así. No tuvimos museo nacional hasta bien tarde, ya en la segunda mitad del siglo XIX, y no ha habido verdadera conciencia política de su valor hasta el XX.

Duncan cita el caso del Museo del Prado en una línea, sólo para decir que se creó durante la ocupación napoleónica. Esto no es del todo cierto. En esa época el edificio de Villanueva fue utilizado como cuartel de caballería y sus tejados se fundieron para hacer balas. Hay evidencia de que ya en 1800 existía el deseo de fundar en Madrid una pinacoteca, promovida por el secretario de Estado afrancesado Mariano Luis de Urquijo, pero es verdad que el primer decreto de fundación, refrendado por este mismo, lo firmó José Bonaparte en 1809, sin que pasara del papelTodos los datos históricos sobre el Museo del Prado están tomados de la completa enciclopedia on-line, en la web http://www. museodelprado.es/es/submenu/enciclopedia/. A este Museo Josefino se pretendía trasladar gran parte de los cuadros incautados a las órdenes religiosas y colgados en los palacios reales. No había un edificio adecuado, sin embargo, y se hicieron proyectos para reformar el convento de las Salesas Reales y el palacio de Buenavista, que había sido de Godoy. Los encargados de elegir las obras para el museo fueron el restaurador Manuel Napoli, junto a Mariano Maella y Francisco de Goya como delegados de la Academia de San Fernando. Ya con Fernando VII, en 1814, la Academia fue, como en Inglaterra, la mayor defensora de la necesidad de un museo en Madrid, pero sus propósitos para conseguir los fondos necesarios demuestran que no había posibilidad de formar una buena colección inicial: se quería recurrir a lo que las comunidades religiosas expoliadas no reclamaran, a lo que el rey no necesitara para el adorno de sus palacios y a lo que los particulares quisieran ofrecer. Fracasado este intento, el propio rey sufragaría de su bolsillo la restauración del edificio construido para Gabinete de Historia Natural y Academia de las Ciencias en el paseo del Prado, y confiaría al pintor Vicente López la selección de obras, en su propia colección, para llevarlas al que se llamaría Museo Real de Pinturas. Inaugurado en 1819 con trescientos once cuadros, no era un museo nacional, y no tenía ese valor simbólico: el rey ni siquiera asistió y no hubo actos oficiales. Abrió ocho días seguidos de 9 a 12 de la mañana y luego sólo pudo visitarse los miércoles; los otros días podían entrar únicamente copistas, estudiosos y personas con autorización o recomendación escrita. En ese momento, el museo tenía asignados sólo tres empleados: un conserje y dos porteros-barrenderos. En 1823 se colgó un tablero en las puertas que decía: «Real museo. Es propiedad del rey», y poco después se colocó un retrato del dueño en la puerta principal.

Lo que sí parece claro es que el museo siguió desde un principio una ordenación por escuelas: española, italiana y flamenca, inicialmente. Es, por otra parte, lo que había en los palacios reales. Los cuadros estarían entonces muy amontonados, pues se disponían en sólo tres salas; en 1820, en La Crónica Artística condenaba que las obras debían contemplarse «confusamente hacinadas como lo estarían en un gabinete particular, o en una prendería para su venta […] buscando solamente la eurritmia y la simetría para complacer al ignorante»María Bolaños, Historia de los museos en España (2.ª edición, revisada y ampliada), Gijón, Trea, 2008, p. 182.. Al ir restaurando otros espacios fue acercándose en alguna medida a lo que hoy llamamos «criterio museístico»En 1838 José de Madrazo declaraba su intención de colgar cuadros en todas las salas, incluidos pasadizos y escaleras, por considerar que el museo estaba desguarnecido, con gran cantidad de muros blancos. En «Cronología del Museo del Prado», Enciclopedia on-line citada.. No obstante, hasta las ordenanzas de 1840 no se mencionó como requisito para ocupar la plaza de director el tener conocimientos específicos de pintura y escultura. Los cuatro primeros directores del museo, el marqués de Santa Cruz, el príncipe de Anglona, el marqués de Ariza y el duque de Híjar, eran miembros de la corte, con cargos palaciegos como mayordomo de palacio, sumiller de corps, etc. Y hasta 1857 no se colocaron cartelas junto a los cuadros con el nombre del autor y el título, lo que demuestra escasa intención educativazAunque el duque de Híjar ya se preocupó de identificar los cuadros. En lo que sí se adecua el viejo Prado al esquema propuesto por Carol Duncan es en la presencia de los grandes artistas del pasado a través del programa iconográfico decorativo del museo, en concreto en los medallones de la fachada añadidos en 1830.. En este inicial liderazgo aristocrático y en las deficiencias científicas del proyecto, el Prado se parecía más a la primera National Gallery, que tendría después el mismo problema de ser controlada por aficionados de alta alcurnia. El primer director artista fue José de Madrazo, casi veinte años después de inaugurarseAunque, antes, Vicente López fue director artístico, subordinado a los que hoy llamaríamos directores-gerentes..

Cuando murió Fernando VII en 1833, el museo se vio en gran peligro de desaparición, pues sus obras no pertenecían a la Corona sino al rey, y podían ser vendidasY las aportaciones económicas que éste había hecho para su mantenimiento desaparecían.. Naturalmente, seguía sin ser museo nacional, y es más: tal título se lo arrebató el de la Trinidad, creado en 1837 para conservar las obras de los establecimientos religiosos suprimidos por la desamortización de Mendizábal. No existía tampoco un clima intelectual propicio para que lo fuera. José de Madrazo, director del Prado desde 1838, monárquico convencido, se manifestaba abiertamente contrario a lo «estatal». En una carta de 1839 decía: «La voz de la Nación, para semejantes cosas, es sólo un fantasma que nada significa, y si para algo sirve, es para entorpecerlo todo. Véase quién ha hecho los magníficos monumentos de todas las naciones de Europa, y se verá que siempre han sido los monarcas»Antonio García-Monsalve, Historia jurídica del Museo del Prado (1819-1869), tesis doctoral inédita, 2004. Puede consultarse en la página de ediciones digitales de la Universidad Complutense: http://eprints.ucm. es/2181/. El principio de soberanía nacional no era aceptado entonces por una parte importante de la sociedad española. Hasta 1865 no fue transferido el museo a la Corona y sólo en 1869 pasó al Patrimonio del Estado, tras el destronamiento de Isabel II. Se llamó finalmente Museo Nacional de Pintura y Escultura en 1870.

¿Qué conclusiones podemos sacar de esta resumida historia? Una de ellas podría ser que el Prado prenacional se acerca más a la idea del museo particular que a la del museo público. No era evidentemente la residencia de un coleccionista, pero sí formaba parte de la casa real y era administrado por los mismos funcionarios que se ocupaban de los palacios del rey. Además, en todo momento tenían claro los visitantes que aquello era «propiedad» del monarca y que procedía de sus residencias. El Prado no se corresponde con el modelo de «museo como invención jacobina»Bolaños, op. cit. Expresión utilizada como título de uno de sus subcapítulos, p. 151.: más bien con otro anterior, en el que el rey o el gobernante brindan parte de sus colecciones al público, tal y como ocurrió en el palacio del Luxemburgo con Luis XV –con ciento diez lienzos de propiedad real–, en el Fridericianum de Kassel con Federico de Hesse o en el Museo Pío Clementino con Clemente XIVIbid., p. 164. Bolaños ofrece otros ejemplos de colecciones principescas abiertas al público.. Más detalles que apoyan la posibilidad de considerar el Prado como monumento conmemorativo personal: aunque finalmente se inauguró el día 19, se habían realizado los preparativos para que se hiciera el 20, coincidiendo con la boda del rey con María Amalia de Sajonia –¿tendría esto algo que ver con el hecho de que, nueve años antes, Napoléon se casara con María Luisa de Austria en el Louvre, estando el príncipe Fernando en Francia y agasajando públicamente al emperador con motivo de tal celebración?– y, aunque se colocó en 1842, él mismo debió encargar en vida el bajorrelieve laudatorio en el ático del pórtico dórico, realizado por el escultor Ramón Barba entre 1830 y 1831, que representa a Fernando VII recibiendo los tributos de Minerva y las Bellas Artes. Casi siempre ha sorprendido a los historiadores que un rey tan poco amante de sus súbditos, tan tiránico, quisiera ofrecerles sus tesoros artísticos. Suele aducirse que la idea y el empeño fueron en realidad de Isabel de Braganza, su segunda esposa, y tal vez sea cierto, pero también cabría interpretar toda la operación como el deseo –algo desdibujado por detalles como su ausencia en la inauguración– de erigirse a sí mismo un mausoleo artístico. No sé si Fernando VII vio el Louvre; Napoleón se preciaba de no haber permitido que, durante su «secuestro» en Francia, el príncipe español visitara su corte en París, tal y como éste había solicitado repetidamente. Fernando quiso casarse con una sobrina de Napoleón, y debió de sentir algún tipo de fascinación personal por el emperador. En aquel momento, el Louvre se llamaba Museo Napoleón, por lo que poseía un carácter personalista más cercano al proyecto del rey español, que se conoció como Museo FernandinoId. La autora explica que fue el Consejo del Reino quien sugirió la posibilidad de formar el museo con pinturas del patrimonio del rey, ante el propósito expresado por éste de «hacerse un museo propio», p. 165.. Aunque la diferencia de escala era enorme.

Esta ambición personal del rey, podemos imaginar, se combinó con posibles motivos «patrióticos», también siguiendo el ejemplo del Louvre. Al igual que éste debía demostrar la alta valía de las artes francesas y justificar así el protagonismo político y militar del país, el Prado nació como museo españolista. Aunque pronto se añadieron pinturas italianas y flamencas, se abrió sólo con artistas españoles. Téngase en cuenta que habían transcurrido pocos años desde la expulsión de los franceses, y que en la oposición al absolutismo fernandista abundaban los afrancesados y anglófilos. Frente al cosmopolitismo, la herencia patria. En la línea que define Carol Duncan, la primera pinacoteca española había tenido así cierto –también desdibujado– carácter ideológico.

Seguramente el Prado tardó tanto en ser museo nacional debido al lento de¬sa¬rrollo de una clase burguesa en España, pero también porque no hubo una conciencia política, tras esa posible primera lectura en clave propagandística de lo español, de lo que el museo podía llegar a significar. Es algo que se ha comprendido completamente hace bien poco. Recordemos que fueron los visitantes extranjeros los que, tras visitar el Prado en el siglo XIX, exaltaron la pintura española. Hubo precedentes en la época de la República, con el Museo del Pueblo –reproducciones de obras del Prado y de la Academia de San Fernando– de las Misiones Pedagógicas como una parte importante del programa cultural republicano, y en los años de la Guerra Civil, cuando los más importantes cuadros del museo fueron evacuados a Francia, convirtiéndose en símbolo de resistencia para la comunidad cultural nacional e internacional –se creó un Comité Internacional para la Salvaguarda de los Tesoros Artísticos Españoles– y después fueron incluidos en la exposición franquista Obras maestras del Museo del Prado en Ginebra, inaugurada en 1939. Pero en 1995 el acuerdo parlamentario para la ampliación del museo marcaba el inicio de una nueva etapa de protagonismo simbólico. En mayo de 1996, por primera vez en su historia, un presidente del Gobierno acudía al acto de toma de posesión de un nuevo director de la pinacoteca: eran José María Aznar y Fernando Checa. Como es ya casi tradición, se situaron frente a Las meninasEn esa ocasión, la ministra de Educación y Cultura, Esperanza Aguirre, afirmó que el Prado es el «símbolo máximo de los deberes culturales del Estado».. En 2003 se aprobó en el mismo clima de consenso la ley reguladora del Museo Nacional del Prado, por la que dejaba de ser un organismo autónomo para convertirse en una entidad de derecho público. Pero la gran apoteosis del significado ritual y político del museo llegó el día en que se inauguró la ampliación de Rafael Moneo. «Más que un gran día para un excepcional museo, es un gran día para España –dijo el presidente Zapatero–, porque lo es para todos los que aman el arte, la expresión más alta de la cultura decantada de los pueblos, la que trasciende épocas y fronteras, y la que es capaz de unir en un mismo sentimiento y en un idéntico disfrute a todos cuantos compartimos la misma condición humana». El rey Juan Carlos declaraba: «Hoy es un día para sentirnos orgullosos como españoles, por nuestro patrimonio artístico y cultural, aquel que representa el Prado y que contribuye a identificarnos como gran nación».
 

EL MUSEO DE HANS HEINRICH THYSSEN-BORNEMISZA

Carol Duncan define agudamente la colección particular como un «yo subrogado» en el que se focaliza la necesidad de alcanzar una eternidad personal. En España, como apuntaba antes, no han sido hasta ahora frecuentes los museos personales. Se dieron casos como el Museo Lázaro Galdiano, el Museo Cerralbo, el Valencia de Don Juan y el Romántico en Madrid, o el de Frederic Marès en Barcelona, pero lo más habitual es que los grandes coleccionistas legaran a su ciudad o al Estado sus posesiones por vía testamentaria, sin la pretensión de contar con edificios propios. Creo que sólo la ambición de Lázaro Galdiano fue comparable a la de los magnates americanos; los demás eran muy especializados o «científicos».

Para encontrar un ejemplo de colección particular –o ex particular– con verdadera trascendencia en la vida cultural del país hay que acudir al Museo Thyssen. La historia es reciente y bien conocida, por lo que sólo apuntaré los datos más significativos. La colección Thyssen la comenzó el abuelo de Hans-Heinrich Thyssen, un importante empresario de la industria siderúrgica que, como sus contemporáneos coleccionistas estadounidenses –aunque con menor intensidad–, comenzó a comprar obras ya a edad avanzada. Su hijo Heinrich fue quien hizo las grandes adquisiciones, aprovechando la catástrofe económica de las guerras mundiales, que obligó a muchas grandes familias a deshacerse de sus posesiones históricas. Heinrich tuvo ambiciones aristocráticas y sociales: obtuvo el título casándose con una baronesa húngara y siendo adoptado por el padre de ésta, que no tenía hijos varones. En 1930 descubrió ya el prestigio personal que su magnífica colección de arte podía aportarle al exponerla con gran éxito en la Neue Pinakothek de Múnich. Al igual que Frick o Getty, será recordado más por su colección que por sus actividades económicas, algo que él mismo fomentó cultivando la discreción en este ámbito. En 1932 compró Villa Favorita en Lugano, y construyó en el jardín una galería, en la tradición de las mansiones de coleccionistas que estudia Carol Duncan. Se abrió enseguida al público.
Cuando Heinrich murió, su hijo menor, Hans Heinrich, compró a los otros herederos la parte de la colección que les había correspondido, a la vez que asumía el liderazgo empresarial en la familia. Negocios internacionales y promoción personal en medio mundo fueron de la mano, y seguramente no fueron facetas del todo desvinculadas.

Suelen aducirse razones de espacio para el traslado de la colección del barón a España, pero hubo otras. Según Alfonso Guerra, que organizó la primera reunión con el fin de tratar del asunto, los Thyssen tenían dificultades fiscales para mantener la colección en SuizaExtraído del capítulo «El traslado de un museo», en Alfonso Guerra, Dejando atrás los vientos. Memorias 1982-1991, Madrid, Espasa Calpe, 2007.. El Gobierno español les ofreció todas las facilidades, y se firmó en 1988 el contrato de préstamo con Favorita Trustees Limited, propietaria de la colección. Elocuentemente, el edificio elegido para albergarla fue el palacio de Villahermosa. Thyssen deseaba un edificio «noble», como lo era Villa Favorita, construida por Karl Konrad von Beroldingen en 1687, y residencia más tarde del conde Giovanni Riva y del príncipe prusiano Frederic Leopold von Preußen. El palacio madrileño era una casona barroca que perteneció al noble italiano Alessandro Pico de la Mirandola. Había sido reformada por el linajudo duque de Villahermosa a finales del siglo XVIII según diseño de Antonio López Aguado, que fue discípulo de Juan de Villanueva y responsable de las obras en el Museo del Prado a la muerte de éste. Tanto el Prado como el palacio de Villahermosa, de estilo neoclásico el primero y con detalles clasicistas el segundo, presentan características de esa arquitectura templaria o palacial que Duncan señala como marco para el ritual. La colección de Thyssen debía rivalizar con el museo nacional, y su ubicación al otro lado de la plaza de Neptuno era perfectaCuriosamente, la adaptación del edificio para ser museo la efectuó Rafael Moneo, autor después de la ampliación del Prado..

La colección fue adquirida en 1993, por un precio claramente muy bajo en comparación con su valor en el mercado, y esta pérdida para Thyssen fue compensada con privilegios que hacen que el museo, siendo una de las llamadas Fundaciones del Sector Público Estatal, parezca particular. La colección es propiedad del Estado, que cubre los gastos que no alcanzan a satisfacer los elevados ingresos propios y el patrocinio de las empresas para proyectos concretos –destaca la aportación de la Fundación Caja Madrid–Cuando se compró la colección, el Estado asumió diversas obligaciones, entre las que se contempla la cobertura del denominado «déficit dotable». Frente a las aportaciones al MNCARS, que contará con 58,8 millones de euros, y al Museo del Prado, con 46,2 millones, para la Fundación Thyssen el Ministerio de Cultura sólo ha previsto 1,9 millones para 2009. El porcentaje del presupuesto que ha cubierto el Estado en los dos últimos años, según informa el propio museo, es del 5,8%. Anteriormente el porcentaje había sido más elevado, pero los ingresos por entradas, debido a la exposición Van Gogh y otros éxitos de público, cubrieron gran parte de los gastos en 2007. Se han dado a conocer recientemente las cifras de visitantes de 2008, que bajaron notablemente. De mantenerse esa tendencia, las aportaciones del Estado deberán incrementarse. Por otra parte, el porcentaje sobre los ingresos totales de la fundación de los patrocinadores fue del 18,4% en 2007 y del 23,3% en 2008. , pero tiene la obligación de «preservar permanentemente la identidad, unidad, internacionalidad y prestigio de la colección». La Fundación Colección Thyssen-Bornemisza es responsable del «mantenimiento, conservación, pública exposición y promoción de las obras de arte»Al no formar parte de los museos estatales, el Thyssen cuenta con sus propias normas de funcionamiento –y mucha mayor autonomía, lo cual es de celebrar– y fija, entre otras cosas, sus precios, siendo uno de los pocos museos españoles que no tiene un día u horario de libre acceso. Y es de los más caros.. Cuatro de los doce miembros de su patronato son designados por la familia Thyssen. Carmen Cervera es vicepresidenta vitalicia. Ha depositado allí su propia colección, que probablemente será adquirida por el Estado en fechas no lejanas, y se ha construido un ala nueva para alojarla, pagada con dinero público. Aunque se ha anulado el proyecto en el último momento –en parte, al parecer, por la resistencia de la vicepresidenta a permitir la entrada en el museo de obras de artistas vivos–, se había anunciado que la hija de Hans Heinrich Thyssen, miembro del patronato, expondría aquí en primavera parte de su colección de arte actual. En la entrada del museo se exponen los tremendos retratos que hizo Macarrón de los barones y de los reyes. Hasta la reunión de patronato del 18 de diciembre pasado no había «director artístico», sino conservador jefe, estando en la cúspide del organigrama del museo el «director gerente». La percepción generalizada es que Carmen Cervera es hoy la dueña del museo, pues, frustrando el que fue seguramente el deseo del barón de construir su propio monumento en forma de museo, su «yo subrogado» para la eternidad, el protagonismo social de la viuda ha eclipsado su fama como coleccionista. Supongo que el tiempo diluirá esta «usurpación». ¿Seguirá el museo bajo el control de la familia Thyssen cuando ella no esté? ¿Tomarán el relevo sus hijos o los del barón? Ya veremos.

El éxito del Museo Thyssen, que ha sido por su origen y por su modelo de gestión una institución hasta ahora atípica en el panorama de los museos españoles, ha animado a otras administraciones, autonómicas o locales, a contar con coleccionistas para poner en marcha museos «mixtos», que escapan a los modelos de Duncan pero que van definiendo nuevos rituales de participación de los ciudadanos. En ellos, la colección suele ser cedida por un plazo acordado, con o sin la promesa de una donación futura. Rara vez se dona sin más, entre otras cosas porque no se dan facilidades fiscales para hacerlo, y es habitual que sea el organismo público el que financia la construcción o remodelación del edificio destinado a museo. El modelo de gestión preferido es el de la fundación, con dos fines: rehuir la rigidez de los procedimientos administrativos públicos y favorecer el control del coleccionista o de su familia sobre los destinos del centro. En esta nueva tipología las características de museo particular se diluyen, pues son hasta cierto punto fagocitadas por la necesidad política de protagonizar la operación de cara al ciudadano y a los medios; y las características de lo público –en el sentido de proyecto cívico, cultural e ideológico– que deberían expresarse no sólo en el edificio, como plantea Carol Duncan, sino también, y sobre todo, en la colección, se subordinan al criterio de un particular que finalmente determina cuál será la narración de la historia del arte, o la interpretación de la creación reciente, que se transmitirá al ciudadano. Se escenifican a la vez, por tanto, los rituales del gobierno benefactor y los del culto personal. Y, por encima de ello, no lo olvidemos, los del consumo cultural ligado al ocio y a la industria turística.

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