Repudio y necesidad del centro (y III)
Hablábamos, a cuenta de las tesis de Pierre Manent sobre el «fanatismo del centro» y la estigmatización de las posiciones populistas como «ilegítimas», de la paradoja del pluralismo. A saber: el pluralismo es una cualidad del sistema que no es necesariamente compartida por los actores que operan en él, ya que éstos no practican exactamente un uso público de la razón orientado hacia el acuerdo ?a partir de la convicción de que no existen verdades absolutas?, sino que suelen defender su verdad convencidos de que no hay otra y se resignan a compartir la esfera pública con quienes sostienen «verdades» distintas. No existe, como quería Hobbes a fin de evitar la discordia civil, un poder centralizado ?un Leviatán? capaz de fijar el significado del bien y del mal, esto es, legitimado para determinar la verdad pública. Se espera por ello que los actores políticos y los ciudadanos que toman parte en la conversación pública sean educados por el sistema democrático: su convivencia forzosa, como sugería Richard Rorty, debería enseñarles que no existen «vocabularios finales» y que, por lo tanto, no nos queda más remedio que aceptar la contingencia de todos los vocabularios particulares. Pero lo que no es en ningún modo contingente es el sistema democrático mismo, que crea el marco donde se encuentran ?en las instituciones y fuera de ellas? quienes piensan de manera diferente. Es gracias a esta estructura moral que pueden surgir voces nuevas: desde el feminismo al animalismo. Conviene entender bien esto: las novedades morales no se producen a pesar de la democracia liberal, sino debido a la configuración de la democracia liberal. Hay aquí, pues, una epistemología que se asienta sobre la pluralidad de puntos de vista.