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Amarillo y negro

Cinco Esquinas

Mario Vargas Llosa

Barcelona, Alfaguara, 2016

272 pp. 20,90 €

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La vida de los grandes personajes siempre ha interesado al pueblo llano. Sorprende encontrar en Ifigenia en Áulide, de Eurípides, un texto del siglo V antes de Cristo, las siguientes palabras: «Los ricos y famosos suelen ser el centro de atención de todos los mortales. Y entretanto van diciendo: ¿va a celebrarse un himeneo o qué?» Shakespeare abunda en la misma idea en Noche de Reyes, cuando afirma: «Ya sabéis que las gentes chismorrean de lo que hace la nobleza». En el Siglo de Oro español, los lugares públicos donde se reunían los charlatanes a comentar rumores y noticias tenían un nombre irónico muy adecuado: los mentideros, tal vez porque no se aspiraba a que fuera cierto todo lo que allí se cotilleaba. Y Henry James, con su penetrante capacidad de observación, establece en El eco (1888) el diagnóstico definitivo de tanto interés en boca de un reportero visionario que decide fundar un periódico dedicado a los asuntos del corazón: «Bueno, intento darle a la gente lo que quiere […]. Ahí es donde está el futuro, y el hombre que primero se dé cuenta será el hombre que se haga de oro. […] Es un trabajo duro […] lo que quiere la gente es justo lo que no se cuenta, y yo voy a contarlo”.

Mario Vargas Llosa, que comenzó a escribir hace sesenta años y sigue escribiendo después de haber visto llegar la democracia, la revolución sexual, el genoma y la oveja Dolly, la carrera espacial, Internet y el imperio del espectáculo, y de todo ello ha ido dejando lúcida crónica en sus libros, aborda también este tema en su última novela, Cinco Esquinas, e introduce una sustancial novedad: la utilización del periodismo amarillo como una poderosa arma de desprestigio personal o político, como una demoledora herramienta de chantaje, difamación y aniquilación del adversario. Ambientada en Perú durante los últimos años del siglo XX y del régimen de Alberto Fujimori, en una Lima bajo el toque de queda, amedrentada por los atentados, asesinatos y secuestros de Sendero Luminoso –trágico oxímoron– y del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru, uno de sus personajes principales, El Doctor, maneja la prensa del corazón con esos objetivos. Bajo este apelativo se esconde Vladimiro Ilich Montesinos, que fue el jefe de los servicios de inteligencia peruanos durante el gobierno de Fujimori. Montesinos no se detuvo ante la tortura, la muerte, la corrupción y la utilización de la prensa amarilla, publicando montajes y falsas noticias de orgías o perversiones para aniquilar a opositores al régimen. Asusta pensar en lo que habría hecho hoy teniendo a sus disposición las redes sociales.

Vargas Llosa ya había hablado del triunfo y expansión del periodismo amarillista en La civilización del espectáculo (2012). En ese ensayo sostenía que la proliferación del amarillismo en la prensa es otra de las consecuencias de haber convertido la diversión y el entretenimiento en los valores supremos de esta civilización. Bajo el sacrosanto derecho a la libertad de expresión y de información, el periodismo serio se ha banalizado y se ha rendido al amarillismo para satisfacer la malsana curiosidad que «carcome a esas vastas mayorías a las que nos referimos cuando hablamos de “opinión pública”. Esa vocación maledicente, escabrosa y frívola es la que da el tono cultural de nuestro tiempo» (p. 57). Y contra esa funesta tendencia no hallaba remedio: «El periodismo escandaloso es un perverso hijastro de la cultura de la libertad. No se lo puede suprimir sin infligir a la libertad de expresión una herida mortal» (p. 135).

En Cinco Esquinas vuelve a insistir en la cuestión con su avezada maestría para convertir en personajes y episodios dramáticos las abstracciones sociales, políticas o económicas. Las referencias al tema son abundantes, ahora en forma de diálogo: «El morbo es el vicio más universal que existe […]. En todos los pueblos y en todas las culturas […] Queremos conocer los secretos de la gente y, de preferencia, los de cama […]. Meter la cabeza en la intimidad de las personas conocidas. De los poderosos, de los famosos, de los importantes. Políticos, empresarios, deportistas, cantantes, etcétera […] satisfacer su curiosidad morbosa, su apetito chismográfico, ese placer inmenso que produce a los mediocres, la mayoría de la humanidad, saber que los famosos, los respetables, las celebridades, los decentes, están hechos del mismo barro mugriento que los demás» (pp. 98-100).

Aunque escribe desde la ficción, el lector tiene la sensación de que Vargas Llosa habla de personajes que podrían ser reales. ¿Quién no ha oído alguna vez en algún programa de televisión, hurgando en la privacidad de las vidas ajenas, a algún Rolando Garro, irónica paronomasia de Roland Garros, para destacar mediante el contraste con el aviador y tenista francés la insignificancia del escuchimizado y pequeño periodista del corazón? ¿Quién no ha hojeado una revista como Destapes mientras hace tiempo para entrar en una consulta médica?

Vargas Llosa dedica los cuatro capítulos iniciales de la novela a presentar a los cuatro protagonistas, sus relaciones y el entorno político social que los rodea: primer capítulo, a Marisa; segundo, a su marido Enrique; tercero, a Chabela; cuarto, a Luciano Casasbellas, abogado. Los cuatro ocultan algo, lo que los convierte en posibles víctimas de esa prensa: Enrique, una escabrosa orgía en la que fue enredado y por la que será objeto de chantaje; Luciano, sus verdaderos orígenes familiares; Marisa y Chabela, su clandestina relación amorosa. Los cuatro son representantes de la burguesía capitalista limeña, cuyo frívolo comportamiento social Vargas Llosa nunca cuestiona. Frente a ellos, Rolando Garro es la concreción del peor periodismo amarillo. Y, por encima de unos y otros, El Doctor dominando todas las intrigas, formateando la vida pública. Y aunque los personajes no son complejos ni polifacéticos y se les abarca en una sola lectura, la novela termina reflejando la sociedad peruana, con esa imbricación entre lo privado y lo público que siempre le ha gustado a su autor.

En «El remolino», el esforzado capítulo vigésimo, donde se mezclan sin separación tipográfica varias conversaciones diferentes entre todos los personajes, a modo de acumulación de voces relatando el desenlace, se aprecia la mano maestra de Vargas Llosa, la perfección de su técnica narrativa. Sin embargo, esa técnica se hace demasiado visible para quien siempre ha defendido un estilo transparente, cuya textura nunca debe interponerse en el acceso directo del lector a las emociones y experiencias de los personajes, tal vez porque aquí se ha debilitado la antigua rapidez de reflejos del autor, su capacidad para generar una formidable tensión que lleve al lector en volandas y le impida fijarse en los recursos empleados.

Tampoco los giros y americanismos suenan con aquella dureza mineral tan expresiva de sus grandes novelas. Las acotaciones se hacen más largas, como para compensar la falta de contundencia de los diálogos, como se aprecia en la conversación del segundo capítulo entre el ingeniero Enrique Cárdenas y Rolando Garro. En esta misma idea, el abuso del diminutivo aplicado a sustantivos comunes y propios, adjetivos, participios y adverbios resulta coherente con la condición de Cinco Esquinas como una novela secundaria dentro de la grandiosa bibliografía de su autor.

En otro aspecto, las páginas sicalípticas no caen nunca en la pornografía. Vargas Llosa, que no es un mojigato, describe con elegancia, frescura y valentía las escenas lésbicas en las que las mujeres han dejado de ser meros objetos de placer al servicio del hombre para convertirse en las verdaderas protagonistas de sus relaciones, y renueva esa afición por la literatura erótica que mantiene desde que, hacia 1955, descubrió la colección Les maîtres de l’amour, dirigida por Guillaume Apollinaire, escondidos sus volúmenes tras un biombo de la biblioteca del Club Nacional de Lima, donde ganaba algún dinero como ayudante de bibliotecario.

Cinco Esquinas comienza siendo un relato sicalíptico, pasa a ser una novela negra y termina convertida en una historia de denuncia política contada por un narrador omnisciente nada autoritario, que nunca nos dice lo que debemos pensar. De muy amena lectura, tiene el virtuoso hálito narrativo de su autor, su enorme sabiduría para evitar parones y mantener en todo momento el control y la coherencia de los actos de los personajes, porque es imposible que a Vargas Llosa se le caiga una novela: las tiene siempre sujetas con poderosos hilos, nada está prendido sólo con alfileres. Y aunque en muchos aspectos resulta admirable esta creación de un octogenario que no tiene nada de crepuscular y que conoce todo lo relativo a la perversidad del poder y de las debilidades humanas, desde una profunda experiencia que le impide sentirse escandalizado, también, paradójicamente, participa de algunas de las características de la sociedad del espectáculo que el autor ya había descrito: predominio de lo divertido sobre el discurso lento y racional, frivolización del sexo, mayor interés por describir cómo se aman y se enfadan, visten, viajan, decoran sus casas los personajes que por indagar en sus más profundos temores, emociones y pensamientos.

El motivo argumental que provoca el drama es rastrero, pero incluso una razón rastrera puede desencadenar una tragedia. Un libro no es grande por tratar temas grandiosos, sino por hacer grandiosa cualquier insignificancia, como con tanta convicción había defendido el propio Vargas Llosa en La orgía perpetua, su ensayo sobre Flaubert, al afirmar que Madame Bovary, sin la perfección de su estilo, no dejaría de ser un vulgar folletín. Y esa tragedia es la que aquí se añora, la que no termina de sentirse flotando entre las páginas, cuyo conflicto dramático más bien se siente como farsa. El lector –o al menos este lector– no se conmueve por lo que les sucede a los cuatro protagonistas, a quienes les falta la turbadora fuerza vital, el vigor y la efervescencia de otras ocasiones. Incluso la violencia de Sendero Luminoso, que se cita una y otra vez sobrevolando alrededor, nunca llega a percibirse como una verdadera y dolorosa amenaza, como lo debió de ser para la sociedad peruana.

Eugenio Fuentes es autor de un volumen de cuentos, Vías muertas (1997), otro de artículos periodísticos, Tierras de fuentes (Mérida, Editora Regional de Extremadura, 2010) y de los ensayos literarios La mitad de Occidente (Mérida, Editora Regional de Extremadura, 2003) y Literatura del dolor, poética de la bondad (Mérida, Editora Regional de Extremadura, 2013). Su detective privado Ricardo Cupido ha protagonizado sus novelas La sangre de los ángeles (Alba, Barcelona, 2001), Las manos del pianista (Barcelona, Tusquets, 2003), Cuerpo a cuerpo (Barcelona, Tusquets, 2007), El interior del bosque (Barcelona, Tusquets, 2008), Contrarreloj (Barcelona, Tusquets, 2009) y Mistralia (Barcelona, Tusquets, 2015). Es autor también de Venas de nieve (Barcelona, Tusquets, 2005) y Si mañana muero (Barcelona, Tusquets, 2013).

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