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Ética para todo y para todos

¿Para qué sirve realmente la....? La ética

Adela Cortina

Barcelona, Paidós, 2013

184 pp. 16 €

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La pregunta de para qué sirve algo connota siempre la idea de que, en el caso de no recibir una respuesta satisfactoria, se impone la necesidad de prescindir de aquello sobre cuya utilidad uno se interesaba. Es, pues, una pregunta-acusación, que reclama justificar la existencia. Por esto, preguntar para qué sirve la ética sugiere inevitablemente la sospecha de que la ética quizá no valga para nada y que, en consecuencia, convendría arrumbarla cuanto antes en el desván de lo inservible. Naturalmente, Adela Cortina desear evitar que la ética se convierta en una antigualla, un vestigio de otras épocas, y en este libro se apresta a defender su vigencia mostrando las múltiples utilidades que presenta.

Con esta intención, el texto se articula en torno a la tesis de que la ética sirve para algo, que habrá que dilucidar a lo largo del ensayo, y que, por consiguiente, es más inteligente ser personas éticas que no serlo y resulta más razonable organizar nuestra convivencia de modo ético que de un modo en que esta consideración esté ausente. Antes de entrar en cuáles son las ventajas del comportamiento ético, el lector habría esperado algunas aclaraciones sobre qué se entiende por actuar éticamente, qué forma de organización social es ética y cuál no. En estos preámbulos apenas se detiene Adela Cortina. Quizá no sea necesario, pues aparentemente todos sabemos distinguir los comportamientos honestos y honrados de los inicuos, y unos pocos ejemplos, aportados por la autora, que acercan las primeras páginas a un manifiesto de «indignados», sobran para hacerse una idea de qué es para ella un comportamiento ético. Por otra parte, quien quiera profundizar en las concepciones morales de Adela Cortina dispone de su rica bibliografía previa a esta obra, de una marcada intención divulgadora.

El asunto del ensayo se centra, por tanto, en la discusión de las ventajas personales y sociales de ser una persona que actúa éticamente. Se sobreentiende que actúa de una forma éticamente buena. Expresado de otra manera, la reflexión de Adela Cortina encara la cuestión posiblemente más delicada de la filosofía moral: ¿por qué hemos de ser moralmente buenos? Aquí he de confesar mi discrepancia con la tesis fundamental de esta obra. Según mi parecer, la pregunta de por qué un ser humano ha de plegarse a las normas morales, a pesar de ser muy pertinente, carece totalmente de respuesta. Pues responder porque sí, que, según creo, es lo único que cabe contestar, no puede ser considerada una genuina respuesta. Como tampoco lo es afirmar que la obligación moral está ahí, pesando sobre nosotros, como una montaña echada sobre nuestros hombros, aunque ciertamente el imperativo moral es un dato inesquivable, de cuya existencia la conciencia da cuenta sin aclarar sus orígenes.

La vida moral se inicia tan pronto como se toma conciencia de la diferencia entre bienes que son fines y bienes que son medios. Ambos, medios y fines, en tanto que bienes, son apetecibles, pero su deseabilidad muestra raíces muy distintas. Los bienes que son puros medios no se apetecen por sí mismos, sino por su utilidad para obtener otra cosa diferente. Son vías, caminos, para algo más. Su carácter de bien, de algo deseable, es prestado, no intrínseco. En cambio, los bienes que son fines poseen un valor en sí mismos, se buscan por ellos y no por otro. Respecto de un medio, cabe preguntar para qué sirve. Esta pregunta propuesta respecto de algo que es un fin carece totalmente de sentido. Para qué sirve la amistad, gozar de buena salud o la felicidad (el nombre genérico de los bienes que son fines) es una pregunta inconsecuente. Y es que estas cosas, por valiosas que se consideren, son absolutamente inútiles; simplemente otorgan valor a todo lo útil que las promueve. ¿Será la ética un medio o un fin?

La historia de la ética divide las escuelas morales en dos amplios grupos. Por un lado, se encuentran aquellos que justifican las normas y valoraciones morales por su aptitud para producir ciertos bienes y, por otro, hallamos aquellas otras que consideran que las normas de la ética se imponen al ser humano por sí mismas, sin necesidad de recomendarse a una supuesta utilidad. Naturalmente, Kant se encuentra en esta última clase. Para el filósofo alemán, las normas de la ética son imperativos incondicionados, categóricos. Cabría decir que obligan porque sí. Claro está que hay otros imperativos, todos ellos condicionados, que para adquirir fuerza obligatoria imponen una condición, el deseo de una determinada situación. De estos últimos imperativos se ocupan las diversas ciencias y técnicas. Si quiero que aumente mi patrimonio mobiliario o mejore mi salud, sé a quién debo acudir, a un asesor financiero (o al menos debería saberlo si la economía fuese una ciencia un poco más dura) o a un médico, respectivamente. Si Sócrates hubiera deseado escapar de la prisión, donde esperaba al día en que se le obligase a beber la cicuta, tendría que haber conversado con un Houdini para que le enseñase el arte del escapismo. En vez de ello, prefirió dialogar con Critón y otros amigos sobre si era bueno escapar de la cárcel o permanecer en ella. En esos días, a Sócrates no le preocupaba encontrar el mejor medio para lograr el fin de huir de su reclusión y escapar a la pena capital, sino que estaba ansioso por discernir cuál de dos fines opuestos era preferible: conservar la vida u obedecer la ley de Atenas. Y cuando surgen estas cuestiones, que son las auténticamente morales, no hay ciencia natural ni técnica que sirva, como cuando meramente están en juego los medios. Las cuestiones de fines son genuinamente cuestiones morales, es decir, filosóficas.

No parece creerlo así Adela Cortina al aceptar escribir un libro de ética para iniciar una colección muy interesante, promovida por la editorial Paidós, de breves ensayos que contienen como título genérico ¿Para qué sirve…? Y es que un kantiano –y Cortina, gracias a su formación intelectual y su vinculación a Habermas, podría pensarse en proximidad a Kant– habría dicho que para nada, absolutamente para nada. Lo que, de ninguna manera, nos exime ni mucho menos de nuestro deber de ser morales, como acabo de decir.

¿Cuáles son las razones que nos invitan a la moralidad? Con gran agudeza, Cortina describe varias. Todas tienen en común que, si aceptamos las exigencias morales, seremos más felices, ya que si, por ejemplo, nos forjamos un buen carácter, llevaremos una vida más dichosa y nuestra sociedad será más próspera. Respecto de esto último, aduce un excelente ejemplo. Parece ser que el «escudo contra misiles» (más bien, habría que decir contra cohetes) que el Gobierno de Israel está tendiendo para interceptar los proyectiles que se lanzan sobre su territorio desde Gaza costará, cuando esté completo, la friolera de mil seiscientos millones de euros, a los que habrá que añadir el altísimo coste de su mantenimiento y el no despreciable gasto de proyectiles interceptadores, unos cuarenta mil euros cada unidad. Enseguida se piensa: ¡lo que podría hacerse con este dineral! El coste de oportunidad del escudo contra misiles –en el argot de los economistas, lo que dejamos de ganar cada vez que usamos nuestro dinero o nuestro tiempo en algo concreto– es inmenso, sobre todo si consideramos que este dispositivo es una minucia, una gota en el océano de los gastos armamentísticos, de sistemas de seguridad, de inspecciones contra el fraude, etc.

Por supuesto, que un mundo de seres honrados y honestos, donde nadie robase, jamás se mintiese, en el que predominase la cooperación y el cuidado de los desvalidos, sería más vivible. Habría dinero para lo que parece que ahora falta: pensiones, hospitales, colegios y otros servicios públicos, además de para financiar infraestructuras, investigaciones científicas y logros culturales. Sin embargo, esta emotiva apelación a la cooperación y al abandono del egoísmo tiene, lamentablemente, una deficiencia. Un punto débil, una brecha por la que entra de nuevo la tentación del mal. Ya lo descubrió Platón, y en su diálogo Protágoras lo expone insuperablemente. Lo inteligente, lo sensato, no es la guerra de todos contra todos. En una situación de lucha despiadada urge la pacificación a través de la moral. Epicuro, unos años después de Platón, ya propugnaba una suerte de contrato social para mejorar la convivencia. Por tanto, nadie discute la necesidad de sustituir, en la medida de lo posible, los costosísimos sistemas de vigilancia por la convicción íntima de la necesidad de ser morales. Y si, ya en retirada la idea de un Dios que premia o castiga en otra vida, esta convicción ha de asentarse sobre la base de la racionalidad de la conducta moral desde el punto de vista de la teoría de la elección a partir de sopesar costes y beneficios, pues adelante con consideraciones de esta índole. Pero no conviene olvidar que, a la racionalidad así entendida de la vida moral, se superpone una racionalidad superior. Como descubrió Protágoras, lo que más conviene a un individuo es que todos los demás se comporten moralmente y él viva por encima de estas normas, siempre que no se sepa, que nadie descubra que es un outsider. Es el caso que pone de relieve el anillo de Giges, del que habla Heródoto y Platón utiliza en la República precisamente para contestar a la misma cuestión de Cortina, que él formula de esta otra forma: ¿por qué hemos de ser justos? Según la tradición, el anillo tiene el poder de volver invisible a quien lo porta en su dedo cuando lo gira de forma que el engaste no quede hacia el dorso de la mano. El anillo mágico es imagen de la impunidad derivada de la invisibilidad. La posesión de esta joya cambia radicalmente las condiciones en que ha de aplicarse la teoría de la elección racional. Si las normas son todas condicionadas, mientras sean medios muy idóneos para conseguir una sociedad más agradable, lo inteligente es cumplirlas por el riesgo de ser descubierta su infracción. En el caso de que este riesgo desaparezca o se minimice, lo racional será incumplirlas, a la par que se preconiza su estricto cumplimiento por parte de los otros. Es la implacable lógica del tramposo, al que más que a nadie le interesa el respeto escrupuloso de las leyes (por parte de todos los demás). Buena parte de nuestra clase dirigente política y económica ha atendido a esta racionalidad. Se han creído poseedores del anillo de la invisibilidad y han procedido en consecuencia. Que sus cálculos resultasen erróneos –lo que está por ver– no quita un ápice a la racionalidad del principio que guió su conducta: «Obro egoístamente, a condición de que no se descubra, mientras que a la vez promuevo el comportamiento altruista de mis conciudadanos». Contra la tentación de aprovecharse de la honradez ajena, es mera pusilanimidad la advertencia epicúrea de que hay que ser honrados incluso cuando se tenga garantizada la impunidad, pues si cabe escapar al castigo de la sociedad, no cabe escapar al temor de ser castigado.

Como ya se ha observado, Cortina es de una opinión muy diferente y cada uno de los nueve capítulos en que se distribuye el texto aporta una razón que nos invita a ser morales. Así, sostiene que la ética nos enseña a priorizar nuestros objetivos, con lo que se abaratan los costes en dinero y sufrimiento. Nos permite forjarnos un buen carácter y con él se aumentan nuestras posibilidades de ser felices. Pone delante de nuestros ojos nuestra propia vulnerabilidad y la consiguiente obligación de cuidar a prójimos y extraños. Nos enseña las ventajas de la cooperación frente al egoísmo. Nos permite escribir el guión de nuestra vida y realizar el sueño de una sociedad sin humillados ni ofendidos. Nos capacita para degustar lo intrínsecamente valioso y estrechar vínculos con todos los que son dignos de respeto y compasión. Nos aporta los materiales para construir una democracia que sea realmente el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. En definitiva, la ética sirve para que aprendamos a llevar una vida feliz que integre los ideales de justicia y solidaridad. En opinión de Adela Cortina, estas son las principales razones, desplegadas a lo largo del libro, que avalan la utilidad de la ética, su actualidad y la necesidad de promoverla. Un interesante programa para rehabilitar la ética entre los no kantianos. La maestría con que lo lleva a cabo la profesora Cortina la convierte en justa merecedora del Premio Nacional de Ensayo de 2014.

Juan José García Norro es profesor de Filosofía Teorética en la Universidad Complutense. Ha traducido obras de Porfirio, Boecio, John Locke, Gottlob Frege, Franz Brentano y Martin Heidegger, y es coeditor (con Ramón Rodríguez) de Cómo se comenta un texto filosófico (Madrid, Síntesis, 2007) y editor de Convirtiéndose en filósofo: estudiar filosofía en el siglo XXI (Madrid, Síntesis, 2012).

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