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Alegato contra las fronteras

La seducción de la frontera. Nacionalismo e izquierda reaccionaria

Félix Ovejero Lucas

Barcelona, Montesinos, 2016

276 pp. 19,50 €

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«Un nacionalista es una persona que cree que, sea lo que sea una nación (y toda percepción de la nacionalidad es altamente subjetiva y arbitraria), la sola unidad justa de gobierno es la que coincide en sus límites con una nación»Bernard Crick, Political Theory and Practice, Nueva York, Basic Books, 1973, p. 242..

Esta concisa definición del nacionalismo tiene el mérito de poner de relieve que éste es, sobre todo, una doctrina o una ideología que trata de fronteras y, en concreto, una doctrina que establece un principio de correspondencia necesaria entre las fronteras de la nación y las del poder político soberano: según ella, la humanidad está repartida en una serie de entidades discretas y objetivamente identificables que se denominan naciones, las cuales a su vez son las unidades básicas y necesarias para que una comunidad política esté establecida correctamente. El nacionalismo reclama la frontera porque es ésta la que convierte al territorio y al Estado en propiedad de la nación.

En esta tercera entrega de Contra Cromagnon, la que podemos considerar como serie deconstructiva y crítica del nacionalismo, tanto con carácter general como en sus aplicaciones concretas hispanas, el profesor Félix Ovejero centra su atención precisamente en esta reivindicación nacionalista de la frontera exterior o, lo que es lo mismo, en su exigencia de constituir a su nación como territorio soberano separado de todos los demás. Lo cual se traduce en el caso del nacionalismo catalán en su pretensión de que Cataluña se secesione de España. Este libro examina, precisamente, la cuestión de la validez normativa de una tal pretensión desde la óptica de una filosofía política democráticaAunque es de advertir que esa filosofía democrática es la «republicana» o «deliberativista», opción del autor que es perfectamente legítima, pero que no se comparte por otros muchos filósofos de la democracia, sobre todo por quienes se limitan a proponer una fundamentación procedimentalista o de mínimos para justificar el proceso democrático.. O, dicho de otro modo, si el denominado con borrosidad deliberada en la política española «derecho a decidir» (y que no es, en realidad, sino el «derecho de autodeterminación» o «derecho a la secesión») se sostiene como tal derecho moral en una buena teoría democrática.

Porque sucede que la democracia tiene una tendencia inexorable contra las fronteras por la sencilla y contundente razón de que está fundada sobre principios de valor universal. La idea democrática posee una predisposición cosmopolita, porque cualquier división territorial entre ámbitos de soberanía separados, o cualquier restricción que quiera hacerse a la aplicación de sus principios constitutivos a unas u otras personas, son por sí mismas de fundamentación siempre contingente y, en último término, contradictorias con las exigencias mismas de igualdad de trato. Las fronteras existentes se explican por la historia, pero no pueden justificarse en ella, salvo recaída en la falacia naturalista, argumenta convincentemente Ovejero. Sólo razones de orden prudencial pueden hacer tolerable todavía hoy la vigente división del mundo en espacios de soberanía restringidos, cuya existencia contradice la fuerza universal de los principios democráticos. Esta es la posición de fondo de Félix Ovejero, tan impecable desde un punto de vista lógico como implacable para las pretensiones nacionalistas de construir nuevas fronteras que rompan o fragmenten las unidades políticas ya existentes: es obvio que son directamente contrarias a las exigencias de universalidad ínsitas en los valores democráticos o simplemente ilustrados: Kant puro.

Si se analiza más de cerca, como hace Ovejero, ese autoproclamado derecho a la secesión de las unidades políticas construidas más o menos imaginativamente sobre contingencias históricas o culturales se revela democráticamente insostenible, o, más bien, directamente aporético. En efecto, si pretende fundamentarse en la regla democrática de decisión por mayoría de votos (el referéndum que con tanta alegría se invoca por estos lares), choca de frente con la obvia constatación (que desde Robert Dahl han señalado una y otra vez los teóricos de la democracia) de que no puede decidirse mediante votación cuestión ninguna mientras no se haya establecido previamente la extensión del conjunto de personas que vota. El demos puede decidirlo todo votando, menos, precisamente, la existencia y los límites del demos mismo, porque esta es una realidad predemocrática. La decisión acerca de quiénes serían el demos que vota (sólo los catalanes o todos los españoles) determina inexorablemente el resultado de la votación, pero no puede ser a su vez adoptada por votación alguna. La regla mayoritaria no sirve para resolver esta cuestión: así de sencillo.

Naturalmente, como bien observa el autor, cabe intentar superar esta aporía recurriendo al principio de las nacionalidades. Es decir, a la idea de que las naciones son hechos brutos que preexisten a cualquier decisión y determinan por anticipado el ámbito de los sujetos que tendrían ese derecho a votar: «votan las naciones». El problema del argumento es múltiple: por un lado, es bastante patente que ?como se dice en el argot forense? «hace supuesto de la cuestión» desde el momento en que da por admitido aquello que precisamente era objeto de la discusión. Suena como algo así: Cataluña tiene derecho a ser una nación porque es una nación. Por otro lado, incurre en todos los problemas que afectan a la idea de nación de los nacionalistas: los que entraña convertir en un ente real y objetivo lo que no es sino una proyección performativa de un deseo de los nacionalistas. Y es que, como explica Alfonso Pérez-Agote«Nación y nacionalismo», en Jorge Benedicto y María Luz Morán (eds.), Sociedad y política. Temas de sociología política, Madrid, Alianza, 1995, p. 124., la paradoja del nacionalismo (que es, al mismo tiempo, también una estrategia interesada y una distorsión conceptual) es que, siendo como es una doctrina plenamente política, caracteriza, sin embargo, su fundamento y objeto principal –la nación? como algo que no es producido por el proceso político, sino que es anterior a él y se le impone inexorablemente: para cumplir con su función, la nación debe ser afirmada como «natural», como algo establecido en el pasado. Y, sin embargo, es «construida» una y otra vez en el presente y el futuro por una deliberada política nacionalista desde el poder.

Según el autor, la corriente política que mejor refleja ese alcance universalista de los principios de la justicia política es la izquierda. ¿Cómo es entonces que la española en concreto ha comprado íntegro el relato de los nacionalismos particularistas y lo ha asumido como propio en su descripción de lo que acomplejadamente llama «el Estado español»? Porque obligado es reconocer, ciertamente, que salvo en su derivada del «derecho a la secesión», escasos son los personajes o fuerzas de izquierda hispana que no cantan desde hace años loas inagotables a las nacionalidades particulares y vernáculas como fuente de legitimación política y ámbito de decisión pública, siempre coartadas y amenazadas por un Estado destructor de la diversidad. Félix Ovejero anuncia ya en el título de su libro que va dar cuenta de las razones de esta deriva «reaccionaria» de la izquierda española, pero lo cierto es que se limita a levantar acta de ella. La cuenta, pero no la explica, salvo por el socorrido argumento de que se trata de una reacción al detestable nacionalcatolicismo español de Franco, así como un ejemplo de la indigencia intelectual de la susodicha izquierda. El socialismo, en casi todas sus versiones, siempre ha adoptado ante la cuestión nacional unas posiciones puramente tácticas e interesadas de corto vuelo. Fue jacobino cuando creyó en el internacionalismo proletario, pero se mudó al principio de las nacionalidades y de su derecho absoluto a la autodeterminación (leninista o wilsoniano) en cuanto la Primera Guerra Mundial demostró la inoperancia de aquél. El PSOE defendía anteayer, en sus congresos de 1974 y 1976, la aplicación irrestricta del derecho de autodeterminación de las naciones y regiones del Estado. Ahora lo niega, pero la música de su relato acerca de España sigue siendo la de «un-Estado-no-nación» repleto de «naciones-sin-su-Estado». Podemos no ha hecho sino ponerle de nuevo la letra original.

Siendo grande nuestro acuerdo con este libro, apuntemos, con todo, algunas reservas críticas: Hegel corrigió a Kant al observar que el ser humano individual es un universal determinado, lo que significa que, si bien todo hombre es un ser humano, no existe, sin embargo, en el mundo como ser humano, sino como un ser judío, o un ser católico, o un ser femenino o un ser vasco. Dicho de otra forma, que los principios universales se realizan en la historia y, al realizarse en ella, adoptan inevitablemente formas contingentes. El Estado democrático sólo ha podido realizarse en la historia como Estado nacional conformado por elementos culturales e históricos, y en esa contradicción reside su tensión constante entre los polos de la legitimidad racional y la legitimidad tradicionalJoseba Arregi, Dos modelos de Estado. La historia y la norma, Madrid, Instituto Nacional de Administración Pública, 2005, p. 79.. La nación fue necesaria para iniciar un proceso de longue durée que llevó al Estado democráticoResulta un tanto forzado y bastante contrario a la mejor historiografía pretender que las naciones europeas (Francia, España, Italia) surgieron a la existencia como naciones puramente políticas y republicanas, y sólo luego, a lo largo de su existencia, fueron acumulando vínculos culturales interciudadanos, como si éstos fueran un subproducto secundario de la convivencia política (p. 115). Puede ser cierto que el Estado «inventa» naciones, como ironizó Ernest Gellner, pero, desde luego, no las inventa a partir de la nada, sino a partir de realidades protonacionales poderosas., y sólo por ello tiene ya un cierto valor como útil artefacto; además, ha suscitado y acumulado en su torno sentimientos humanos muy atendibles. Ovejero parece ignorarlo en su alegato y adoptar una visión unilateral de los principios fundantes de la convivencia, viendo sólo los propios de la ciudadanía republicana, estrictamente racional, carentes de la más mínima concesión a la historia o a la culturaO lo considera directamente como una traición a los principios inspiradores que sería urgente superar aboliendo las fronteras.. Exagera, a nuestro juicio, cuando niega el más mínimo valor al sentimiento nacional y a las instituciones particulares en que éste se ha plasmado. Una cosa es hacer la apología de lo contingente, como pretende el nacionalismo, y otra también tendenciosa es conceder normatividad sólo a los principios racionales abstractos universales.

Este excesivo escoramiento de Ovejero se pone de manifiesto, a nuestro juicio, en el carácter patentemente incompleto que tiene su análisis del tratamiento de la demanda de secesión que formula una minoría territorializada de un Estado democrático. Totalmente de acuerdo con él cuando afirma que en democracia no puede resolverse tout court sobre la secesión mediante el voto, es decir, mediante la regla de la mayoría. La secesión no es un derecho, ni moral ni positivo. Pero que no pueda votarse la secesión no implica que no pueda decidirse democráticamente sobre ella. La democracia conoce otros muchos expedientes de decisión que no son el puro y simple voto, tales como la negociación y el acuerdo. Sobre esto ha escrito, y lo ha hecho con autoridad, tanto el Tribunal Supremo de Canadá el 20 de agosto de 1998 como la misma doctrina que Ovejero cita en varias ocasiones con admiración, como ha hecho Luis Rodríguez Abascal entre nosotrosLuis Rodríguez Abascal, Las fronteras del nacionalismo, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1997, y «La democracia ante el nacionalismo», en Aurelio Arteta (ed.), El saber del ciudadano, Madrid, Alianza, 2008, pp. 343 y ss.: la demanda de secesión no es por sí misma ilegítima a priori y, por ello, la agenda democrática debe poseer expedientes para tramitarla y darle respuesta. Hasta nuestro Tribunal Constitucional lo ha reiterado (sentencias 42/2014 y 259/2015). Esto es lo que Luis Rodríguez Abascal denomina «la autodeterminación de los demócratas» para contraponerla a «la autodeterminación de los nacionalistas». No vamos ahora a exponer esa tramitación, sino sólo echar en falta que la obra reseñada no la comente siquiera.

Hay buenos argumentos, y los de Ovejero son un excelente muestrario de ellos, para sostener que hoy día existe una «obligación normativa» de las minorías nacionales de permanecer en el Estado donde se encuentran de hecho, siempre que éste sea efectivamente pluralista y democrático y las reconozca como tales: deberían renunciar a la secesiónRamón Máiz Suárez, «Nacionalismo, federalismo y acomodación en Estados multinacionales», en William Safran y Ramón Máiz Suárez (eds.), Identidad y autogobierno en sociedades multiculturales, Barcelona, Ariel, 2002, p. 445.. Ahora bien, los buenos argumentos deben someterse a la discusión en una democracia real (liberal procedimental) y no ponerse como conclusiones racionales que excluyen de antemano el proceso incómodo de contrastarlos en y con la sociedad realmente existente. Eso sólo podría suceder en un ámbito ideal de deliberación entre ciudadanos exquisitamente republicanos. Que no es el caso.

José María Ruiz Soroa es abogado. Sus últimos libros son Seis tesis sobre el derecho a decidir. Panfleto político (Vitoria, Ciudadanía y Libertad, 2007), Tres ensayos liberales. Foralidad, lengua y autodeterminación (San Sebastián, Hiria Liburuak, 2008) y El esencialismo democrático (Madrid, Trotta, 2010).

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