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Las cinco falacias de nuestro periodismo

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Celebramos en 2009 el año de Larra, en memoria del bicentenario de su nacimiento. Probablemente usted no se haya enterado de la efeméride porque Larra no era un cineasta, sino un periodista, y sólo a los cineastas y a otros elementos de su industria asiste en este país una propaganda fácil y nutrida, salida directamente de las instituciones del Estado. Larra, además, no es un producto cultural que convenga promocionar porque, en una sociedad donde la cultura está dirigida, sobran los mejores exponentes de la independencia crítica, cuyo desdichado talante los conduce a denunciar el poder bajo cualquiera de sus formas, y los lleva, por tanto, a la ruina.

Se nos ocurre otro motivo para explicar la cotización a la baja de Larra en nuestro calendario cultural: su difícil ubicación en las estanterías del saber humano. En un momento en que la formación académica ha sido sustituida por la erudición mecánica del taxonomista, leemos a Larra y no sabemos decir si sus artículos son periodismo o son literatura. La distinción es fundamental. He conocido a numerosos periodistas –perfectamente titulados y con cargo en una redacción– que, para rechazar definitivamente el borrador de un artículo que le presenta un voluntarioso plumilla, esgrimen esta constatación con un timbre de triunfo mezclado de desprecio: «Esto no se publica. ¡Esto es literatura!». Ninguno de los artículos de Larra, por lo tanto, que están indefectiblemente contaminados por los virus de la personalidad y el sentido estético, encontraría quién lo publicase en las redacciones de nuestros periódicos, como no fuera bajo un claro marbete distintivamente maquetado proclamando: «Opinión». Nuestro tiempo reubicaría a Larra como tertuliano, en cumplimiento de la escrupulosa preceptiva de las «ciencias de la información» [sic] hoy vigente, que pretexta para sus fanáticas taxonomías el mantener siempre avisado al lector de que cierto recuadro de palabras contiene subjetividad (y otros no, al parecer).

Por supuesto, una redacción compuesta por cultivados intelectuales y escritores orgullosos sería ingobernable. Un auténtico desastre. No es este el ideal, ni mucho menos. Pero el peso de la generalidad se inclina hoy sobre el extremo opuesto, sin ninguna duda. La causa, evidentemente, es la degeneración educativa, que se advierte con mudo estupor cuando se descubre el brutal contraste con las grandes plumas del periodismo español del siglo pasado: Julio Camba, Josep Pla, Wenceslao Fernández Flórez, César González Ruano, Manuel Chaves Nogales.

Los periodistas de hoy han padecido la formación tecnicista y hueca de una universidad decadente, que es aquella que se obsesiona con enseñar cosas útiles y con «preparar a los estudiantes para el mercado laboral», con Bolonia como estación término, o terminal. ¿Debemos recordar una vez más que la universidad se creó precisamente para enseñar lo inútil, para cultivar el espíritu de las personas que tenían la suerte de no tener que apacentar ganado –algo muy útil, desde luego– para vivir? El humanista primero aprende a pensar, y luego va conociendo y perfeccionando los trucos y las técnicas de un oficio tan intuitivo y experimental como el de periodista. (Los titulados lloriquean por el intrusismo en vez de formarse mejor para batir a la competencia.) ¿Por qué nadie dice de una vez que los periodistas de la primera mitad del siglo XX, y aun los del franquismo –adictos o no al régimen–, estaban incomparablemente mejor preparados que los de hoy, en términos generales, y a despecho de tanto avance tecnológico? ¿Por qué en las facultades de Periodismo no se olvidan un poco de tanta práctica técnica y obligan a leer a los cinco periodistas citados hasta que los alumnos dominen la lengua castellana siquiera como la mitad de la mitad de cada uno de ellos, ninguno de los cuales por cierto –oh, sacrilegio– estudió la carrera de Periodismo? Sin embargo, son sus retratos los que cuelgan de las paredes de un pasillo del Congreso de los Diputados, junto a la sala de prensa. No está, en cambio, el que dio la exclusiva del final de la Guerra Civil, ni el que introdujo el teleobjetivo o la cámara oculta en el periodismo gráfico. Entretanto, el género de la crónica parlamentaria está al borde de la extinción. Demasiada opinión, probablemente. Demasiada parcialidad. Demasiado bien escritas para el lector actual.

Tras una modestísima experiencia en el oficio, y desarrollando ideas ya apuntadas en estas consideraciones preliminares, se me ocurre formular cinco falacias que fomentan la instalación en la mediocridad de la profesión. Ejemplos tomados de Pla, Camba, Gaziel, Chaves Nogales o Fernández Flórez nos ayudarán a explicarlas.
 

FALACIA DEL AUTOR IMPARCIAL

La personalidad es el esqueje infecto que trata de podar el sistema educativo español –a buen seguro, no sólo español– desde la secundaria hasta el máster de posgrado. De manera inmejorable lo explica Camba en La ciudad automática: «Lo probable es que salga usted de la escuela con el cerebro tan atrofiado como si lo hubiese tenido en la propia prensa de los incas; pero si la escuela no ha conseguido idiotizarle a usted del todo, la Universidad se encargará del resto. Luego vendrán los periódicos, las conferencias y los clubes de lectura, y a los veinticuatro o veinticinco años no tan sólo estará usted incapacitado para pensar de un modo distinto al de los demás, sino que hasta su misma cabeza, al adaptarse a las tres o cuatro ideas generales que el Estado metió dentro de ella, habrá tomado la forma y el aspecto de todas las otras». Camba escribió esto en 1932, y la cosa no ha hecho sino empeorar. He oído a numerosos colegas ponderar las virtudes –precisión, claridad, sencillez– que teóricamente aprende el novato trabajando en las agencias de información, y es tal su entusiasmo que les hace sentenciar: «Quien no haya pasado por una agencia no puede ser un gran periodista». Por mi parte, y por la de varios amigos que me han narrado sus patéticas experiencias, opino que trabajar en una agencia no sólo representa un camino bastante directo hacia el empobrecimiento lingüístico y mental en definitiva, sino también una forma atroz de esclavitud moderna que ha quitado a más gente de la pasión por la actualidad que el terrorismo, el chantaje mafioso o cualquier otro tipo de amenaza.

Por el contrario, es preciso reivindicar el talento individual, proteico y original, antes que la prosa anémica de los teletipos. Un teletipo cumple su función comunicativa, pero un autor de teletipos será víctima de una jibarización intelectual irreparable si no aspira rápido a probar otro puesto en el oficio, por ejemplo el de redactor de periódicos. Ahora bien, que los periódicos estén infestados de manufactureros de teletipos es la verdadera tragedia del periodismo contemporáneo. Hay también muchos locutores de teletipos en la radio y en la televisión. La calidad de las narraciones futbolísticas del NO-DO o la locución de la apertura del enésimo pantano franquista hacen que uno experimente un arranque de melancolía exclusivamente sintáctica. Será propaganda de un régimen dictatorial, pero estaba infinitamente mejor hecha que las notas de prensa de cualquier partido del momento. Qué quieren que les diga. ¿Cuántos de nuestros becarios sabrían emplear con sentido el calificativo «pertinaz»?

En cuanto a la imparcialidad, no puede haber mayor falacia. Ningún periodista puede ser imparcial, por la misma razón por la que ningún hombre puede ser oruga o pino gallego. El periodismo objetivo nunca ha existido. La credibilidad es una cuestión de grado: de lo que se trata es de dotar a nuestras noticias y reportajes de la mayor apariencia de realidad posible, sabiendo que la mera elección de unas palabras y no otras, o la edición de unas determinadas imágenes, transportan ineludiblemente nuestro criterio de personas racionales y con una opinión formada sobre el fenómeno que estamos tratando. En prensa, la carga de identidad e ideología es más fuerte, porque la palabra escrita tiene ese poder. Un periódico es un signo de identidad de un grupo, un arsenal de argumentos para la batalla de las ideas que establecemos con los colegas en el café, y los que han dejado de serlo serán los primeros en desaparecer. He ahí los diarios gratuitos.

He descubierto que muchos buenos periodistas en realidad no tienen en la cabeza al lector cuando elaboran su página, sino que tienen a otros periodistas. Piensan en el famoso colega que puede leerle y aspiran a causarle una impresión de rigor y profesionalidad. Redactan como ante un tribunal de deontólogos de la institución de la prensa. Sin darse cuenta de que todo eso al lector le deja al pairo. ¡Cuántas trabajadísimas informaciones no las lee nadie! No se nos ocurre proclamar la superfluidad de las noticias contrastadas, que son la base de todo periódico serio, pero la norma número uno es: escribamos para los lectores. En contra de lo que predican los apóstoles de las «ciencias de la información», el periodismo no es una ciencia, porque se ocupa de la vida, que no es una magnitud científica. Multiplicar las fuentes y los gráficos y manufacturar una escritura aplanada no hacen más periodística una pieza. Un texto de observación subjetiva –una crónica de las de antes– puede informar perfectamente al lector: brindarle una composición de lugar que un estadillo lleno de cifras jamás podrá representarle. El estadillo tampoco es objetivo, porque cualquiera que los haya hecho sabe que uno siempre elige los datos que apoyan su tesis y desecha otros a su disposición que la contrariarían. El periodismo es un quehacer humano muy bien definido por Pla en su grandeza y en su modestia: es contar «alguna cosa clara, perfectamente dentro de la vida, algo no mixtificado». Sin embargo, la crónica es un género que ya sólo pervive parapetada tras la excusa lúdica que procuran el fútbol o la fiesta nacional, secciones donde hoy se halla la mejor prosa de los periódicos generalistas. La impresión personal y el adorno pertinente, la frescura y la expresividad es lo que vuelve atractiva una página cuando ésta no trae un gran exclusiva (tan poco habituales), a la que sí conviene un estilo sobrio, telegráfico. Claro que quizá no es posible que nuestros licenciados escriban como Camba (quien escribió sus mejores crónicas entre los veinte y los veintinueve años). No hay tiempo ni dinero para fomentar la calidad en la prosa periodística, y la universidad hace mucho que dejó de cumplir esa función. Toda nuestra esperanza se refugia en la emergencia de solitarios autodidactas y jefes medianamente audaces para dar confianza al talento no uniformado.

Para la subjetividad y el ingenio resueltos, se alega, ya están las columnas. Ese es su hábitat natural. Pero ni siquiera, porque nuestros periódicos, en mi modesta opinión, cobijan a demasiados columnistas ayunos de la quinta parte del talento que se necesita para merecer una tribuna, concedida quizás en pago de algún favor debido. Las columnas de los viejos periódicos hoy están encuadernadas en libros editados por filólogos con un lujoso aparato crítico que desentraña la poética personal de sus autores. Las columnas de demasiados articulistas del momento, que excusan su indigencia intelectual –y la inconsciente pleitesía que rinden a la corrección política– reivindicando la voz del ciudadano común, apenas sirven para envolver pescado, porque a los peces muertos lo mismo les da la información que la opinión, o que los renglones ilustrados del horóscopo. Un columnista debe rondar el límite de la libertad de expresión y exponerse diariamente al juicio (también desfavorable) de sus lectores –siempre que lo haga con talento, no rebotando consignas–, o no contribuirá ni a la defensa de la libertad individual ni al sostenimiento económico de su periódico. Si un columnista gusta a todos, es que no gusta mucho a ninguno, y nadie pagará por leerlo como nadie acude a un restaurante para pedir un insípido vino de mesa. Se lo beben con el menú, pero cuando pagan, piden un vino con personalidad.
 

FALACIA DEL SOPORTE SOFISTICADO

Hay muchos blogueros hoy en la blogosfera (y ustedes disculpen los palabros). Son tantos que algunos periodistas veteranos han caído víctimas de la sugestión tecnológica y se consideran unos carcas irredimibles y confiesan no tener nada que enseñar a las jóvenes generaciones, tan preparadas que tienen blogs y perfiles en redes sociales y todo género de identidades vicarias y conexiones cibernéticas. Al mismo tiempo, loan las bendiciones del progreso y creen que la profesión ha mejorado decisivamente con eso que se llama «periodismo ciudadano». Su actitud presupone una peregrina metamorfosis de la inteligencia española: si hasta los últimos cinco años del siglo XX, cuando se produjo la implantación más o menos masiva de Internet, los españoles éramos más o menos zoquetes, parece que en el lapso de los diez años siguientes hemos alumbrado una pléyade de zahoríes de la información que emite desde Internet los destellos de su perspicacia. Lo cierto, en realidad, es que un español puede ser igual de cazurro con Internet o sin ella, con blog o sin blog, con Facebook o sin Facebook. La tecnología de suyo no mejora la profesión ni aquilata las mentes de quienes la ejercen. Uno no es más listo por ser «nativo digital», como dicen los expertos, aunque puede ser más pinturero y dar gato por liebre. Para crear un blog, primero hay que tomarse el trabajo de crearse una personalidad.

Por otro lado, Internet es hoy el reino acrático del plagio desatado. Camba no leía periódicos para conservar la originalidad de su estilo, mientras que el bloguero o el editor de un diario digital fundamentalmente repite contenidos ajenos, por lo general copiándolos de un periódico de papel. Entiéndame bien: uno no es un jeremías que anuncia el fin apocalíptico de la seriedad y el rigor por culpa del advenimiento de la odiosa tecnología. Pienso, por el contrario, que el plagio es inherente al periodismo desde su fundación. En El arte del periodista (¡publicado en 1906!) recoge su autor, Rafael Mainar, la anécdota de un plumilla que en la redacción de un periódico de Madrid exclamó un día, con meridiana sensatez: «Si no hubiera periódicos sería imposible el oficio de periodistas. ¿De dónde recortaríamos para hacerlos?». Pues eso. Lo que creo es que antes se plagiaba con estilo, al punto de que la copia mejoraba frecuentemente el original, como Xavier Pericay –en su reciente libro Josep Pla y el viejo periodismo– señala de muchas crónicas de Pla para La Publicidad de Barcelona. Ahora se copia con dos botones del teclado que clonan el original, y se cambian a lo sumo las conjunciones que encabezan un par de párrafos. De ahí el respeto que nos merece el viejo periodismo.
 

FALACIA DEL GÉNERO ESTANCO

La secta de los deontólogos del periodismo tiene a gala otra obsesión, con cuya sistematización quizá consigan un puesto en los claustros profesorales de las facultades privadas. Consiste en predicar una teoría de los géneros periodísticos absolutamente teutónica, casi hegeliana de lo estructurada y bien dividida que está. Las fronteras entre noticia y reportaje están trazadas por cercas tan estrictamente delineadas como las que separan los sembrados de los agricultores gallegos. Entre reportaje y crónica también hay división. Entre columna y análisis, lo mismo. Entre artículo informativo y de color, ya no digamos. Por supuesto, tal escisión es artificial y no preexiste en las entendederas de ningún ser humano ni se corresponde con fase alguna del proceso de conocer descrito por la neurología –para el cerebro todo es información–, pero la sociedad contemporánea nos tiene acostumbrados a pretender la modificación de la naturaleza humana a golpe de cirugía, de publicidad televisiva o de decreto-ley. Este empeño es tan vano, en realidad, como risible, aunque sirve para vender manuales académicos.

¿A qué género pertenece Juan Belmonte, matador de toros, la obra maestra del periodista sevillano Manuel Chaves Nogales? Unos dicen que es una biografía novelada; otros se fijan en el método y concluyen que se trata de una larga entrevista reportajeada; hay también quien señala el título como precursor de la non-fiction novel, ese nuevo periodismo campanudamente formulado por Truman Capote y Tom Wolfe. La respuesta correcta es: ¿qué demonios importa? El libro trata sólo de hechos reales, pero tamizados por la capacidad literaria de un superdotado del idioma que ejecuta una recreación vívida y magistral. Lo importante es que ese libro nos habla de la edad de oro del toreo y de la vida de un matador legendario con una carga de verosimilitud y hondura humana profundamente emocionante. Otro tanto logró Pla con Vida de Manolo, sobre el pícaro escultor catalán Manuel Hugué. Un periodista será siempre un mediocre si no es capaz de comunicar esta sensación al lector con la materia y el protagonista adecuados.
 

FALACIA DEL DESINTERÉS DEL LECTOR

Se dice que la gente ya no lee periódicos. Que ha llegado la era del homo videns, atento sólo a lo que pase en una pantalla. Que el papel desaparecerá. Que los marcianos heredarán la tierra y erigirán casitas de chocolate galáctico para sus vástagos virtuales. Internet no acabará con los periódicos. No confundamos al lector con el usuario, como suele puntualizar Arcadi Espada. En tiempos de Pla, Camba o Chaves Nogales, la tasa de analfabetismo en España alcanzaba una cifra desaforada, es cierto; pero quien sabía leer, leía de verdad. Luego, la democracia iguala a la baja y crea el tipo del analfabeto funcional, que puede entenderse con cualquiera, pero desde luego quedaría como un gañán en una discusión de tú a tú con el lector de El Sol o el ABC de 1920. En ese año, La Vanguardia tiraba ya cien mil ejemplares. Y un siglo antes, en época de Larra, había nada menos que dieciocho periódicos sólo en Madrid, con tiradas pequeñas y existencias cortas, pero también con lectores fieles que defendían enconadamente las ideas abanderadas por uno u otro medio. El público potencial de periódicos ha ido ganando en cantidad y perdiendo en calidad. La última etapa es la protagonizada por el lector digital, que permanece de media treinta segundos en cada página. Los anunciantes lo saben, abaratan la publicidad on-line por considerar poco fiable al usuario y así se explica que ningún diario en Internet sea rentable, por millones de usuarios –que no lectores– que tenga.

No nos interesan los usuarios, aunque son bienvenidos. Nos interesan los lectores de periódicos. Los periódicos generalistas, aun los llamados «de masas», se han dirigido siempre –pero siempre– a una élite. ¿Qué son los pocos centenares de miles de lectores de El País o El Mundo con respecto a los cuarenta y seis millones de almas que alientan en este país? Pues una élite, que sabe que la información es poder, y libertad. La misma gente inquieta y consciente que leía, devoraba a Larra. Quien dice desentenderse de la política, quien proclama su desafección respecto de lo que los políticos hacen con sus impuestos no nos interesa, porque es un idiota. En el sentido griego de la palabra: el idiota era el que vivía en los arrabales de la polis, no era considerado ciudadano y sólo visitaba el ágora para consumir, no para informarse. Lo penoso es que los periódicos se idioticen para ganar al lector idiota. No hay que acercar el periodismo al pueblo, sino el pueblo al periodismo. El que no entienda, que se forme para entender, y así mejoramos todos. Este es el verdadero cambio de patrón de crecimiento hacia la productividad que dice desear Zapatero para España, si se decide un día a dejar la demagogia y el populismo subsidiador.

Otra cosa es que los periódicos ya no vendan tanto como en sus décadas gloriosas del siglo XX. Pues será un ajuste necesario, como todos los que exigen los tiempos. Pero siempre habrá lectores.
 

FALACIA DEL DESPRESTIGIO DEL PROFESIONAL
 

En cuanto a la degeneración de la estirpe de Larra, y obviando el caso irrecuperable de los tertulianos del corazón, hay que reconocer que el periodista siempre ha llevado una fama de tunante, vendido, canalla y traicionero. Es la fama que le corresponde, porque suelen adjudicarla los colectivos perjudicados por su lengua o su pluma –que acaban siendo todos–, y eso es señal de cierta independencia. Pla advirtió en el prólogo de uno de sus libros, en el que refritaba en buena medida antiguos trabajos periodísticos: «Es un oficio que requiere prodigalidad y dilapidación. El periodista es un náufrago profesional», y, más adelante, reconoce la consecuencia de este tour de force permanente, que le obliga a «poner en guardia a todo el mundo ante los trucos, los plagios, las trampas y el visco engañoso que contienen mis obras». Sin rodeos. Porque el periodista tiene su librillo para salir airoso de la página en blanco diaria que debe ocupar, y existe un pacto de cortesía suscrito con el avezado lector de periódicos que conoce y disculpa los excesos derivados de esta servidumbre.

En 1942, el maestro de periodistas que codirigió La Vanguardia durante parte de la década de los veinte, Agustí Calvet, alias Gaziel, describía así la clase periodística española: «Eran, por lo general, una especie de anfibios: menestralía de la pluma, bohemia de la baja intelectualidad, bachilleres frustrados, licenciados sin reválida, estudiantes pobres, fracasados de innumerables oficios; gentes, en fin, sin alas todavía para volar más alto, o que, al fallarles las que tenían ya crecidas, se refugiaban, como en una sala de espera o en un asilo, bajo el sórdido cobertizo del periodismo, alzado en plena intemperie y abierto a todo el mundo». Y concluía: «La dificultad básica seguía siendo la misma: la carrera del periodismo estaba desprestigiada porque no daba para vivir». Hoy la profesión tiene su título y sus especializaciones, aunque sigue ofreciendo unos comienzos muy precarios al aspirante, del mismo modo que ni Pla ni Camba ni tantos otros inmortales pudieron esquivar la miseria retratada por Gaziel en sus comienzos: el pluriempleo, la explotación y la vida de pensión barata a cuatro perras la crónica, pese a sus excepcionales facultades. A Fernández Flórez, en cambio, esta condición le parece heroica, según cita Pericay: «El escritor al que su pluma le consiente un pasable vivir […] sí que es un romántico, porque nunca tendrá dinero, ni honores, ni siquiera jerarquía en un país como este, en que para la consideración de las gentes, escribir viene a ser un oficio manual como cualquier otro», escribía en 1922.

Las cosas, en realidad, no han cambiado gran cosa desde entonces. Y muchos seguimos aspirando a la vida pasable que reivindicaba Fernández Flórez, a despecho de la invasión tecnológica, del sanedrín de la preceptiva y del embrutecimiento de la masa democrática.

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