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El canto del cisne

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Las figuras más conocidas de la llamada filosofía continental apenas han podido asomarse al siglo XXI. Tras la muerte de Gadamer en 2002 y la de Derrida en 2004, Paul Ricoeur fallecía en mayo de 2005. Sólo Habermas, si seguimos con el criterio de la notoriedad, pervive activamente. Pero esa especie de escalafón público oculta grandes diferencias, no ya de índole intelectual, sino en relación con la misma notoriedad de que han gozado. Mientras Habermas y Derrida han jugado decididamente en el ámbito de la opinión pública globalizada, moviéndose en los medios y activando iniciativas, Gadamer mantenía una fuerte presencia más en el ámbito cultural y académico que en el público general, favorecida por su larga vida y las variadas ramificaciones de sus discípulos. Ricoeur, llegado muy tardíamente a un cierto reconocimiento público, ha mantenido una discreta posición que parece la marca de su personalidad. Sin adoptar nunca, ni en política ni en pensamiento, las posturas radicales de sus colegas más jóvenes (Foucault, Deleuze, Derrida), menos brillante que ellos en sus formas de expresión y sin lobbys académico-mediáticos detrás, carecía de las condiciones para alcanzar un alto nivel de presencia pública. Pero quizá al realizar estas comparaciones estamos situando mal a Ricoeur, pues ellas dan por sentado que su forma de instalarse en la realidad cultural y política de su tiempo tenía las mismas coordenadas, jugaba el mismo juego. Y eso es más que dudoso. En cualquier caso, ser filósofo y francés comporta casi automáticamente ser un «intelectual», esa categoría sociológica que se define ante todo por la intervención en los asuntos públicos. Y Ricoeur no ha sido ajeno a ese destino.

Originario de la tradición cultural del protestantismo francés, integrante desde los años cincuenta del grupo de cristianos progresistas de la revista Esprit, mantuvo siempre despierta su atención a la vida política y a las polémicas culturales parisinas. Pero el rechazo general de su obra por el estructuralismo triunfante en los sesenta, tanto en su versión freudiana (Lacan) como marxista (Althusser), unido al fracaso de su gestión como decano en el Nanterre post-68, le sumen en un semiexilio, del que le sacan sus largas estancias en Estados Unidos. Es de su trabajo en las universidades americanas de donde surgen sus obras fundamentales, que le otorgan el reconocimiento a partir de la década de los ochenta: La metáfora viva, Tiempo y narración, Sí mismo como otro.

El estilo intelectual de Ricoeur, tan alejado de rechazos tajantes y de críticas radicales como cercano a todas las formas de mediación y acogida de posiciones contrarias, es poco propicio a la formulación brillante y conclusiva, poco apto para esa ruptura con todo lo que precede y rodea, que tan eficaz resulta para destacar la originalidad propia y alcanzar un lugar bajo el sol mediático. Por otra parte, su idea central del «injerto hermenéutico» –insertar en la comprensión inmediata de sí mismo propuesta por el análisis fenomenológico de las vivencias o la analítica existencial un largo rodeo interpretativo por los textos y las manifestaciones culturales en que ese «sí mismo» se objetiva– hace que sus libros estén repletos de lecturas y análisis de posiciones ajenas que producen en el lector la sensación de dispersión y de un avance tan lento que el resultado parece diluirse. Sin embargo, una lectura atenta descubre siempre una línea argumentativa clara y proporciona la certeza de que las conclusiones no se han logrado a partir de olvidos interesados o de ignorancia de lo que puede ser relevante, cosa desgraciadamente tan habitual. Ricoeur es un caso único de paciencia lectora: su capacidad de dialogar, a partir de un conocimiento de primera mano, con la lingüística estructural, el psicoanálisis, el marxismo, la tradición bíblica y, cosa más rara, la filosofía analítica anglosajona, han conformado una obra a la que resultará obligado acudir en los próximos años.

Contemplado desde esta perspectiva pública, el texto póstumo de Ricoeur, que ahora comentamos, ofrece un fuerte contraste. Contraste que no se debe sólo a su carácter inacabado y fragmentario, tan extraño a un filósofo que siempre ha llevado a cabo sus proyectos de escritura obedeciendo a un diseño puntillosamente elaborado, incluso cuando se trataba de simples registros de lectura. Lo que hace que el lector familiarizado con la obra de Ricoeur se quede a la vez sorprendido y seducido es el tono abiertamente personal, de implicación plena del pensamiento en la vida –y en la muerte– propias, poco frecuente en él. La ocasión en que surgió el texto lo hace presagiar. En 1996, enormemente afectado por la grave enfermedad degenerativa que apagaba la vida de Simone, su mujer, Ricoeur emprende la escritura de «Hasta la muerte. Del duelo y la alegría», una meditación completamente personal sobre la muerte, que dejó inacabada, incapaz de aguantar la tensión psíquica que ello le suponía. Casi diez años después, en una especie de preludio de su propio final, sabiendo ya imposible la tarea de una escritura continuada, son unos apuntes breves y dispersos lo único que su pluma deja salir, pero que reflejan la fuerza de un pensamiento que sigue vivo hasta su final, un final que busca integrar y comprender. Estos dos grupos de escritos componen Vivant jusqu’à la mort suivi de Fragments, el texto póstumo que sus amigos y discípulos del Fonds Ricoeur han dado recientemente a la luz. Trabajosamente escrito, en ese momento difícil en que Ricoeur siente «en su carne y en su espíritu la escisión entre el tiempo inmortal de la obra y el tiempo mortal de la vida», parece como si en él quisiera poner descarnadamente de manifiesto la enseñanza socrática de que la filosofía no es nada si no enseña a vivir y a morir a quien la practica. Este repliegue sobre el puro tiempo de una vida que acaba comporta un despojamiento general, una desnudez y reducción a lo esencial tan netos que todas las cautelas académicas y todos los tics profesionales desaparecen por completo. Pero, sobre todo, se trata de un despojamiento que afecta al modo mismo de pensar; Ricoeur sigue siendo el que siempre ha sido, sigue apoyando y desarrollando su pensamiento a través de lecturas, en este caso de Semprún, Primo Levi, Leon-Dufour, exegetas bíblicos, etc., pero, lejos de los largos ejercicios analíticos, de las morosas interpretaciones de textos que han compuesto el grueso de su trabajo, resalta ahora, en esta obra póstuma, la inmediatez de lo que el texto leído está diciendo a su lector, Paul Ricoeur, lo que éste ve en él y que directamente conduce a su propio pensamiento. No hay propiamente trabajo de interpretación, sino fragmentos de sentido encontrados en lecturas, que iluminan e impulsan un pensamiento que, tras un largo trayecto, piensa por sí mismo.

Dos temas ocupan lo esencial de esta última meditación de Ricoeur: la espera de la muerte y la representación de la «otra vida» y la relación entre su pensamiento y su cristianismo. Una temática en la que, a pesar de las características del texto, los viejos censores de los sesenta encontrarán nuevas «pruebas» para la sempiterna etiqueta arrojada sobre su trabajo filosófico: «espiritualismo» y «criptocristianismo», como si todo él reposara sobre su protestantismo siempre confesado.

Desde la primera página se ve que la reflexión sobre la muerte que allí se abre no va a seguir la senda de una teoría o de una discusión filosófica típicas; a diferencia, por ejemplo, de las ocasiones diversas en que Ricoeur había discutido el ser-respecto-a-la-muerte heideggeriano, no se trata ahora de dar razones objetivas en pro de una teoría o de resaltar las insuficiencias de otra. El plano filosófico de la objetividad y del tener razón no se abandona, pero se subordina a algo más radical, a un «difícil aprendizaje», a un intento de asimilar en la vida propia una realidad que ya no puede mantenerse en la lejanía de un «hecho biológico» o de una finitud sabida. Aunque Ricoeur confiesa su cercanía con la idea de la finitud radical, esa finitud que el existencialismo enseñó a pensar desde dentro, como un límite interior irrebasable al que nadie puede asomarse desde fuera, no por eso deja de mostrar, con toda razón, que, frente a la experiencia real del vivir, sigue siendo una idea abstracta, «que vehicula una certeza (mors certa, hora incerta) demasiado flotante para morder en el deseo de ser, en el esfuerzo por existir», que toda vida individual experimenta en sí misma.

Es, sin embargo, la negativa a esa visión «desde fuera», que la idea de finitud lleva consigo, lo que Ricoeur practica de manera consecuente en lo que podemos llamar la parte ascética de su meditación, una renuncia sistemática a todas las formas de imaginación de «otra vida» tras la muerte. En esto Ricoeur es terminante: la dificultad del aprendizaje reside probablemente aquí, en el trabajo doloroso de deshacerse de las imágenes de la «otra vida». La convicción de Ricoeur es que la cuestión de mi vida después de la muerte es la anticipación interiorizada de una visión exterior, quizá inevitable, la de los que, sobreviviendo a la muerte de seres próximos, se preguntan qué son, dónde están, cómo son los muertos. «Mi batalla es con y contra esta imagen del muerto de mañana, del muerto que yo seré para los que me sobreviven». Hay, para ello, una razón importante de índole filosófica: que esa idea de la otra vida exige pensarla en una temporalidad idéntica o paralela a la nuestra, en una suerte de prolongación de las coordenadas de la única vida que conocemos; sin duda por eso Ricoeur subraya siempre el componente imaginativo que en esa idea interviene, pues la imaginación no puede actuar sin el marco espaciotemporal. ¿Tiene, por tanto, sentido imaginar «otra vida» más allá de ésta sin que sea un remedo suyo, aunque sea muy mejorado? Pero la razón más fuerte es de índole, digamos, experiencial, relativa a ese aprendizaje que se persigue: «que mi relación con la muerte todavía no acaecida resulta oscurecida, obliterada, alterada» por la anticipación de esas imágenes de la otra vida. Ricoeur acude a algunos pasajes de La escritura o la vida, el libro de Semprún sobre los campos de concentración, en busca de la experiencia propia del agonizante y huyendo del moribundo, concepto con el que una mirada exterior convierte a quien todavía vive en un muerto anticipado. La mirada compasiva de quien asiste y acompaña le parece a Ricoeur que deja emerger lo «Esencial»: «la movilización de todos los recursos más profundos de la vida para seguir afirmándose» en un seguir vivo hasta la muerte: «todavía vivo, esa es la idea importante». La gratuidad y dignidad de la vida, vividas hasta el final, se continúan, en consonancia con el tono ascético de toda la meditación, en una transferencia a los otros, que va en un sentido opuesto al «¿qué será de mí?» ligado a la imagen de la otra vida. ¿Es esta disponibilidad total una fusión peculiar del amor cristiano al prójimo con una variante de la vieja idea de la pervivencia en la fama y en el recuerdo de los otros? En cualquier caso, es claro que, sin necesidad de recurrir a retóricas vitalistas ni a las habituales apelaciones a Nietzsche, toda la reflexión de Ricoeur está sostenida por una afirmación radical de la vida hasta su mismo final, que a veces adquiere un tono casi bergsoniano.

¿Significa esta afirmación, que rehúsa «las proyecciones imaginarias del yo identitario tras la muerte», una renuncia del cristiano Ricoeur a la resurrección? Dado el tono personal e íntimo de la reflexión, en el que no tienen sentido las cautelas hermenéuticas, Ricoeur no puede dejar de enfrentarse a una idea que forma parte de lo esencial del credo cristiano. Lo que los fragmentos registran es una lucha por pensar una resurrección, no sólo libre del imaginario de la otra vida, sino fuera del esquema jurídico de la «teología sacrificial», del rescate, mediante el sacrificio de Cristo ante un Dios implacable, del pecado de la Humanidad. Ricoeur intenta pensar la confianza en Dios de otra manera, a través de la idea de Whitehead de la memoria de Dios: Dios se acuerda de cada existencia, que graba en él una especie de marca, que registra en él una diferencia. Esta memoria de Dios no se liga a la redención del pecado, sino a la justificación de la existencia; es el sentido de la existencia lo que es recapitulado, preservado y recuperado en ella. La categoría de sentido sirve así para eludir la de pecado.

«Un azar transformado en destino por una elección continuada: mi cristianismo». Con este intento de «definición» inicia Ricoeur la autoexplicación del significado de su condición de cristiano. Una condición que es, antes que nada, resultado del nacimiento y de la herencia cultural, pero, como no podía ser menos en quien se mueve en la tradición hermenéutica, ese reconocimiento no se transforma automáticamente en el relativismo de quien mira la diversidad de religiones desde fuera, como un panorama. Hay, desde luego un azar, una pura contingencia, que, sin embargo, visto desde dentro, es una situación irreemplazable, absoluta, que engendra una forma propia de convicción. La asunción de esa situación no consiste en una adhesión sin más, sino en un ensayo de explicación, en la elección, siempre mantenida, de dar cuenta, mediante argumentos plausibles, del contenido de la creencia inicial. Unir la crítica a la convicción es una exigencia inevitable de esa situación asumida y por eso la controversia, como señala agudamente Ricoeur, a diferencia de la mirada exterior que sólo compara, forma parte de la adhesión: la confrontación afecta siempre a la doctrina propia, que de manera esencial «se alimenta de lo que niega»; no puede, aunque lo intente, tener sólo sentido apologético o polémico. Justo en este momento de opción por la explicación argumentativa ve Ricoeur que el cristianismo exige precisamente la virtud que Nietzsche negaba a los cristianos: la honestidad intelectual. Honestidad para reconocer el contenido y los límites de la convicción, pero también el carácter probable de tantos argumentos «irrefutables».

En este punto se hace inevitable un ajuste de cuentas consigo mismo: ¿cómo se compaginan en una misma inteligencia filosofía y cristianismo? Pues la filosofía no puede partir de una fe previa ni se reduce a la honestidad autoexplicativa de la propia convicción. Es una reflexión autónoma sobre el mundo y la vida humana en él. Aunque Ricoeur no hace alusión a los inconvenientes que en su carrera intelectual ha supuesto esa doble condición, se escucha su eco en su afirmación básica «no soy un filósofo cristiano, como el rumor propaga en un sentido intencionadamente peyorativo, incluso discriminatorio». «Soy, de un lado, un filósofo sin más […] y, de otro, un cristiano de expresión filosófica». Aun comportando una cierta «situación esquizoide», no cabe duda de que Ricoeur se reconoce como filósofo de pleno derecho, sin menoscabo ni matización algunos por razón de su cristianismo; la autarquía que atribuye a la filosofía, en el fondo muy poco hermenéutica, hay que entenderla en esta clave de reivindicación de su trabajo filosófico. Y es de justicia reconocer que no registra huellas de otro motor que el afán de entender los fenómenos en que se ha volcado, aplicando para ello todos los medios de que disponía. Pero, sentada esta autonomía, el costado cristiano de su inteligencia le ha permitido a Ricoeur emplear con libertad, cuando lo ha creído útil, el simbolismo y el metaforismo de la tradición bíblica en la reflexión filosófica –hay que recordar su crítica al exclusivismo griego de Heidegger en la famosa reunión de Cerisy de 1955–, no temiendo utilizarlo como un elemento más junto al psicoanálisis o la lingüística estructural. A su vez, el cristiano de expresión filosófica («como Bach, un músico sin más y un cristiano de expresión musical») usa conscientemente de su cultura para su autocomprensión.

Es difícil enjuiciar en una crítica filosófica un libro como Vivant jusqu’à la mort. Ante todo porque el texto mismo no demanda de su lector una posición de ese tipo. Una sensación de injusticia, de inadecuación, incluso de frivolidad, le invade a uno cuando intenta jugar con él el juego de la filosofía, el juego de la crítica, de las razones y de los fundamentos. Sin ser en absoluto una confesión de intimidades, el escrito póstumo de Ricoeur envuelve sus lecturas, sus imágenes y sus argumentos en un peculiar halo, que invita a la reflexión silenciosa más que a la discusión en el ágora. Permítaseme un ejemplo de lo que quiero decir. La muestra quizá más llamativa del estoicismo de la renuncia que impregna la reflexión de Ricoeur es que incluso elementos clave de su pensamiento, como la distinción idem/ipse sobre la que se articula toda su teoría de la identidad narrativa, son también objeto, si no de una renuncia total, sí de una distancia casi cruel, ante el temor de que la ipseidad pueda ser un refugio secreto del imaginario de la otra vida. Para ello no vacila en llegar a la extrema paradoja de disociar el sujeto moral, sostenido durante la vida, de la perspectiva de la muerte: «Yo diría hoy: defensa filosófica del ipse para una ética de la responsabilidad y de la justicia. Renuncia al ipse para una preparación para la muerte». El filósofo lector inmediatamente piensa: pero, ¿cómo mantener el deseo de permanecer vivo hasta la muerte, si hay que renunciar a aquello en lo que ha consistido la tarea misma de la vida? ¿Cómo conciliamos vida y preparación para la muerte? Y una discusión sobre la consistencia teórica de la postura de Ricoeur se abre sin remedio. Pero no menos de inmediato comprendemos su extravagancia: esa paradoja que queremos solventar es la persona misma de Ricoeur, su esfuerzo final por entenderse y entender. Y ese esfuerzo sólo reclama respeto y reflexión.

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