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La memoria de un literato

Vivir para contarla

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

Mondadori, Barcelona, 592 págs.

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Se preguntaba Juan Gustavo Cobo Borda, tras la lectura de Vivir para contarla (2002): ¿cómo escribir memorias después de semejantes novelas? Cuando sus personajes, con toda la carga autobiográfica que puedan acarrear, se han vuelto seres de entre casa y parte de su propia familia para lectores del mundo entero, ¿cómo permitir que el célebre demiurgo Gabriel García Márquez vuelva a quitárnoslos y los reduzca a lo que son en verdad: su propia familia? Lo cierto es que las memorias de un escritor son sus obras, no su vida. Son las historias conocidas que vuelven de otra manera. En las primeras ha volcado la luz y la sombra, los huecos y las epifanías, el sueño y la razón, el olvido y el anhelo; en la segunda, por lo general, el escritor se convierte en escribano, notario de una agenda amalgamada de encuentros y recuerdos. Las biografías pueden ser fascinantes, pero sin el misterio de la creación literaria, mera agenda. La memoria es otra cosa. La del escritor retiene lo que sucedió y lo que tal vez sucediera.

De ahí la pregunta de Cobo Borda, porque toda la proverbial geografía humana de García Márquez retiene aquí la mirada del lector, le eleva sobre la niebla del tiempo y traza, en cada página, la cartografía secreta de una larga epifanía. Alguien que vive la literatura con más intensidad que la propia vida. García Márquez da la impresión de que no sólo ha vivido, sino que ha bebido también la pasión de ambas: vive la memoria, recrea la memoria, cuida la memoria hasta que en esos horizontes de penumbra en que se convierte el tiempo apenas una línea de sombra, alcance a distinguir los territorios. Lo vivido, lo soñado, lo creado. Ya lo había advertido Dasso Saldívar, el más rotundo biógrafo de García Márquez en El viaje a la semilla (1997), cuando señaló que las memorias son un género de ficción. La melancolía, sin nostalgia; el derrumbe del tiempo con ironía. Sólo Los pasos contados de Corpus Barga merece una mención, al menos como ejercicio semejante en la literatura española del siglo XX, y antes que los dos, la minuciosa memoria de Bernal Díaz del Castillo.

No hay escritor más cervantino en lengua española. Melancolía e ironía constituyen los dos perfiles sobre los que avanza, regresa, espera, vuelve Vivir para contarla. El comienzo, mítico y doméstico, como siempre en el escritor, es un rescate de la memoria. Pero no de la anécdota del viaje junto a la madre a Aracataca para vender la vieja casa familiar, sino de ruinas circulares que envuelven y recrean el viaje; la morosidad del relato, los círculos que surgen alrededor de cada mirada, las miradas hacia el interior de unas imágenes suspendidas tras los años que, de nuevo, surgen, se mueven, hablan, vagan por las estancias ocultas de lo que damos en llamar memoria. Un mundo que se pone en marcha, otra vez, movido por un olor: «Aprendí a apreciar el olfato, cuyo poder de evocaciones nostálgicas es arrasador» (pág. 117); un paisaje, una frase, una sombra, esa esquina rosada que habita en cada escritor hasta convertir la espuma de los días en piedra y mármol. Un rescate de la memoria en Gabriel García Márquez es un rescate del carácter desasosegador de la literatura, la perpetua orgía de una prosa, ya es hora de repetirlo, deslumbrante.

El viaje que da origen a este volumen se cumple cuando el escritor, 23 años, «ya había leído, traducidos y en ediciones prestadas, todos los libros que me habrían bastado para aprender la técnica de novelar» (pág. 10). El viaje de regreso hacia sí mismo, hacia ese aleph secreto que le haría remover todo lo oculto hasta el punto de que «aquel cándido paseo de sólo dos días iba a ser tan determinante» (pág. 11). Un sábado de febrero, víspera del Carnaval de 1952, hasta el primer viaje a Europa como periodista en julio de 1955, son las fechas en que se narra esta vida para contarla. Vendrán dos volúmenes más. Ya lo adelantó el propio escritor en marzo de 1998 cuando dio a la prensa el primer capítulo de estas memorias: «Mis memorias van a ser mi gran libro de ficción; van a ser al fin la novela que siempre quise escribir y que he estado buscando toda la vida». Su vida. Ahora se recuerda lo que alguna vez se recordó, lo que el hoy Nobel recuerda que recordó en aquel regreso. Ya lo sabía, todo «era algo irreparable que estaba ocurriendo para siempre en mi propia vida» (pág. 35). Si la memoria es una niebla que el tiempo, alegre, arbitrario, desenvuelve con antojadiza discreción, el «día en que fui con mi madre a vender la casa» será esa puerta en el muro por la que uno se adentra sin saber muy bien que rescatará de sí mismo en tan incierta navegación. Las historias, las que se vivieron, las que se recuerdan «eran ciertas de otro modo»: ¿cabe más cabal descripción de su propia obra literaria? Las cosas no son como son, sino como ese mismo narrador «las había construido piedra por piedra en mi imaginación».

De ahí que resulte tan atractivo para el lector de Vivir para contarla perderse en el laberinto infinito que se establece entre las novelas y narraciones del autor, y la memoria que evoca situaciones, hechos, personas y personajes. Un espejo que refleja un millón de ventanas: el coronel, Macondo –asistimos al descubrimiento de esta palabra por parte del memorialista García Márquez–, la abuela cándida y desalmada, los amores casi en los tiempos del cólera, las malas horas de las poblaciones pequeñas, tristes y ensimismadas. La historia interior y la crónica. Con García Márquez, con esta obra, la lengua española muestra una pureza de expresión contemporánea y cercana. Las metáforas recurrentes y precisas, los juegos verbales, las eufonías, los diversos registros que adquiere la lengua literaria puesta al servicio de una luenga evocación recreada en el instante mismo de su ficción memorialista. Una sintaxis que se alarga y se encoge, que fija, con morosidad, los pliegues de la vida en palabras.

Es una obra de sensaciones y ensueños. Por ejemplo, los muertos, cuánto del John Huston de Los muertos (Joyce) tiene la evocación de abuelos, tíos –esta obra es un homenaje descomunal a la familia, que serán todas las familias–, amigos perdidos para siempre –y seres anónimos hoy que, sin embargo, constituyen las piezas de ese caleidoscopio extraño que es la vida, tantos y tantos nombres en la biografía de cada gran escritor– evocados todos con la melancolía de quien sueña futuros días de gloria. La infancia y los comienzos del escritor son dos ejes simultáneos –¿no serán el mismo?-que inspiran y recorren esta obra singular (la Barranquilla del correo aéreo nacional –la Barranca de Sólo los ángeles tienen alas de Howard Hawks–). Asiste el lector, ya vencido por el poder apabullante de una prosa que se eleva hasta la perfección narrativa, a los avatares, a las industrias y andanzas de una vida americana del siglo XX . Si algún capítulo hubiera que destacar en el que la prosa, la emoción, la crónica, el desamparo de un tiempo y de un país quedarán marcados con el peso indeleble del tiempo, ése es el capítulo V, en el que se narra el 9 de abril de 1948, el bogotazo, el día en que se jodió Colombia, el día del asesinato de Jorge Eliácer Gaitán.

Y al lado de la crónica, los tan cervantinos toques de sinceridad hacia sí mismo, como reconoce ante la timidez, la ortografía, el inglés: «Nunca logré manejar la timidez. Cuando tuve que afrontar en carne viva la encomienda que nos dejó el padre errante, aprendí que la timidez es un fantasma invencible» (pág. 164). «Hoy mi problema sigue siendo el mismo: nunca pude entender por qué se admiten letras mudas o dos letras distintas con el mismo sonido, y tantas otras normas ociosas» (pág. 193). La realidad, ahora lo recuerda, es mejor que la nostalgia, pero también la ficción es mejor que la nostalgia. Y las conversaciones que todo lo atraviesan de historias que se intercalan, de vidas cruzadas en el tráfago fatal del tiempo, «y la vida se nos convirtió en un domingo el año entero» (pág. 288). Y la vida también, tras la lectura de esta obra, se convierte así en un domingo, largo y memorable.

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Ficha técnica

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