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Promesa y tragedia de Weimar

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Imagínense lo que sentiría un corresponsal de periódico asentado en Manhattan a quien su jefe le destinara de repente a Omaha, Nebraska. De modo tan expresivo explicaba el historiador Eric Hobsbawm lo que experimentó cuando regresó a Inglaterra después de pasar los años 1931 a 1933 en Berlín, justo antes del hundimiento de la República de Weimar.Y lo cierto es que durante los catorce años que mediaron entre la Constitución de 1919 y la toma del poder por los nazis, la Alemania derrotada en la guerra y vapuleada posteriormente por toda clase de crisis se convirtió en la capital cultural del mundo, en una atalaya desde la que el modernismo irradiaba a todo el planeta. No fue el único país donde se manifestó esa profunda revolución que iba a transformar la relación de las personas con la cultura y de ésta con el mercado. En Inglaterra, en Francia, en Estados Unidos, en Centroeuropa, la crítica de la tradición artística y cultural ya se había iniciado con anterioridad al estallido de la primera gran carnicería.Y en todos esos lugares, las décadas de los veinte y treinta ­los años de entreguerras- iban a señalar la explosión y el máximo apogeo de las vanguardias.

Lo que singularizaba el modernismo en Alemania frente al de las otras naciones es que allí se había perdido la guerra y que, por tanto, el espectacular florecimiento se produjo en medio de una crisis social, económica y política que convirtió al antiguo Reich de 1871 en un gigante enfermo. Un país en declive que, como caracterizó Oswald Spengler en La decadencia de Occidente, estaba ya inmerso en el invierno de su civilización. A estas alturas, y gracias a trabajos como París, 1919, seis meses que cambiaron el mundo, de Margaret MacMillan (Tusquets), ya conocemos con precisión los devastadores efectos que la brutal diplomacia de posguerra, con la satanización y culpabilización de Alemania, la constante humillación y rapiña del derrotado (como la invasión francesa del Ruhr) y la imposición de terribles reparaciones e indemnizaciones (que no se habrían terminado de pagar ¡hasta 1987!), tuvieron en los agitados años de Weimar y en su destrucción final.

El otro frente, mucho más letal, era interno. El primer intento de establecer una democracia liberal en Alemania tuvo que enfrentarse desde el principio con un nacionalismo irredento que hizo de la leyenda de la «puñalada en la espalda» (Dolchstoss) un eficaz ariete social. Para la derecha nostálgica del Káiser y el viejo Reich, los socialistas sin patria y los judíos sin principios morales habían sido no sólo los responsables de la derrota y los traidores negociadores de las humillantes condiciones de Versalles, sino, sobre todo, los artífices de una Constitución que consideraban «antialemana».

La débil y joven República tuvo que pechar con un déficit de legitimación ­desde la extrema derecha a los comunistas- que se reveló insuperable, y de cuyo desarrollo fueron a la vez causa y efecto el constante malestar social y político (que culminó en la creación de efímeras repúblicas soviéticas o el recurso al Putsch ultranacionalista), la hiperinflación galopante y pérdida del poder adquisitivo de amplias capas de la población (agravada tras el derrumbamiento de los mercados en 1929), la rampante violencia política, la pérdida de credibilidad de las instituciones democráticas, el endémico recurso al gobierno por decreto (un poder excepcional que el presidente Ebert utilizó en 136 ocasiones), la incapacidad de los demócratas para unirse frente al enemigo y, por último, el apoyo a la toma de poder de los nazis por parte del gran partido católico Zentrum (dirigido por Ludwig Kaas, asesor del Secretario de Estado vaticano Pacelli, futuro Pío XII), a cambio del plato de lentejas del Reichskonkordat.

Ese es el marco general en el que Eric D.Weitz sitúa, en su importante libro Weimar Germany, Promiseand Tragedy (Princeton University Press), la eclosión de un momento cultural único en Europa, cuando Berlín se convirtió en el punto de referencia de cuanto de renovador y original llegaba del resto del mundo. Que durante los años de Weimar los científicos alemanes cosecharan quince premios Nobel, que el expresionismo y la Neue Sachlichkeit («nueva objetividad») fecundaran el arte de vanguardia, que el cine alemán (con la UFA) brindara al mundo las obras maestras del expresionismo (El gabinete del doctor Galigari, Nosferatu, Metrópolis), que la arquitectura relegara el historicismo con nuevas fórmulas que tuvieran en cuenta el mundo del siglo XX (Mendelsohn, Gropius, Van der Rohe), que Brecht y Piscator dieran la vuelta al teatro burgués, que pensadores como Heidegger, o Carl Schmitt, o Max Weber, o los miembros de la llamada «Escuela de Fráncfort» pudieran desarrollar una obra pionera, que la literatura alemana (Thomas y Heinrich Mann, Döblin) retomara el aliento de grandezas pasadas, constituyen tan solo algunos de los hitos más conspicuos de aquellos «años dorados» que Ernst Bloch caracterizó como «época de Pericles».

Weitz insiste especialmente en la paradoja del esplendor perpetuamente en crisis de Weimar. Cierto que esos hitos se produjeron en un marco determinado por la excepcional atmósfera de búsqueda y experimentación que impregnaba tanto la alta como la baja cultura, y del que participaba un amplio sector de una sociedad urbana que, por cierto, disponía para informarse de nuevas tecnologías (la radio, convertida luego en temible instrumento de adoctrinamiento y propaganda) y más de siete mil periódicos de todo tipo y matiz. Pero, por otra parte, ese florecimiento cultural y social fue constantemente puesto en cuestión por quienes lo consideraban diabólica manifestación del espíritu disolvente antialemán. Para los partidos totalitarios que terminarían con la democracia y llevarían al mundo a la peor de las catástrofes, los judíos y los socialistas eran precisamente los suministradores de la odiada modernidad, los corruptores de la moral, los que conspiraban para debilitar Alemania antes de destruirla definitivamente.Y, puesto que la democracia, con su permisividad hacia los experimentos sociales y las nuevas formas de relación (la «nueva mujer», la revolución sexual, las alternativas a la familia, la puesta en cuestión del tabú homosexual), era la partera y el instrumento de la corrupción, se convirtió en el principal enemigo a abatir. Hitler lo logró en 1933.

Weitz termina su libro afirmando que, aunque la democracia es el suelo más fértil para el florecimiento de los debates y de la cultura, en Weimar cada debate se convirtió en una dramática cuestión de vida o muerte sobre cada aspecto de la existencia humana.Y que, cuando cada asunto debatido es contemplado por unos u otros como amenaza susceptible de destruir el mundo o la sociedad, cuando no existe un marco de creencias básicas que logre la lealtad de la mayoría de la gente, la democracia no puede durar mucho. Esa es una de las principales lecciones de Weimar.

 

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