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Viajes desde mi cama

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No siento ninguna clase de hostilidad hacia mesas o sillas, pero durante muchos años preferí leer y escribir en la cama. No recuerdo cómo adquirí ese hábito. Tal vez durante mi larga recuperación de una infausta operación de anginas, que se caracterizó por aparatosas hemorragias y una fiebre particularmente insidiosa. No he olvidado la traumática intervención. En los años sesenta, los médicos prescribían extirpar las amígdalas sin pensarlo demasiado. Después de varios catarros con muy mala leche, el pediatra decidió enviarme al quirófano. Consideraron innecesario anestesiarme. Entré por mi propio pie, con cara de terror. Mi padre pidió quedarse, pero le ordenaron marcharse. Con las mascarillas cubriendo la mitad de su rostro, el personal sanitario parecía un comando de alienígenas con unos ojos feroces y descomunales. Yo supliqué que no me operaran, pero un enfermero me sentó sobre sus rodillas y me inmovilizó con sus brazos, dos tentáculos despiadados y con una fuerza sobrehumana. Creo que lloriqueé y pataleé. Sólo tenía siete años. El cirujano atajó mi reacción de pánico con una sonora y contundente bofetada. Me quedé boquiabierto. Quizás era el objetivo, pues inmediatamente después me colocaron un aparato para mantener abiertas mis mandíbulas, que me hizo pensar en El Jabato y El capitán Trueno neutralizando las fauces de un cocodrilo con un trozo de rama. He de reconocer que en esos momentos sentí deseos de morder al equipo de cirugía. Una inyección en el paladar aturdió levemente la sensibilidad de mi lengua y mi garganta. Con una rapidez asombrosa, unas tenazas –ignoro su nombre técnico, indudablemente menos primitivo y sobrecogedor– extrajeron mis amígdalas y empecé a vomitar sangre, que recogieron en un barreño. Presumo que esta narración evoca las torturas de la serie de películas de Eli Roth y Scott Spiegel tituladas Hostel. Sólo he visto algunas secuencias y me han parecido deleznables. Mi experiencia es que un quirófano de la España de 1970 poseía la misma atmósfera espeluznante.

Salí de la sala de operaciones por mi propio pie, repitiendo con incredulidad: «Me han operado, me han operado». Tal vez en ese instante se gestó algo parecido a una rudimentaria oposición al mundo de los adultos, que por primera vez me pareció perverso y sombrío. Mi sedición interior se manifestó con una actitud semejante a la de Oskar Matzerath, el protagonista de El tambor de hojalata, la célebre novela de Günter Grass. Oscar se obstina en no crecer y yo me obstiné en no salir de la cama. El colegio de los Sagrados Corazones, donde estudiaba primaria, no contribuía a estimular mis deseos de recuperación. Situado en el centro de Madrid, el patio de recreo se parecía al patio de una cárcel y las aulas, con los retratos de Franco y José Antonio, no se diferenciaban demasiado de la nave de un barracón para prisioneros de guerra. Los guantazos y los capones que propinaban curas y maestros, rivalizando en ferocidad, nos recordaban permanentemente nuestra condición de galeotes, condenados a aprender a fuerza de palos. Sinceramente, no creo que les preocupara demasiado nuestra formación intelectual, pero sí nuestra educación sentimental. La prioridad de las aulas franquistas era sembrar el miedo y la humillación en sucesivas generaciones. No creo que nadie con un mínimo de sensibilidad pueda reprocharme mi propósito de no abandonar mi cama. Mis padres alimentaron esa tendencia colocando en el cabecero una radio, donde escuchaba Vuelo 605, el mítico programa de Ángel Álvarez, que pinchaba pop, country, folk, jazz. Con su voz grave y hechizante, Álvarez introdujo en el mercado español a Jim Morrison, Bob Dylan, Pete Seeger, el sonido Nashville, las canciones de los Beatles y, ya en los ochenta, a los Dire Straits, cuando su primer elepé había pasado inadvertido incluso en Reino Unido. Con siete años no advertía la novedad que representaba esa música, pero me gustaba infinitamente más que la canción ligera española, francesa, italiana o latinoamericana, hasta entonces el sonido hegemónico en las ondas de radio de nuestro país.

Durante esa época, me aficioné a Las aventuras de Tocón, una colección de doce novelas que situaban a su protagonista –un adolescente pelirrojo– en distintos escenarios históricos. Su autor era el italiano Aldo Berti (en realidad, Antonio Fossati), que combinaba la voluntad didáctica con unas innegables dotes para entretener y apasionar. Conservo un recuerdo difuso –pero emocionado– de las peripecias de Tocón en las Termópilas y en los Alpes, acompañando a Aníbal. No quiero dejar de mencionar la recreación de la batalla de Waterloo o las conquistas de Gengis Kan. Creo que aprendí más en esas novelas que en los tediosos libros de texto, masacrados por una censura implacable y dictados por una pedantería escolástica. Durante mi convalecencia, leí una versión infantil del Quijote y las joyas literarias de la editorial Bruguera, que combinaban tebeo y texto para recrear a los grandes clásicos. Me impresionó especialmente la adaptación de El señor de Ballantrae, la deslumbrante novela de Stevenson, con su carga de odio cainita y su aire de fatalidad. Por entonces, no sabía qué era el destino ni qué papel desempeñaba, pero advertí vagamente que el ser humano no labra el tiempo, sino que soporta su discurrir, con su caudal de hechos inesperados. Una de las vivencias más intensas de esos días consistió en ver por primera vez King Kong. Me refiero a la versión de 1933, dirigida por Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack, con la bellísima Fay Wray. La historia me fascinó. No aprecié su vertiente romántica ni el carácter algo tosco del gigantesco gorila, compuesto con un esqueleto de acero, relleno de algodón y cubierto de látex, que imprimía cierta elasticidad a los movimientos. No sabía que el pelo se había fabricado con piel de oso, ni que se habían utilizado miniaturas para algunas escenas. Todo me pareció intensamente real y levemente perturbador. No he olvidado la frase final ante el cadáver del desdichado gorila, abatido por una escuadrilla de aviones desde lo alto del Empire State Building: «Lo mató la belleza».

Intenté demorar mi regreso a las aulas, pero el termómetro, frío e indiferente como un guardia urbano, desmintió mis quejas, enviándome de nuevo a mi pupitre. Las semanas de convalecencia me acostumbraron a leer, estudiar, escuchar música y ver películas en la cama. A los diecisiete años, cuando leía con fervor a Oscar Wilde y Valle-Inclán, descubrí que el autor de Tirano Banderas escribía en la cama. De hecho, según la biografía de Ramón Gómez de la Serna, se pasaba muchas horas tumbado, protegiéndose del frío con las escasas prendas de su paupérrimo guardarropa. En una entrevista, el escritor gallego se comparaba con los senadores romanos, que pasaban la mayor parte de su tiempo en posición horizontal, disfrutando de los placeres carnales, gastronómicos y estéticos, sin que esa costumbre estorbara a sus obligaciones políticas. Cuando leí Eloísa está debajo de un almendro, de Enrique Jardiel Poncela, me sentí plenamente identificado con Edgardo, el personaje que lleva veintiún años sin levantarse de la cama a consecuencia de un desengaño amoroso. Escribí mis primeros textos –afortunadamente perdidos– en la cama, pero hoy en día suelo utilizar una mesa y una silla ergonómica, que alivia mis dolores de espalda. Creo que es un síntoma de vejez. Sin embargo, conservo cierta ilusión infantil y a veces pienso que es posible viajar desde la cama, como hacía Edgardo en el primer acto de la comedia de Poncela. Su criado Fermín sostenía la ficción, anunciando las estaciones que jalonaban un imaginario viaje a San Sebastián. Sé que nunca sucederá, pero muchas noches me deslizo entre las sábanas, fantaseando con que mi cama se transforma y empieza a caminar entre los edificios, gracias a unas patas enormes y flexibles. Es lo que sucedía en Little Nemo, el cómic de Winsor McCay, protagonizado por un niño –Nemo– que cada noche viajaba a Slumberland, el País de los Sueños, un escenario mágico con dragones amistosos, setas gigantes y caballos voladores. Desgraciadamente, la impertinente y prosaica realidad se empeña en defraudarme, revelándome que la infancia es un estado de gracia y la madurez, una áspera rutina.

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Ficha técnica

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