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Ventisca

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La montaña que habían escogido para subir hasta la cima apenas superaba los mil quinientos metros y su ruta no ofrecía muchas dificultades. Habían leído en los partes meteorológicos que bajarían las temperaturas y quizás caerían algunos copos de nieve, pero aparentemente no había riesgo de que su excursión se convirtiera en algo peligroso. Solo había que abrigarse bien y llevar el equipo adecuado. Madrugaron mucho para comenzar su escalada a una hora temprana y poder realizar el descenso antes de que anocheciera. Julián subía a buen ritmo, pese a sus setenta años. Poseía la determinación de los hombres menudos, que afrontan el esfuerzo físico con estoicismo, evitando exteriorizar su fatiga, pues detestan transmitir una imagen de debilidad. El padre Bosco avanzaba más despacio. Su metro noventa y su sobrepeso le hacían jadear y retrasarse a menudo. No era orgulloso y no le importaba suplicar paradas cada cierto tiempo. Julián se reía y buscaba un lugar cómodo donde descansar. Abrían las mochilas, sacaban algo de comida, bebían, charlaban unos minutos y reemprendían la marcha. El cielo, azul pastel al comenzar la subida, había transitado hacia un inquietante color ceniza. Cada vez hacía más frío. Unas nubes con aspecto de moles de hollín se movían lentamente por el cielo.

El sacerdote se detuvo, apoyando las manos en los muslos. Jadeando, pidió un nuevo descanso. La cima se encontraba muy cerca, pero le dolía la espalda y tenía la sensación de que se le habían hinchado las rodillas.

-¿Por qué no nos sentamos en esa piedra y comemos algo de queso? –sugirió con una sonrisa fatigada-. El cheddar que hemos traído es exquisito y podemos abrir una lata de cerveza.
-Está bien –contestó Julián-, pero no podemos entretenernos, si no queremos que la noche nos caiga encima.
-Solo unos instantes. La espalda me está matando.

Arrojaron a un lado las gruesas ramas que utilizaban como bastones y se sentaron en una roca que sobresalía ligeramente, como si fuera un balcón o un mirador. Los árboles se alineaban a sus pies como lanzas o surtidores, apuntando a un cielo cada vez más ceniciento. Un arroyo bajaba hacia el valle serpenteando lentamente. A lo lejos, despuntaban los techos grises de las casas de pizarra. Parecían dólmenes de una vieja cultura pagana que habían sobrevivido a los cambios geográficos y urbanísticos. Dos águilas planeaban majestuosamente, buscando presas.

-¿Verdaderamente cree que esto es obra de Dios? –preguntó Julián-. ¿No le parece que la Naturaleza se basta a sí misma y no necesita ningún creador?
-Ya apareció el filósofo libertino.
-Anarquista, querrá decir.
-No, libertino, pues habla como un librepensador.
-No escurra el bulto con evasivas. ¿No tiene respuesta para mi pregunta?
-Claro que sí. Dios está en la Naturaleza y nosotros, que formamos parte de ella, participamos de la vida de Dios. El mundo es una totalidad, incluido el tiempo, que muchos confunden con una mera sucesión.
-Habla como un escolástico.
-Y se nota que usted ha leído mucho.
-En la cárcel no había otra cosa que hacer. Ya tenía el vicio, pero ahí se enquistó. Por cierto, acláreme lo que quiere decir.
-No pienso que Dios esté fuera del mundo, sino enredado en él. Es una fuerza creadora, no un artífice. Es el fondo último del que procede todo y la culminación de todos los procesos. Alfa y Omega. Está aquí mismo. No como un amigo invisible, sino como un foco que irradia vida, esperanza, belleza.
-¿Quiere decir que es inmanente y no trascendente?
-Inmanente y trascendente, pero la trascendencia no es ese otro mundo del que hablaba Platón y que ha confundido a muchos cristianos, sino esa vida que ya estamos experimentando y que forma parte de un infinito que solo logramos intuir.
-Y la muerte, ¿qué me dice de la muerte? ¿Verdaderamente cree que resucitamos?
-Los cadáveres no se levantan y comienzan a caminar. Eso es ridículo. Perduramos en la memoria de Dios. Todo lo que ha existido ocupa un lugar en la eternidad. Eso es todo.
-¿Sabe lo que creo? –preguntó Julián.
-Dígame.
-Que en la Edad Media le habrían quemado por hereje.
-Puede ser. ¿Acaso no quemaron a Juana de Arco? No creo merecer ese honor. Solo soy un cura de pueblo. ¿Seguimos?
-¿Ya se ha recuperado? Pues adelante.

Apenas habían avanzado unos metros cuando empezó a soplar un viento blanco y helado. Los dos se estremecieron de frío. Con los huesos ateridos, Julián exclamó:

-Esto no me gusta nada. Es una ventisca. Si continúa así, dentro de unos minutos habremos perdido la visibilidad.
-¿Qué podemos hacer? –preguntó el sacerdote-. Estamos muy cerca de la cima.
-Olvídese de la cima. Hay que bajar y deprisa, pero con cuidado. Sería fatal que nos rompiéramos una pierna. Pasar la noche aquí podría costarnos la vida.

El padre Bosco suspiró. Había fantaseado con el panorama que podría contemplar desde la cumbre. No le agradaba dejar las cosas a medias, especialmente cuando se hallaba cerca del final, pero sabía que Julián tenía razón.

-Bajemos –dijo-. Si anochece, será peligroso.

Descendieron con cuidado, apoyándose en las ramas que les afianzaban en el suelo. El padre Bosco recordó sus años de boxeador aficionado. Por entonces, el tiempo parecía no existir. Joven y con una enorme fuerza física, soportaba los asaltos sin mostrar signos de fatiga. No era muy rápido, pero aguantaba bastante bien el dolor y casi siempre lograba desanimar a sus rivales, que se deshinchaban con el paso de los minutos, sorprendidos de su resistencia. Parecía que el tiempo nunca pasaría, que la juventud duraría siempre, que jamás llegarían los achaques de la edad. Ahora, con sesenta años, ya había sufrido una angina de pecho y su espalda no dejaba de atormentarlo. Julián parecía encontrarse en mejor forma física. No dejaba de mirar hacia atrás, comprobando que lo seguía. El viento soplaba cada vez con más fuerza y la nieve se pegaba a la frente, los ojos, las mejillas, convirtiéndose en finísimas agujas. Julián volvió la cabeza una vez más para no perder de vista a su amigo y cuando miró al frente de nuevo, pisó en el lugar equivocado. Una piedra cubierta de nieve provocó que resbalara y cayera de mala manera. Lanzó un grito de dolor y se quedó inmóvil en el suelo, con una pierna doblada de forma antinatural. El sacerdote acudió a ayudarle y también se cayó, pero la suerte evitó que se lesionara. No sin esfuerzo se levantó y se acercó a Julián, que dijo gimiendo:

-Creo que me he roto la pierna. Siga sin mí.
-No diga tonterías.
-Póngame cerca de una roca y abrígueme. Después, busque ayuda.
-Se congelaría.
-¿Y qué piensa hacer?
-Cargarle a mis espaldas y bajar. Peso treinta kilos más que usted. Puedo soportar el peso.
-Nos caeremos los dos.
-Iré con cuidado.
-Inmovilíceme la pierna.
-¿Cómo?
-En la mochila llevo una cuerda y busque dos ramas.

El sacerdote se alejó unos metros, buscando algo que le sirviera. Al principio, no encontró nada, pero se topó con un arbusto y dobló sus ramas hasta romperlas.

-Esto es lo que he encontrado –dijo con inseguridad, preguntándose si valdrían para inmovilizar la pierna.
-No tenemos tiempo de buscar algo mejor. Adelante.

Julián aguantó con entereza la manipulación, pero no pudo reprimir algún grito. El dolor le hizo recordar los interrogatorios en comisaría, cuando le golpeaban con guías telefónicas o le propinaban patadas en las costillas. Cuando el padre Bosco acabó, alzó a Julián, que no pudo contener un aullido, y lo colocó sobre sus espaldas. Pensó en san Cristóbal, sosteniendo el peso de un niño para cruzar un río, sin sospechar que se trataba de Cristo. No tenían que cruzar un río, sino bajar una montaña y no sabía si sería capaz de hacerlo. Los primeros metros fueron relativamente sencillos, pero enseguida se agudizó el dolor de espalda y las rodillas comenzaron a arderle, como si un puñado de alfileres incandescentes escarbara en su interior. Si caían los dos, nadie acudiría a rescatarlos, pues no había adoptado la precaución de informar sobre su excursión. Habían hablado de ella en el bar de Martín, pero quién sabe si les había escuchado alguien. Yolanda, la guardia civil, les había repetido mil veces que no debían salir al campo sin avisar a algún familiar o conocido y que a su edad no convenía lanzarse solos a la aventura. También les había recomendado que llevaran sus móviles, pero los dos los odiaban y, en un alarde de irresponsabilidad, habían decidido dejarlos en casa, con la alegría del ciudadano honrado que comete una pequeña infracción, como cruzar una calle por el lugar indebido o poner la música demasiado alta.

Julián gemía de dolor. Su pierna no había sido correctamente inmovilizada y a veces se desplazaba, causándole un enorme sufrimiento. La ventisca rugía, azotándoles por todo el cuerpo. La visibilidad era escasa y la temperatura bajaba a ritmo vertiginoso. El sacerdote no podía evitar que la mandíbula se moviera enloquecida, provocando que los dientes entrechocaran con violencia. Sorteó una roca de una zancada, evitando pisar su superficie resbaladiza, pero ese gesto lo desequilibró y rodó por el suelo con Julián, que gritó como un animal atrapado en un cepo. El padre Bosco intentó levantarse, pero uno de los tobillos no le sostenía. El dolor insinuaba un esguince o una fractura. Miró hacia adelante y descubrió que solo les separaban unos doscientos metros de la carretera. Apoyado en una sola pierna, arrastró a Julián como pudo. Su amigo lanzaba quejidos desgarradores, pero no podía hacer otra cosa. Por fin llegaron a la carretera y el sacerdote se desplomó, incapaz de soportar el dolor.

-Solo nos queda esperar que pase un coche y nos vea –dijo, jadeando.
-¿Cree que se pararán?
-Si no lo hacen, cometerán un delito.
-¿Sigue pensando que Dios está aquí, irradiando belleza? ¿No le parece que esta ventisca es una putada?
-Dios no es el hombre del tiempo. No tienen un mando a distancia para controlar el clima.
-Ya me explicará eso con más calma. De momento, vigile la carretera. No quiero que muramos aquí, congelados como dos pajaritos.

El sacerdote se levantó y escrutó la carretera, pero no aguantó mucho tiempo a la pata coja. Al cabo de pocos minutos, se sentó y apretó los dientes, intentando frenar su frenética percusión. Parecían ruedas de molino, triturando grano. Una luz azul emergió de la ventisca, despidiendo destellos. A los pocos segundos, un jeep de la Guardia Civil se detuvo junto a ellos y Yolanda bajó con una linterna:

-¡Madre mía! ¿Qué les ha pasado?

Con ayuda de Juan Antonio, su compañero, subieron a los heridos al coche. Mientras los acomodaban, ambos mascullaron expresiones de dolor. Ya en el camino de vuelta a Algar de las Peñas, el padre Bosco preguntó cómo los habían encontrado:

-La ventisca ha llegado de forma inesperada -respondió Yolanda, que conducía entre los copos de nieve y el viento helado con los brazos firmemente afianzados en el volante-. Nos ordenaron que rastreáramos la zona, buscando a personas en apuros. Ustedes no son los primeros. Hace unas horas, rescatamos a una familia con niños y un perro. ¿Cómo es que no llevaban los móviles? Nos podrían haber avisado.
-Queríamos desconectarnos de todo –dijo Julián-. Disfrutar de la naturaleza sin chismes.
-Así es –dijo el cura.
-Parecen niños –comentó Yolanda-. Esas locuras son impropias de hombres de su edad. Espero que hayan aprendido la lección.
-No sé si hemos aprendido algo –respondió Julián-. Ahí arriba hemos hablado de Dios y la naturaleza.
Yolanda arqueó las cejas, sorprendida, y preguntó:
-¿Y han llegado a alguna conclusión?
-Que es preferible hablar de estas cosas en el bar de Martín –contestó el padre Bosco-, con un café caliente y mirando caer la nieve desde la ventana.
-Una conclusión muy filosófica –ironizó Yolanda.

El jeep continuó abriéndose paso entre la ventisca. Su luz azulada evocaba la luz de esos faros que guían a los barcos perdidos, indicándoles el camino de vuelta a casa. El padre Bosco se sentía feliz, pues –al igual que san Cristóbal- había logrado llegar a su destino con su amigo sobre las espaldas.

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