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Tal como (no) éramos

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La generación nacida durante la explosión demográfica posterior a la Segunda Guerra Mundial (1945-1965), que en España se anticipó en cinco años (1940-1960) por mor de la Guerra Civil, habrá prácticamente desaparecido entre 2030 y 2040. Esa generación, a la que en Estados Unidos bautizaron como la de los boomers, es la mía. Sugar Kowalski tenía razón: haber cumplido los setenta y cinco, que son tres cuartos de siglo, le hace a uno pensar.

Con anterioridad a nuestra aparición, bien por muertes militares, bien por pérdidas civiles durante la Segunda Guerra Mundial, el número estimado de víctimas estuvo entre cincuenta y ochenta millones; poco antes, los tres años de la Guerra Civil en España causaron en torno a cuatrocientas mil muertes prematuras, seguidas de otras treinta mil más durante la represión posterior a la victoria del franquismo.

Tanto suceso apocalíptico destrozó las vidas de otros muchos millones y arruinó a la mayoría de las sociedades beligerantes. Había que compensar esos resultados deletéreos, y a esa tarea se entregaron con aplicación los supervivientes de la generación anterior. Entre 1940 y 1960, la población de España aumentó en cinco millones. En 1949, la tasa de natalidad británica era un 11% superior a la de 1937 y en Francia llegaba a un nunca visto 33%. En Estados Unidos donde los boomers han sido objeto de un seguimiento pormenorizado por parte de demógrafos, sociólogos y especialistas en mercadeo, entre 1946 y 1964 nacieron 76 millones de nuevos ciudadanos. El impulso demográfico alcanzó a todas las sociedades que habían participado en las contiendas. La entonces Unión Soviética registró 52 millones de nacimientos durante los mismos años; la población total de Japón pasó de 72 millones a 98, y en China –donde, al contrario que en España, la guerra civil postergó el inicio del boom– de 582 millones en 1953 a 695 en 1964.

Un rasgo común en la vida de los boomers ha sido la estabilidad, aunque no fuera plácida para todos ni por doquier. La población china experimentó un bajón de treinta millones de resultas del Gran Salto Adelante. En Estados Unidos, la leva militar generó una oposición combativa a la intervención en Vietnam y en el Sudeste asiático. En España, nuestros primeros treinta años de vida trascurrieron bajo una dictadura odiosa, pero hasta la muerte de Franco la mayoría de la población la aceptó entre la resignación y el fervor. La oposición activa no llegó a más de unas pocas decenas de miles de personas. Tras el final del régimen, algunas luminarias se absolvieron de su pasividad invocando un exilio interior que decían haber sufrido, pero que no les había impedido escalar las codiciadas cumbres de la burocracia franquista, del profesorado universitario o de la banca. Curioso exilio. Hace ahora cincuenta años, los franceses, por su parte, se dedicaron a buscar la playa –que resultó ser lo que en verdad les interesaba– bajo los adoquines del empedrado parisiense de los que se servían para plantar cara a los gendarmes. Y, en Praga, también en 1968, intentaron anticipar la primavera con escasa fortuna.

Pero, en conjunto, la estabilidad no ha dejado de marcar nuestra vida de boomers. Si «el detonante del milagro económico europeo y de la renovación social y cultural que le fue a la zaga fue el aumento rápido y sostenido de la población de Europa» (Tony Judt), hemos sido, ante todo, los boomers sus más inmediatos y mayores beneficiarios. La expansión del Estado de Bienestar ha acompañado nuestros días desde la cuna y ha hecho nuestra vida más fácil que la de nuestros padres. El nuestro ha sido también un mundo internacional estable. Paradójicamente, desde 1946 hasta 1989 el terror nuclear nos permitió una vida sin excesivos sobresaltos en medio de la Guerra Fría. Su final –la implosión del imperio soviético, con la liberación de los países del Este de Europa y la aparición de nuevos Estados independientes en el Cáucaso y en Asia Central– llevó a algunos optimistas siempre mal informados a verse en los albores del final de la Historia –mayúscula obligatoria–, que traducían como un abrazo universal a los mercados, al libre comercio y a la democracia liberal bajo la benévola hegemonía de Estados Unidos.

El final de esa historia –ahora, sí, con minúscula– llegó pronto: en la fecha convencional del 11 de septiembre de 2001 y en Manhattan, el corazón de la hiperpotencia, que le decían en Francia. Desde entonces, nuestro mundo y el de las generaciones que nos siguen ha perdido la pátina de estabilidad que ingenuamente presumíamos imperecedera. Hemos dejado de ser tal como éramos y el giroscopio señala la entrada en una zona de turbulencias cuya intensidad y duración se antojan imprevisibles.

Ante todo, hemos dejado atrás el mundo bipolar de la Guerra Fría y el hegemonismo estadounidense posterior. La nueva geopolítica se anuncia multipolar en la aspiración de la China de Xi Jinping a convertirse, más antes que después, en alternativa global ?económica y política? a Estados Unidos. En ese impulso coincide por ahora con los intereses de una Rusia demediada, ansiosa de personificar nuevamente a todas las Rusias, es decir, de recomponer su antiguo imperio –zarista o estalinista, pero imperio al fin– del que se cree arteramente desposeída. Por su parte, Estados Unidos, pese a las diferencias retóricas entre Barack Obama y Donald Trump, ha entrado en una etapa de hibernación que sus tradicionales aliados interpretan como una vuelta a la variación jeffersoniana de su política internacional: un ensimismamiento falto de interés por lo que suceda allende sus fronteras y su área de influencia inmediata. Ese reticente neoaislacionismo no sólo da alas a China y a Rusia, sino que anima a otras potencias regionales como Irán a optimizar su presencia en Oriente Medio y sume a sus tradicionales aliados en la duda de si, llegado el caso, Estados Unidos cumplirá sus compromisos en el Báltico, en la península coreana, en Taiwán, en el mar del Sur de la China o en Siria. La falta de firmeza del presidente Obama ante la ocupación rusa de Crimea no fue precisamente una señal alentadora. Más en general, el equilibrio de poder en coyunturas multipolares similares ha sido profundamente inestable. Baste recordar los conflictos en la Europa prewestfaliana, las guerras napoleónicas o las dos contiendas mundiales del siglo pasado.

A este paisaje sombrío se le añaden dos cargas de profundidad. Ante todo, la sociedad industrial estable que hemos conocido durante la segunda parte del siglo XX se desmorona con rapidez sin que lo que pueda suplantarla haya cobrado aún un perfil definido. En su etapa de madurez, esa sociedad industrial consiguió logros fenomenales: «La gente corriente ha podido disfrutar de un bienestar y una seguridad que hubieran resultado inconcebibles en la corte de Luis XIV. Automóviles, radios, aspiradoras, televisiones y demás trasformaron la vida material tanto de las masas como de las elites», recordaba hace días Walter Russell Mead. Y el Estado del Bienestar puso a nuestro alcance valiosos bienes públicos como Seguridad Social, asistencia sanitaria y educación secundaria obligatoria y gratuita, amén de muchos otros recursos que los gobernantes iban aumentando a medida que sus electorados los reclamaban. Hoy, sin embargo, una demografía adversa y una creciente crisis fiscal imponen límites a ulteriores episodios de gasto y exigen recortes importantes de esos logros. Más aún, el impacto de las cadenas de valor ha desplazado el trabajo físico hacia Asia, justamente allí donde vive la mitad de la humanidad y su coste es más reducido por comparación con el de los trabajadores industriales de los países desarrollados, donde resulta cada vez más difícil para un contingente considerable de la población encontrar aquellos buenos trabajos que permitían vivir con holgura. Trabajar para el mismo empleador durante toda la vida, como lo han hecho muchos de los boomers, se ha convertido en una opción obsoleta.

Pero no es sólo que la globalización haya puesto en riesgo la estabilidad de las sociedades industriales. El acelerón tecnológico en campos como las finanzas, la biología y la comunicación, que suele resumirse bajo el epígrafe de inteligencia artificial o revolución informática, va a acentuar aún más la inestabilidad creciente de nuestras vidas. En Estados Unidos, que sigue marcando la ruta de los avances tecnológicos, menos del 2% de la población trabaja en la agricultura, una ocupación creada hace diez mil años por la revolución neolítica, y los obreros de la industria que, según Marx, estaban llamados a convertirse en la clase universal, hoy representan sólo un 8%. Cuatro de cada cinco trabajadores estadounidenses producen servicios. Muchos de ellos, especialmente los que ejecutan tareas rutinarias y repetitivas que pueden ser desempeñadas por bots, están llamados a buscarse la vida de otra manera.

Esta nueva etapa económica y cultural ha creado ya y seguirá creando fuertes tensiones, de la misma manera que tuvieron que soportarlas las sociedades tradicionales en su tránsito a la industrial. Ajustes institucionales, desplazamiento de actores obsolescentes, nuevas fuentes de riqueza y de desigualdad, aumento del trabajo a tiempo parcial, rasgos complejos todos ellos de la nueva economía, necesitarán acomodar a su paso a sectores de actividad tan importantes como la sanidad, la educación y el ocio, y exigirán la aparición de nuevas formas de organización cultural y política. No va a ser una transición sencilla. Como resume Russell Mead, «los ciudadanos del mundo actual tienen ante sí la misma incómoda coyuntura que consumió a la generación de la posguerra: enfrentarse a problemas cuyos orígenes no acaban de comprenderse cabalmente y cuyas soluciones requieren una arquitectura intelectual y política todavía inexistente».

Contribuir en la medida de mis limitadas capacidades a ese debate que hoy ocupa a los escritores que más me interesan es la tarea que me propongo con este Giroscopio que hoy empieza.

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Ficha técnica

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