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La mutación de la democracia liberal (III)

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¿Está mutando la democracia liberal? Y de ser así, ¿en qué se está convirtiendo? Decíamos que la pregunta sobre la crisis de la democracia se repite hoy con preocupación en los mentideros periodísticos y académicos, apreciándose un mayor énfasis en aquellos países que se perciben a sí mismos como más polarizados o fragmentados. La ansiedad es común; los acentos, particulares. Y no es casualidad que buena parte de esa inquietud tenga su origen en Estados Unidos después de la victoria de Donald Trump, algo de lo que, como se ha señalado aquí en alguna ocasión, es conveniente precaverse distinguiendo entre lo que nos disgusta en el plano ideológico y lo que amenaza la integridad o supervivencia de la forma política democrática. En una elección presidencial directa, al fin y al cabo, hay ya mucho de populista; más preocupante es el abuso del referéndum en una democracia parlamentaria. Hecha esta cautela, que es también una defensa del matiz, lo cierto es que el mismísimo Francis Fukuyama alertaba hace unos días del malestar con la democracia que caracteriza nuestra época; sin que podamos averiguar fácilmente si los años 60 y 70 del siglo pasado, décadas de contracultura y terrorismo, conocieron un malestar mayor o solo de diferente tipo. Es natural, por lo demás, que nos preocupe lo que sucede aquí y ahora: lo que nos pasa a nosotros.

Lo que sostiene Fukuyama en ese artículo se parece a lo que veníamos diciendo en esta serie: que la democracia que se ve amenazada hoy es la democracia liberal y que son los elementos liberales de la misma, en particular, los que mayor riesgo corren. O sea: el imperio de la ley, la separación de poderes, la limitación del poder. Fukuyama entiende el liberalismo clásico como lo hacía Rawls, esto es, como una solución institucional al problema de la diversidad. Dicho de otro modo, el liberalismo clásico sería «un sistema para la gestión pacífica de la diversidad en las sociedades pluralistas». Fukuyama introduce —volveremos a ello— el problema del descontento socioeconómico generado en las últimas décadas, aunque agudizado hasta el paroxismo con la Gran Recesión, como obstáculo mayor para esa gestión pacífica: como una precondición que hubiera dejado de cumplirse. Es interesante que lo haga, sobre todo, en referencia a Estados Unidos; recordemos que Hannah Arendt había singularizado la revolución norteamericana —frente a la francesa y la rusa— como aquella en la que el problema social apenas tenía relevancia, ya que lo que tenían enfrente los ciudadanos de la nueva república era una land of plenty que ofrecía toda clase de promesas materiales, siempre con la excepción que privaba a aborígenes y esclavos del reparto (un detalle que Arendt pasó por alto).

Pues bien, el empeño de Rawls está en que los miembros de las sociedades liberales se hagan conscientes de la necesidad de encontrar un marco justo para la convivencia pacífica y democrática, de tal forma que el acuerdo correspondiente tenga un contenido moral y no sea el simple producto del equilibrio de fuerzas en un determinado momento histórico: que el socialista y el conservador lleguen a creer que es bueno convivir, en lugar de resignarse a aceptar que es inevitable hacerlo porque ninguno puede hacer desaparecer al otro. ¡No es poco! Solo de ese modo puede cobrar forma una «sociedad bien ordenada», concepto que hoy nos parece poco menos que una utopía bienintencionada a la vista del desorden que parece reinar. Bien es cierto que lo que Rawls nos plantea, a la manera kantiana, es un ideal regulativo al que ir aproximándonos. El problema es que son muchos ya los actores políticos y las corrientes ideológicas que parecen haber perdido el interés —si alguna vez realmente lo tuvieron— por alcanzar ese destino.

De eso mismo trata el célebre «consenso por superposición» que Rawls aspira a construir, reuniendo el acuerdo mínimo necesario entre las distintas doctrinas comprensivas que coexisten y, a menudo, compiten entre sí dentro de una misma sociedad.  Su definición de la legitimidad del régimen liberal es la siguiente:

«el ejercicio de poder político es apropiado y por tanto justificable solo cuando es ejercido de acuerdo con una constitución cuyos aspectos esenciales pueda esperarse razonablemente que sean apoyados por todos los ciudadanos, a la luz de principios e ideas que ellos puedan aceptar como razonables y racionales».

Esos aspectos esenciales son los que constituyen el consenso por superposición: aquel al que van sumándose ciudadanos y grupos que se adhieren a distintas doctrinas comprensivas. Este ideal puede realizarse cuando los ciudadanos se ponen de acuerdo sobre un conjunto de principios  que dan forma a una concepción política de la justicia; o sea, una que no es metafísica, ni religiosa, ni ideológica. Cada uno interpretará estos principios desde la perspectiva de su doctrina comprensiva, siendo por ello el resultado un consenso por superposición: nos ponemos de acuerdo en aquello acerca de lo cual podemos estar de acuerdo. Pensemos en los derechos fundamentales, la independencia judicial o algún criterio de redistribución de la riqueza que pueda concitar el acuerdo general. En ningún sitio dice Rawls que este consenso sea fácil de alcanzar; lo que reclama es que exista la disposición moral a perseguirlo. Y, como hemos señalado, quiere que estemos convencidos de que eso es lo correcto; que nadie tiene del todo la razón y hemos de abandonar la pretensión de convertir nuestra cosmovisión en la cosmovisión dominante. Se trata de que discutamos políticamente y no metafísicamente, lo que supone que hemos de buscar el acuerdo dejando fuera de la discusión los valores nucleares a los que no estamos dispuestos a renunciar. Es como un juicio donde no todo vale como prueba: lo que no pasa el criterio de la aceptabilidad debe quedar fuera. El problema es que Rawls está pensando, sobre todo, en argumentos religiosos; no queda claro qué deba hacerse cuando los argumentos ideológicos son defendidos religiosamente.

Pues bien, si observamos lo que está sucediendo en muchas —no todas— democracias liberales contemporáneas, podemos concluir que la voluntad de alcanzar ese consenso solapado se ha debilitado considerablemente en la última década. O sea: estamos más lejos que nunca del acuerdo moral sobre las bases de la convivencia. Abundan las doctrinas comprensivas que se comportan como religiones de salvación y aspiran a la homogeneización del cuerpo social, exigiendo a los demás que vivan de acuerdo con sus postulados o tratando de que el Estado los imponga de manera hegemónica en su nombre. Esto quiere decir dos cosas: una, que se ha perdido —si se tuvo— la convicción moral de que ninguna ideología debe definir al conjunto de la sociedad, porque no sería justo que así fuese; otra, que se abandona incluso la cautela de que no se puede lograr esa victoria. Así operan el populismo, el nacionalismo, los social justice warriors de la izquierda autoritaria y los ultraconservadores nativistas. Tiene sentido preguntarse si, como en el famoso poema de Yeats, el centro aguantará ante semejante embestida.

Este crecimiento de la intolerancia mutua entre las distintas doctrinas comprensivas, que como se ha dicho encuentra expresión en una mayor agresividad y en el propósito de imponer las normas morales propias a los demás, tiene una preocupante traducción en el plano institucional. Aquí la influencia del populismo es seguramente decisiva, empeñado como está en neutralizar los elementos liberales de la democracia; tanto el nuevo autoritarismo de derecha como el nacionalismo han adoptado la misma estrategia: enarbolar una distinta concepción de la democracia en la que se presume un mayor peso de la comunicación directa — y a menudo telepática — entre el líder y sus seguidores. Esto es la democracia así llamada «iliberal»: la invocación de la voluntad popular pasa por encima de cualquier garantía, contrapeso o mecanismo de control. Un régimen iliberal reduce el parlamento a la condición de mero testigo de la acción legislativa del gobierno, que recurre constantemente al decreto; reduce la independencia del poder judicial; limita la libertad de información y señala a periodistas o medios particulares; otorga al Estado una función perfeccionista, lejos de toda neutralidad, dirigida a generalizar determinados valores o estilos de vida; y, finalmente, pasa por encima de las minorías o los individuos cuando se convierten en obstáculos para la realización de una supuesta voluntad popular. Tal como puede comprobarse con esta enumeración, algunas de estas tendencias empiezan a insinuarse en democracias que no se declaran a sí mismas iliberales y, sin embargo, se van contaminando de iliberalismo: a menudo, con el apoyo entusiasta de buena parte de los ciudadanos.

También es esencial en Rawls la idea de la razón pública, cuyos orígenes se encuentran asimismo en Kant. Nos parece estar oyendo al segundo cuando el primero dice que la razón pública en una democracia es la razón de los ciudadanos iguales que, como un cuerpo colectivo, ejercen el poder político coercitivo al aplicar las leyes. En todo caso, la doctrina de la razón pública se hace necesaria justamente por el pluralismo de la sociedad liberal. La legitimidad liberal no solo requiere del acuerdo en torno a la concepción política de la justicia, sino también que la gente acepte estándares comunes de argumentación para discutir asuntos que impliquen el uso del poder público. Opera aquí a la fuerza una suerte de compromiso con la tolerancia; el ciudadano debe reconocer la legitimidad de los demás, sea cual sea la doctrina comprensiva a la que se adhieran. Para que el compromiso con la tolerancia y la razonabilidad pueda hacerse efectivo, debe ser generalizado: no vale que unos lo adopten, pero otros no. Recordemos que la persona es razonable cuando se muestra dispuesta a cooperar siguiendo un criterio de reciprocidad, siendo racional cuando define sus intereses propios y los persigue. Para Rawls, la reciprocidad configura la naturaleza de la relación política en un régimen democrático constitucional como una de amistad cívica entre ciudadanos. Por encima —o por debajo— de nuestras diferencias ideológicas debe estar la adhesión común al liberalismo político, entendido como la estructura democrática que nos permite convivir en paz. Tampoco podemos esperar unanimidad y, a menudo, habrá que votar; pero el resultado del voto será razonable si los ciudadanos votan de acuerdo con la idea de la razón pública. La disposición moral de los ciudadanos cuando deliberan y el hecho de la deliberación misma legitiman el resultado de una votación que ya no será, o así se espera, una mera agregación de preferencias.

Se deja ver aquí con facilidad la medida en la cual la buena salud de una sociedad liberal, e incluso su propia existencia, dependen de que florezca en ella la cultura política apropiada: una cultura política liberal que convierte en norma habitual de conducta el cultivo de la tolerancia, la reciprocidad y la razonabilidad. Rawls dice explícitamente que el ciudadano razonable no es aquel que está motivado por el interés general, ¡no seamos tan exigentes! No: es aquel que quiere un mundo social en el que él, como ciudadano libre e igual, pueda cooperar con los demás en términos aceptables para todos. En cambio, el ciudadano irrazonable puede cooperar con los demás, pero sin adherirse a ningún acuerdo general. Pero también será irrazonable quien no solamente se niegue a alcanzar acuerdos razonables, sino que ni siquiera acepte la posibilidad del desacuerdo razonable, que se da cuando a pesar de la voluntad de acuerdo no hay manera de alcanzarlo debido a la ambigüedad empírica del caso o el choque entre los valores nucleares de dos doctrinas comprensivas. Rawls añade aquí una idea clave: «las personas razonables considerarán irrazonable usar el poder político, si lo poseyeran, para reprimir cosmovisiones que difieran de las suyas y, no obstante, no sean irrazonables». Quiere decirse que el compromiso moral con el liberalismo político exige de nosotros que rechacemos la posibilidad de usar el poder político para barrer del mapa una doctrina comprensiva rival; por eso Rawls adjetiva el pluralismo como «razonable»: porque se acepta a sí mismo en lugar de saltar por los aires.

¿Y qué hacemos, entonces, con los ciudadanos irrazonables que sostienen doctrinas comprensivas irrazonables? Estos ciudadanos son miembros de las sociedades liberales, pero sus juicios y posiciones no deben ser tomados en consideración a la hora de definir el contenido del consenso por superposición: el irrazonable se excluye solo del proceso de elaboración de ese consenso, pues se niega a aplicar el principio de reciprocidad e insiste en afirmar la superioridad de su cosmovisión particular. Un ejemplo de actualidad, al que ya nos referimos en la primera entrada de esta serie, es el feminismo: mientras que la igualdad de derechos entre hombres y mujeres es parte del consenso por superposición, no lo sería la idea de que los géneros no existen ni la de que vivimos en un patriarcado donde se oprime sistemáticamente a la mujer. Pero el drama de Rawls es el drama de la democracia liberal: a menos que la mayoría de los ciudadanos se adhieran a cosmovisiones razonables, el liberalismo político no es posible. Decimos que debe haber ciudadanos razonables y debe existir una cultura política liberal. Pero, ¿y si no?

Si nos preguntamos acerca del uso público de la razón dominante en nuestros días, lo que nos encontramos es con un aparente crecimiento del número de ciudadanos irrazonables de acuerdo con los estándares racionalistas de Rawls; aunque un Habermas podría suscribirlos también. Basta pasar un rato en las redes sociales para darse cuenta de que la amistad cívica postulada por el pensador norteamericano está lejos de ser una realidad práctica, como atestiguaría también la profusión de movilizaciones colectivas no siempre pacíficas. No hace falta que todos los ciudadanos sean irrazonables; basta que lo sean aquellos que mejor se organizan y más conspicuos resultan. La capacidad de los actores de veto y de las minorías agresivas para condicionar el proceso democrático ha sido ya bien documentada; lo que nuestra época añade, de manera decisiva, es la combinación de la esfera pública digital y la aparición de las políticas de la identidad, que en su propia denominación llevan ya el germen de la intolerancia argumentativa. Nunca tantos quisieron cambiar el modo de vida y la visión del mundo de tantos otros: no basta con que se atiendan sus argumentos o se atiendan algunas de sus reivindicaciones; sus argumentos tienen que ser abrazados por los demás.

Tal como señala Michael Kenny, una política de la identidad es aquella que se basa en la identidad de un grupo, por oposición a la que gravita en torno a los intereses o la ideología. Se ha dicho más de una vez: los intereses son negociables, la identidad no. Si la ideología es realmente negociable, es asunto distinto, aunque no cabe duda de que las diferentes reclamaciones que se hacen en nombre de una ideología pueden ser objeto de transacción. Solo quien se arroga algún tipo de superioridad moral es incapaz de comportarse razonablemente. Irónicamente, las políticas de la identidad son religiones de salvación que no aspiran a evangelizar a las tribus rivales, ya que solo quien ha padecido la experiencia particular de un grupo por haberse socializado en su interior es capaz de hacer suya la identidad correspondiente: el blanco no puede hablar en nombre del negro y viceversa. No quisiera, sin embargo, despachar alegremente un problema tan peliagudo como las políticas de la identidad, sino tan solo subrayar la medida en la cual su reforzamiento agudiza ciertas tendencias de la esfera pública contemporánea. La digitalización de la conversación pública ha otorgado aún mayor relevancia a los contenidos emocionales y al estilo retórico hiperbólico, permitiendo a las posiciones extremistas hacerse un hueco en el mainstream. Al mismo tiempo, la apelación a la democracia se ha ido entendiendo en medida cada vez mayor como una llamada la expresividad invididual y grupal, al margen de cualquier principio de autocontención. Hablar de una sociedad bien ordenada es hacerlo de un anacronismo: populistas, nacionalistas, ultraconservadores y activistas de izquierda quieren más bien desordenar una sociedad liberal que consideran, por distintas razones, demasiado heterogénea o palpablemente injusta.

Es importante entender, sin embargo, que esta transformación de la democracia —que obedece al cambio en la disposición y conducta de sus actores— no debería interpretarse como el resultado de una presión exterior, sino como un cambio endógeno que se explica por la radicalización de la propia lógica democrática. En este blog hablamos ya del concepto de hiperdemocracia para referirnos a este fenómeno: la democratización termina por devorarse a sí misma, ya que se erosiona la idea de que exista una verdad legitimada por autoridad alguna. Podemos añadir ahora las reflexiones que hace el sociólogo alemán Ingolfur Blühdorn cuando distingue entre la emancipación de primer orden y la emancipación de segundo orden. A su jucio, el sujeto autónomo predicado por la Ilustración se ha transformado en el enterrador del proyecto democrático liberal, en la medida en que la autonomía ha sido interpretada y experimentada en nuestos días como una llamada al expresivismo individualista, o sea como una emancipación de las restricciones, compromisos y responsabilidades que tanto Kant como Rawls entienden asociadas a la noción misma de autonomía. Si salimos de la propia inmadurez, se diría que hemos regresado a ella. De ahí que, para Blühdorn, el síndrome de la fatiga democrática diferencie esta crisis de la democracia de las anteriores: no habría un suelo normativo al que regresar. Dicho de otra manera, el liberalismo político se habría quedado sin sujeto. En otras palabras, no se dan las condiciones de la posibilidad para la realización del ideal regulativo de la sociedad bien ordenada.

Así que nos encontramos con un doble proceso: la erosión acelerada de la cultura política liberal y la paulatina deformación iliberal de las instituciones de la democracia constitucional. La consecuencia de este proceso no es tanto el final de la democracia liberal como, de momento, su mutación: sin dejar todavía de ser liberal, se estaría convirtiendo en una democracia agonista. A hablar de esta última dedicaremos, dentro de quince días, la última entrega de esta serie.

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