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La metáfora triunfante

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Durante los últimos años hemos experimentado uno de esos ciclos históricos caracterizados por la paradójica coexistencia de dos sentimientos encontrados: de un lado, una profunda decepción con la democracia realmente existente; de otro, una renovada fe en la democracia posible, soñada, cuya realización se reclama con especial vehemencia como solución a los graves problemas creados por su versión degenerada. Se busca así una democracia auténtica, que haga honor a su nombre, pero no se la encuentra por ninguna parte: porque en ninguna parte la voz de los ciudadanos constituye el fundamento de las decisiones del gobierno. ¡Menudo timo!

En una entrevista enjundiosa por otras razones, el novelista francés Michel Houellebecq se expresaba en esos términos hace apenas unos días, dibujando un retrato tremendista del estado de la sociedad francesa y evocando el vergonzoso episodio del referéndum europeo de 2005 para demostrar el secuestro de la democracia por la clase política. En España, aunque el debate se ha atenuado a medida que Podemos perdía fuelle demoscópico, hemos pasado meses debatiendo la conveniencia de avanzar hacia una forma más directa de democracia –«que vote la gente»– y continúa vigente la idea de que las elites han colonizado las instituciones en detrimento del «pueblo», entendido como pasivo testigo de los acontecimientos públicos. Se trata entonces de devolver el poder a éste, renovando con ello la propia democracia. Y ese propósito declarado –marca de los populismos– unifica movimientos y partidos aparentemente alejados entre sí: nuestro 15-M, el movimiento 5 Estrellas de Beppo Grillo, el Frente Nacional de Marine Le Pen, Occupy Wall Street y el Tea Party en Norteamérica, Syriza en Grecia. Sólo estos últimos, hasta el momento, han logrado conquistar el poder, dejando enseguida en evidencia que la «voluntad política» no basta por sí sola para que la realidad se acomode a los deseos.

Ahora bien, me interesa menos detenerme en casos concretos que explorar un problema central de los órdenes democráticos, que los populismos tienen el mérito de sacar a la luz. Es un problema irresoluble, lo que contribuye a explicar que esos mismos movimientos populistas sean incapaces de proporcionar soluciones plausibles y que la conversación pública sobre el particular abunde en tal cantidad de vaguedades bienintencionadas. Ese problema es el pueblo: la imposibilidad de que la democracia sea, en sentido estricto, el gobierno del pueblo. Porque el pueblo es una ficción; lo que no significa que la democracia también lo sea: siempre y cuando entendamos rectamente qué es –qué puede ser– una democracia. Algo que estamos lejos de hacer, si atendemos a la frecuencia con que se apela al «pueblo» o incluso a «la sociedad» en conversaciones informales: para denunciar que los gobiernos no sirven al pueblo o lamentar que éste no decida directamente sobre los asuntos que le conciernen. La promesa de acción inherente al orden simbólico de la democracia termina así por entorpecer nuestra comprensión del orden institucional de esa misma democracia. Pero esto también es inevitable. Y por eso la democracia, en realidad, siempre ha estado en crisis y siempre lo estará.

En su análisis histórico del origen de la soberanía popular en el mundo anglosajón, Edmund Morgan atribuye a las ficciones una función decisiva en la construcción del orden político y social:

El gobierno exige ficciones. La ficción de que el rey es divino, la ficción de que no puede equivocarse o la ficción de que la voz del pueblo es la voz de Dios. La ficción de que el pueblo tiene una voz o la ficción de que los representantes del pueblo son el puebloEdmund S. Morgan, Inventing the People. The Rise of Popular Sovereignty in England and America, Nueva York, W. W. Norton, 1989, p. 13..

Desde este punto de vista, la historia política puede observarse como una sucesión de ficciones, es decir, como el reemplazo de unas por otras conforme se resquebraja la creencia en las anteriores. Tal como dice Morgan, la ficción de la soberanía popular, que sustituyó a la del derecho divino de los reyes, es nuestra ficción: por eso nos parece menos ficticia. No obstante, de ahí no se deduce que sea imposible establecer una jerarquía entre ficciones. Por el contrario, unas son mejores que otras. Aunque ninguna es susceptible de comprobación empírica, pueden emplearse otros criterios para discriminar entre ellas: la soberanía popular produce sociedades cuyos individuos disfrutan de libertad y prosperidad en una medida desconocida en órdenes teocráticos o comunistas. Es algo que puede además constatarse en un mismo momento histórico, ya que la sustitución de unas ficciones por otras no se produce de una sola vez ni en todas partes: Irán coexiste con Gran Bretaña y ambos con Cuba.

Para Margaret Canovan, autora de un magnífico libro sobre el concepto de «pueblo», el término ficción no es el más apropiado para describirlo, porque parece aludir a una invención deliberada en lugar de a un producto histórico de la imaginación colectiva. Recurre por ello a Pierre Bourdieu, para quien «nombrar» una colectividad equivale a su creación, dentro de un mundo social que aprehendemos simbólicamente, donde nos vemos y vemos a los demás en términos de identidades grupales: obreros, surferos, solterosPierre Bourdieu, Language and Symbolic Power, Cambridge, Polity Press, 1992.. Todo grupo que pase a formar parte de la percepción colectiva es así más real que ficticio. Para Canovan, es preferible, por tanto, hablar del mito de la soberanía nacional, máxime al haber momentos en los cuales no puede negarse fácilmente que el «pueblo» se movilice contra un orden político injusto, como las revoluciones democráticas de Europa del Este vendrían a demostrar.

Sin embargo, no conviene desechar del todo la idea de la ficción colectiva, porque hay usos lingüísticos derivados de la idea de soberanía popular donde la fuerza del mito qua mito es menos evidente. Por ejemplo, cuando se dice tras un recuento electoral que «el pueblo ha decidido» acabar con el bipartidismo, e incluso allá donde se denuncia –en un contexto democrático– que el gobierno desatiende los intereses populares. En estos casos, no se invoca el mito –como sucede en la lucha contra una dictadura o en el discurso de los partidos populistas–, sino que se tira de una metáfora agregadora que entorpece más que facilita la comprensión de la realidad social que está por debajo de ella.

Sea como fuere, a pesar de sus distintos precedentes, que se remontan a la lex regia romana, la idea de la soberanía popular es un rasgo distintivo de la teoría democrática moderna. Y eso por no mencionar el agudo contraste entre la idea premoderna del pueblo, donde éste es una entidad tan errática como corruptible, y su versión moderna, donde el pueblo soberano es inherentemente bueno. Se remonta ya a la Edad Media la idea de que el poder debe gozar de una cierta legitimidad popular, por más que los mecanismos encargados de hacer valer este supuesto en caso de deslegitimación del poder real carecieran de toda institucionalización: ante un monarca convertido en tirano, asistía al pueblo el derecho de rebelión, no la promoción de un impeachment. Inicialmente, pues, existe una clara separación entre la soberanía popular y el gobierno del pueblo. Será la revolución norteamericana la que haga al pueblo simultáneamente soberano y gobernante. Claro que este gobierno popular es también una democracia representativa, cuyo gobierno es, por consiguiente, un gobierno electo donde los ciudadanos eligen a quien decide, en lugar de decidir por sí mismos:

Los norteamericanos fueron los primeros en alcanzar el gobierno popular en la época moderna, y en consecuencia los primeros en experimentar esta desilusión, la sensación de que el gobierno del pueblo había escapado de alguna manera al control del puebloMargaret Canovan, The People, Cambridge, Polity Press, 2005, p. 38..

Esta brecha abierta entre la formulación expresa del poder popular y la simultánea privación del mismo es explotada incesantemente por los populismos, que reclaman la devolución de un poder que nunca estuvo allí donde se quiere devolverlo. Y no lo estuvo porque no puede estarlo.

Porque, ¿cómo podría el pueblo estar presente de manera continuada en el gobierno? ¿Es posible ejercitar la soberanía popular? No hablamos del asalto a la Bastilla, ni del derrocamiento del régimen comunista polaco: hablamos del ejercicio de la soberanía popular en circunstancias democráticas ordinarias. ¿Cómo institucionalizar ese ejercicio? Se trata, en fin, de la consabida queja sobre las insuficiencias de la democracia representativa, donde, al decir de sus críticos, los ciudadanos votan y son inmediatamente relegados por los gobernantes a la mera condición de –soberanos– comparsas. Sin embargo, la queja es tan fácil como difícil encontrar una solución. Porque la famosa voluntad general de Rousseau es una categoría mística, de clara filiación teológica: no hay tal cosa. Paulina Ochoa ha descrito así la naturaleza del problema:

¿Cómo puede juzgar y decidir un grupo de individuos dispersos? Un soberano popular debe ser capaz de actuar, luego debe tener una voluntad. Si todos los individuos de una comunidad deciden hacer algo, podemos afirmar que tal es la voluntad del pueblo. Pero si no hay consenso, necesitamos una votación. ¿Podemos decir del resultado mayoritario que es la voluntad del pueblo soberano? No. Las mayorías tienden a oprimir a las minorías y no siempre persiguen el interés general. Más aún, el voto puede no reflejar la voluntad mayoritaria, no digamos generalPaulina Ochoa Espejo, «Popular Sovereignty», en Michael T. Gibbons (ed.), Encyclopedia of Political Thought, Malden, Wiley-Blackwell, 2014, p. 2.887..

Una democracia de referéndum no equivale así al gobierno del pueblo, porque no hay manera de construir una noción verosímil y practicable de voluntad general. Para Canovan, sólo en ocasiones muy particulares puede decirse que un referéndum sea algo más que el simple recuento de votos individuales: allí donde el sentimiento de pertenencia comunitaria es poderoso, se vota sobre un asunto fácilmente comprensible y relevante y el resultado es una mayoría abrumadora a favor de una u otra opción. Algo parecido sucede con la deliberación pública institucionalizada, que trata de convertir al pueblo en público mediante un debate informado. Éste sólo puede tener como protagonistas a una pequeña muestra del «pueblo», pero no a todos sus componentes. Otra cosa es que los ciudadanos tomen parte de manera continuada en debates informales no institucionalizados y, por lo tanto, conectados de forma intangible –no oficial– con el sistema representativo institucional. Eso que llamamos opinión pública.

Vamos, que no hay solución. Podemos encontrarnos con apariciones ocasionales de algo parecido al pueblo soberano, pero no hay manera de institucionalizar regularmente su presencia en el gobierno. Y entre la imposibilidad práctica de llevar a término un autogobierno directo y la indeseabilidad de una representación absoluta protagonizada por un monarca o líder soberano, se sitúa el gobierno representativo de nuestras democracias constitucionales.

Ahora bien, sería un error pensar que el ciudadano es olvidado entre una elección y otra; no lo es, aunque a él se lo parezca. Para empezar, porque, como sucedía ya con los monarcas medievales, no puede gobernarse contra la mayoría. Todo gobierno desea su reelección, de manera que actuará con la mirada puesta en el estado de ánimo de los ciudadanos. Más aún, ante la imposibilidad de institucionalizar la presencia del pueblo soberano –esa ficción– en el gobierno, las preferencias de los ciudadanos, contradictorias más que homogéneas, son comunicadas al mismo a través de diferentes medios: la opinión pública, la movilización colectiva, los contactos entre grupos de interés y representantes públicos… Y hay margen para la experimentación, sobre todo en el nivel local, por ejemplo organizando «minipúblicos» representativos de distintos sectores sociales para que tomen parte en deliberaciones sobre asuntos concretos. Pero la experimentación tiene sus límites: salvo ocasiones excepcionales, la presencia del pueblo soberano en el gobierno sólo podrá ser informal, ya que no admite una institucionalización precisa. Esa es la terca realidad que resulta urgente aceptar, para mejor comprender la naturaleza de nuestras democracias. Otra cosa es que nos guste quejarnos; que esa queja permanente cumpla una importante función psicológica para los ciudadanos tardomodernos. Pero no lloremos como pueblo lo que no sabemos defender como ciudadanos.

Más aún, ¿existiría algo parecido al pueblo si éste careciera de representantes? Thomas Hobbes, hablando del monarca absoluto que contemplaba su contrato social, sostenía que es la unidad del representante y no la de los representados la que da sentido al cuerpo político; porque los representados, como sugería Robert Filmer en su defensa de la monarquía absoluta, carecen de toda unidadThomas Hobbes, Leviathan, Harmondsworth, Penguin, 1968; Robert Filmer, Patriarca o el poder natural de los reyes, trad. de Ángel Rivero, Madrid, Alianza, 2010.. De manera que es la distancia que la representación política procura la que nos permite contemplarnos como pueblo soberano en las instituciones estatales, con la asamblea parlamentaria por delante: el pueblo es una ficción, un como si. Y por esa misma razón, constituye un concepto quintaesencialmente político, como sugiere Canovan: tiene que ser construido, movilizado o representado. Si no, ni siquiera existe como una ficción reconocible, porque carece de rasgos permanentes ni fronteras definidas, como demuestra la naturaleza cambiante del demos a lo largo de la historia o los innumerables conflictos de inclusión y exclusión que en el mundo han sido. La contingencia que es inherente a la política se refleja en la idea misma de pueblo.

Por eso, la idea de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe –expresada recientemente por esta última en una entrevista y hecha suya por los dirigentes de Podemos–, según la cual toda sociedad posee una ineludible dimensión populista, si entendemos por ésta la necesaria construcción de un pueblo, tiene mucho de cierta. Pero el diablo está en los detalles. Pensemos en los diferentes pueblos construidos por distintos procesos de movilización: nacionalista, peronista, comunista, fascista, democrático-liberal. Son criaturas que reflejan a sus creadores. Además de una metáfora triunfante, el «pueblo» es así una forma de autoficción. Aunque sus protagonistas lo ignoren.

Sucede que, como decíamos más arriba, algunas ficciones son mejores que otras. Y en el mundo global, digital y multicultural del nuevo siglo parece preferible apostar por un pueblo que no sea pueblo, sino más bien sociedad. Es decir, una red de comunidades superpuestas donde los individuos no se definan por su pertenencia exclusiva a ninguna de ellas, sino por la libertad con la que manejan sus afectos e inclinaciones: sin necesidad de comulgar con los demás en un cuerpo místico soberano.

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