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Un crimen imperfecto

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-Nunca creí que me toparía con un crimen en Algar de las Peñas –comentó Eugenio Fuentes, mientras empujaba las gafas con el anular, alejándolas de la punta de la nariz.
-¿Verdad que es molesto? –preguntó Rafael Narbona, imitando su gesto.
-Un crimen siempre es algo desagradable.
-No, me refiero a que las gafas se deslicen hacia abajo.
-Es el sino de los miopes. De todas formas, nadie se libra de las gafas a nuestra edad. ¿Es posible haber superado los ochenta años y no sufrir presbicia?
-No me eches años. Yo aún estoy en los ochenta. Me quedan unos meses para superarlos.
-Quizás yo sea algo más mayor que tú, pero creo que los dos ya pertenecemos a la categoría de las momias.
-Aún me quedan tres piezas dentales propias. Mientras sigan ahí, pensaré que todavía no he entrado en fase de decrepitud.
-A mí me quedan cinco. Eso compensa los cinco años de diferencia que hay entre nosotros. Creo que es lo que le queda a don Quijote después de cargar contra un rebaño de ovejas, creyendo que era un ejército. 

No era la primera vez que Fuentes visitaba a Narbona. Al menos una vez al año, casi siempre en verano, se acercaba a su casa a pasar unos días. Solían trasnochar hablando de literatura. Ambos admiraban a Borges, al que consideraban un maestro del idioma y le agradecían sinceramente que hubiera exaltado el género policíaco, afirmando que sus tramas meticulosas y equilibradas habían aportado orden y claridad -dos virtudes clásicas- a la literatura moderna, caótica y negligente. Las conversaciones a veces se prolongaban hasta el amanecer y siempre discurrían en un clima festivo aderezado por unas gotas de nostalgia.

-¿Sabes lo que te digo? –preguntaba retóricamente Narbona-. Que no me da la gana morirme.
-Eso es lo que decía Unamuno –respondía Fuentes-, pero al final se murió.
-Entre los dos, querido amigo, quizás podríamos hacer frente a la muerte y obligarla a marcharse con el rabo entre las patas.
-No me hago muchas ilusiones, pero quizás al vernos dirá: «¡Vaya par de despojos! No merece la pena cargar con ellos».  

Durante la última visita, no hablaron de Borges ni de la muerte, sino del crimen que se había producido recientemente en Algar de las Peñas. Paco Ortega, un pintor famoso, había confesado ser el asesino de su pareja, desaparecida unos meses atrás. En un principio, corrió el rumor de que le había abandonado. Ortega era un hombre de sesenta años. Alto y con una delgadez que hería las sensibilidades más delicadas, su osamenta recordaba a la de un caballo viejo, grande y desnutrido. Su apariencia equina se reforzaba con su pelo largo, una crin famélica y deslucida. Su mal carácter inspiraba bromas acordes con su aspecto:

-Ten cuidado. Puede darte una coz. No habla, relincha –comentaban los jubilados que jugaban al tute y el dominó en el bar de Martín.
-Yo diría que rebuzna –exclamaba Martín-. Cuando se toma algo, se limita a pagar y se despide con un gruñido. 

Ortega convivía con una mujer mucho más joven. Algunos decían que se llevaban cuarenta años. La muchacha poseía todo lo que el pintor había perdido con la edad: frescura, luminosidad, belleza. Al parecer, se habían conocido en una exposición que celebraba la trayectoria de Ortega. Todo sugería que el romance había sido fruto de la admiración, pero no habían tardado en surgir diferencias irreconciliables. Ortega se había instalado en Algar de las Peñas fascinado por su paisaje. No se cansaba de dibujar sus casas de pizarra y pasaba horas frente a la fachada de la iglesia, estudiando los cambios que experimentaba por efecto de la luz. Su mujer, que se llamaba Andrea, se aburría soberanamente. Ortega la había deslumbrado con su talento y con su fama. Estar a su lado le hacía sentirse importante, pero no imaginaba que la vida de un pintor fuera tan aburrida. Todos los días reproducían la misma rutina. Paco se levantaba muy pronto. Paseaba por las afueras del pueblo y a veces se acercaba al río. Era hosco y distante. No hablaba con nadie y si alguien llamaba a su puerta, no disimulaba su desagrado, dejando muy claro que su propósito era permanecer aislado, sin entablar amistad con los vecinos. Después de su excursión matinal, dedicaba toda la mañana a pintar. Tras la comida se echaba una siesta y por la tarde leía y escribía, anotando sus impresiones sobre las distintas técnicas pictóricas. Andrea intentaba llamar su atención, pero él se limitaba a responder a sus gestos con sonrisas forzadas y, en el mejor de los casos, interpretaba que buscaba algo de sexo, algo para lo cual siempre estaba dispuesto. Ella se desesperaba, rechazándole la mayoría de las veces. A los tres o cuatro meses, empezaron a discutir, cada vez de forma más violenta. Los gritos se escuchaban en todo el pueblo. Andrea levantaba la voz con todas sus fuerzas y Paco contestaba con improperios y blasfemias. Cuando el padre Juan pasaba cerca de la casa, aceleraba el paso para no escuchar las barbaridades que soltaban, preguntándose por qué tenían que meter a Dios en sus peleas. 

Un día desapareció Andrea. Todos dijeron que le había abandonado. Ortega dejó de pintar y se volvió aún más huraño. Su rostro parecía el semblante de un difunto que se ha levantado de su tumba con la intención de vengarse de todos los agravios sufridos en vida. Cuando aparecía en el bar, los viejos murmuraban, deslizando comentarios maliciosos. Los niños a veces arrojaban fruta podrida a sus ventanas y las beatas le miraban como si fuera un demonio, rezando por que se marchara a otro lugar. A las pocas semanas, Ortega se acercó a la pareja de la Guardia Civil que patrullaba por el pueblo y declaró:

-Fui yo. La maté y quemé su cuerpo. Arrojé sus cenizas al río.
-¿Presenciaste la detención? –preguntó Fuentes, mientras se ajustaba el audífono, un diminuto cacharro fabricado en Taiwan.
-Sí –contestó Narbona, que imitó el gesto de su amigo, comprobando que su aparato se hallaba bien colocado detrás de la oreja izquierda.
-¿Qué ánimo aparentaba?
-Satisfacción. Miraba a todas partes desafiante, como si se sintiera orgulloso.
-Me parece muy extraño. Algo no encaja. Deberíamos comprobar esa historia.
-¿Cómo?
-¿Por qué no entramos en su casa esta noche?
-La puerta está cerrada y precintada por la policía.
-Nos colaremos en el patio –sugirió Fuentes- y quizás encontremos una ventana mal cerrada. Aquí son de madera y la mayoría no ajustan bien. Siempre cabe la opción de hacer palanca.
-Eso es un delito –exclamó Narbona-. Somos muy viejos para ir a la cárcel.
-No seas así, hombre. Si no hay riesgo, no hay aventura. 

Esa noche, Fuentes y Narbona salieron subrepticiamente de casa, como dos conspiradores que buscan la complicidad de la oscuridad. Sus sombras recorrieron las calles de Algar de las Peñas, deslizándose por las paredes. Aunque intentaron ser sigilosos, el reuma y la artrosis no contribuyeron a que pasaran desapercibidos, imprimiendo a sus pasos la torpeza y el ruido de un provecto paquidermo. 

-No sé por qué te he hecho caso –protestó Narbona-. ¿Quién te crees? ¿Ricardo Cupido?
-Cupido está retirado, pero si se encontrara aquí, haría lo mismo. 

El patio trasero de la casa de Ortega estaba protegido por un muro con una altura que rozaba los dos metros. 

-¿Cómo saltaremos? –preguntó Narbona-. ¿No sería mejor que lo dejáramos? No quiero romperme un hueso, ni sufrir una subida de tensión.
-Súbete a mis espaldas –sugirió Fuentes-. Tú pesas menos y eres más bajito. Una vez arriba, pasas al otro lado, agarrándote al muro. No se te ocurra saltar. Simplemente, te cuelgas de las manos y sueltas. Caerás desde una altura de veinte centímetros. Tus tobillos lo resistirán.
-Si me pasa algo, te obligaré a leer las obras completas de Vizcaíno Casas. 

Narbona siguió las instrucciones de Fuentes y aterrizó en el patio sin problemas. 

-¿Y ahora qué? –preguntó en voz baja-. ¿Cómo pasas tú?
-¡Caramba! No lo había pensado. Intentaré trepar yo solo.
-No hagas locuras. 

Fuentes se agarró con las dos manos y se impulsó, pero fue inútil. A medio camino, le fallaron las fuerzas y desistió, no sin un gran sentimiento de contrariedad.

-Pensar que de joven habría saltado esto con la gorra –murmuró, hundiendo la barbilla en el pecho.
-Tienes razón –escuchó a sus espaldas-. Lo habrías hecho con la gorra.

Volvió la cabeza y se topó con el rostro de Narbona, que le observaba con cierta malicia.

-¿Cómo estás aquí? –preguntó Fuentes.
-Di un paseo por el patio y descubrí que la puerta estaba abierta. 

El patio se encontraba sumamente desordenado, con botes de pintura vacía, escayolas rotas, sillas de plástico y un caballete muy deteriorado por una larga exposición a la intemperie. 

-Aquí hay ratas –dijo Narbona.
-¿Cómo lo sabes?
-Por los excrementos y las plantas mordisqueadas.
-Olvídate de ellas. Son inofensivas. 

Inspeccionaron las ventanas y descubrieron con regocijo que una estaba mal cerrada. 

-No será necesario hacer palanca –dijo Fuentes, empujando.

No sin cierta dificultad, entraron en la casa, empujándose uno a otro. Fuentes llevaba una linterna de notables dimensiones cuya luz podía graduarse. El interior no tenía mejor aspecto que el patio: lienzos en el suelo, a veces rasgados, un caballete roto, frascos de cristal llenos de pinceles secos, botes de pintura abollados o picados por la humedad, libros en mal estado sobre sillas y sofás, ropa arrugada en los rincones, una estantería repleta de cachivaches inservibles. 

-¡Qué caos! –dijo Narbona-. ¿Por qué tendría así la casa?
-Por desesperación. Es la reacción de un hombre que ha sufrido un duro revés. Empiezo a entender lo que sucedió.
-¿No crees que Ortega mató a su pareja?
-Aún es pronto para sacar conclusiones. Sigamos investigando.

Entraron en el dormitorio y abrieron el armario. Solo había ropa de hombre. 

-Esto confirma mis sospechas –dijo Fuentes, aumentando el cono de luz para examinar el resto de la habitación.

La linterna reveló el hueco de cuadros que habían adornado las paredes y que ahora habían desaparecido. 

-Volvamos al salón.

El cono de luz siguió recorriendo las paredes. De nuevo, se apreciaban huecos. En las estanterías, no había adornos; solo trastos. Todo era de una austeridad sombría. Fuentes abrió cajones, buscando algo indeterminado. Al cabo de un rato, interrumpió las pesquisas, con la serenidad del que ha llegado a una posible conclusión después de estudiar un problema desde todos los ángulos posibles. 

-Es suficiente. Podemos marcharnos.
-¡Qué alivio! –exclamó Narbona-. Comenzaba a ponerme nervioso.

Al día siguiente, Fuentes llamó por teléfono a Ricardo Cupido, que pasaba su vejez en una residencia de la tercera edad en la costa gallega. Cupido conservaba intacta su lucidez y cuidaba su cuerpo con una dieta saludable y media hora diaria de bicicleta estática. Fuentes le contó el caso e intercambiaron teorías. Los dos compartían la misma hipótesis, que no revelaron a Narbona, pues querían llevar el caso con la máxima discreción, evitando que sus especulaciones se propagaran antes de tiempo. Narbona sufría incontinencia verbal. Su sangre de ascendencia andaluza actuaba como un combustible inagotable, animando el movimiento de su lengua. Si deseabas guardar un secreto, confiárselo sería tan imprudente como encender un mechero en un yacimiento de petróleo. No obraba así por deslealtad, sino porque su tendencia a charlar interminablemente con cualquier desconocido propiciaba que todo saliera a la luz. 

-¿Cuándo me contarás algo? –preguntó Narbona, algo molesto.
-Cupido se ha puesto en contacto con Lochi. Si este descubre lo que suponemos, serás el primero en saberlo.
-¿Quién es Lochi?
-Un rumano que trabaja para Cupido. Se encarga de las cuestiones más incómodas. Es un hombre de acción. Nunca falla.
-¿Y cómo lo consigue?
-Mejor no preguntes. 

Tres semanas después, cuando Narbona comenzaba a olvidarse del asunto, sonó el teléfono móvil de Fuentes. Como su amigo se encontraba en el patio, dormido bajo el sol, lo cogió, no sin ciertos problemas, pues la tecnología de última generación cada vez le resultaba más incomprensible. Una voz áspera y con acento extranjero preguntó por Fuentes. Salió al patio y despertó a su amigo, que parpadeó con gesto de estupor, como si emergiera del fondo más remoto de un sueño:

-Es para ti.

Fuentes agarró el teléfono y respondió con voz somnolienta. Enseguida se encendieron sus ojos, como si acabara de recibir una gran noticia. La conversación no duró demasiado, pero fue intensa y reveladora, pues Fuentes se despejó por completo e incluso se excitó un poco.

-La ha encontrado –exclamó.
-¿A quién?
-A Andrea, la mujer del pintor. Está viva. 

La noticia conmocionó de tal modo a Narbona que retrocedió unos pasos, tropezó con un taburete y cayó de culo. 

Pocas semanas después, el pintor quedaba en libertad. Entrevistada por una sobrina de Ana Rosa Quintana, que había heredado el programa de su tía, Andrea confesó que se había enterado de la detención de su ex pareja, pero había preferido callarse. De vacaciones en Miami con su nuevo novio, un famoso e influyente youtuber, había seguido las noticias con una malsana satisfacción:

-No sé por qué dijo esa tontería. No es un asesino, pero sí un capullo y creí que se merecía una lección. Me llevó a un pueblo de mierda y me enterró en vida. Me sentía tan desgraciada que pensé incluso en suicidarme. Quizás ahora aprenda a tratar a la gente como Dios manda. 

Paco Ortega se negó a hacer declaraciones y anunció que se marchaba a una aldea del Tíbet para dedicarse a la meditación. Necesita limpiar su mente y reencontrarse con su verdadero yo. 

-¿Cómo averiguaste que no se había producido un crimen? –preguntó Narbona.
-Si Ortega la hubiera asesinado –contestó Fuentes-, no habrían desaparecido ni la ropa ni los objetos personales. Andrea se llevó todas sus cosas antes de abandonarlo. No dejó nada. Vació el armario y los cajones. Descolgó hasta los cuadros y recuperó los adornos que había aportado a la casa. Ya sabes que Ortega es muy orgulloso. Prefería el papel de asesino al de hombre abandonado.
-Me descubro ante tu ingenio.
-No tiene mérito. He aprendido de Cupido. Son muchos años de amistad. Cuando me jubilé y dejé la enseñanza, me propuso que abriéramos juntos un despacho de detectives. Le dije que no y ahora me arrepiento.
-Pues creo que lo habrías hecho muy bien.
-¿Quién sabe? 

Durante la cena, recordaron episodios de su juventud. Fuentes habló de su pelo, capaz de soportar los tirones más enérgicos cuando se enzarzaba en una pelea con otro chaval del pueblo, y de sus hazañas en bicicleta, que incluían las piruetas más temerarias en un camino de montaña situado a orillas de un barranco. Narbona habló de sus fechorías en el Parque del Oeste, disparando con una escopeta de perdigones contra las farolas y robando ejemplares del Interviú a un pobre quiosquero medio sordo.

-De niños, nos comportábamos como terroristas –admitió Fuentes.
-Ciertamente, pero ojalá pudiéramos volver atrás y vivir esa época otra vez –replicó Narbona-. Eso sí, la aventura que hemos vivido me ha hecho sentirme más joven. Me he olvidado del colesterol, la tensión y el azúcar.
-Yo también.
-Ojalá suceda algo igual de emocionante.
-¿Otro crimen?
-No me interpretes mal, pero no me importaría.
-A mí tampoco –reconoció Fuentes-. En el fondo, seguimos siendo niños con mente de terroristas.
-Puede ser. Gracias por decirlo. Ahora me siento mucho mejor. 

Esa noche, ninguno de los dos se tomó las pastillas que utilizaban para combatir el insomnio y, sin embargo, durmieron de un tirón. Hacía tiempo que no se sentían tan felices. Ya no eran dos viejos escritores con los días contados, sino dos detectives que habían salvado a un inocente de la cárcel. ¿Qué importaba que no se lo hubiera agradecido? Lo esencial era haber demostrado que no estaban acabados. Aún les quedaba cuerda para un rato y no perderían la ocasión de recordárselo a los que les consideraban dos viejas ruinas.

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