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Tribulaciones de los chinos en China

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Tenía que pasar varios días en Shenzhen y, aunque anteriormente había parado unas horas en la ciudad, sólo la conocía muy superficialmente. El tiempo justo para visitar a unos amigos o para un rápido paseo por la parte de la avenida Shennan donde se apiñan las atracciones turísticas: varios parques temáticos que tapan al Hexiangning, un mediocre museo de arte. Window of the World, Splendid China y China Folk Culture Village recuerdan al visitante que, si China es el imperio del centro, Shenzhen es el ombligo del mundo. En las cuarenta y ocho hectáreas de Window of the World, desde una diminuta torre Eiffel, puede verse todo lo que merece la pena en este bajo mundo. Y, en un par de horas, pasarse por el Taj Mahal, el Matterhorn y la isla de Pascua o la de Manhattan sin grandes fatigas. Splendid China sigue la misma lógica a escala nacional: salte usted del Templo del Cielo a la Gran Muralla y, de allí, en un pispás, al santuario tibetano de Potala, y así hasta los cien monumentos que se agolpan en sus treinta hectáreas. Dentro de Splendid China está el tercer parque mencionado, el folclórico, y el visitante puede elegir si quiere pasar el rato en un poblado bai o asistir a una actuación de los coros y danzas mosuo, bien entendido, en este último caso, que la participación en un matrimonio de paso, una incidencia peculiar de la cultura matrilineal de esta minoría, no está permitida.

Dado mi enciclopédico desconocimiento de Shenzhen, había elegido alojarme en un hotel cercano al transbordador que comunica la ciudad con el aeropuerto de Hong Kong, porque llegaba de noche y no quería exponerme a que, aprovechando la cara de analfabeto que se le pone a uno en cuanto que llega a China, el taxista me dejase tirado en medio de la nada, como ya me había sucedido una vez. El hotel respondía a lo que el sitio web dejaba ver en sus fotografías. La habitación era amplia y confortable y, afortunadamente, carecía de esas profusas molduras con lacas y dorados que los chinos parecen identificar con el lujo. A la mañana siguiente, con la luz del día, pude comprobar la incoherencia del lugar con el paisaje circundante. El hotel estaba dentro de un enclave de edificios altos, modernos, propios de gente acomodada, cuya entrada sólo podía franquearla quien contase con una identificación que controlaban unos guardias de seguridad. Estaba yo alojado, pues, dentro de uno de esos espacios urbanos que las revistas de viajes gustan de describir como propios de las ciudades bien organizadas, como Shenzhen. Pero, así que el viajero ponía el pie fuera de la verja del recinto y cruzaba la calle, la vieja China, la de la pobreza, la grima y el desaliño estaba esperándolo para engullirlo. En los veinte metros de mi acera a la de enfrente, se cambiaba, no ya de lugar, sino también de época. Casas bajas mal cuidadas, tiendas por debajo del medio pelo, puestos de comida callejera en cuyas mesas los clientes jugaban con unas cartas grasientas, basuras sin recoger. ¿De dónde surgían estos íncubos en una ciudad sin pasado, repleta de elegantes centros comerciales y supermercados carísimos como los de la torre Kingkey 100 (por el número de sus pisos)?

La población urbana de China en 1978 no llegaba al 20%; en 2011 superó el 50%. Con el fin de los disparates económicos de Mao y la Banda de los Cuatro, las comunas agrarias aumentaron su productividad, liberando así mano de obra, al tiempo que una rápida industrialización ofrecía oportunidades a los campesinos en las ciudades, especialmente las del Este del país. Shenzhen es el buque insignia de este proceso. Desde que en 1980 se convirtiera en la primera Zona Económica Especial, la ciudad ha pasado de tener unos trescientos mil habitantes a más de diez millones en 2010. Nada excepcional dentro de la vertiginosa urbanización del país, pero su crecimiento ha sido el más espectacular. No por azar, a Deng Xiaoping, su gran promotor, le ha dedicado el gobierno local una plaza presidida por un gigantesco retrato suyo.

Para acomodar el crecimiento industrial y residencial, las áreas urbanas se expandieron por su periferia y absorbieron en su nuevo perímetro a centros de población ya existentes. Esto ha pasado en todas partes. Sin embargo, en China el proceso tiene rasgos peculiares: las llamadas aldeas urbanas (chengzhongcun). Las aldeas urbanas son barriadas no sometidas al régimen del ayuntamiento local. Cuando los antiguos terrenos de labor pasan a formar parte de una ciudad, las residencias de sus moradores entran en una nebulosa jurídica. Por un lado, todo el suelo pertenece al Estado y lo gestiona la burocracia local. Por otro, desplazar a sus residentes a otro hábitat, aunque sea posible, ha sido la causa de numerosos conflictos. En la práctica, pues, se buscan soluciones de compromiso. Los residentes se quedan con sus casas, pero tienen que buscarse nuevas fuentes de ingresos. Una de ellas es su conversión de hecho en propietarios de sus inmuebles, que amplían con dos o tres pisos, tantos como puedan soportar los cimientos. Esos pisos, como apartamentos o por habitaciones, se alquilan a los recién llegados a la ciudad. Los bajos se convierten en supermercados, tiendas de telefonía, restaurantes, escuelas privadas, y otros centros de servicios baratos para una población de escaso poder adquisitivo. A menudo, como en el caso de mi hotel, las aldeas urbanas lindan sin solución de continuidad con urbanizaciones de calidad muy superior.

El sistema tiene otros beneficiarios. Una práctica nacida en los tiempos imperiales y reforzada por los comunistas exige que los chinos sólo puedan vivir en los lugares que les vieron nacer. Ese dato consta obligatoriamente en su hukou, una especie de DNI residencial. Cambiar de residencia legal es posible, pero el proceso es largo, costoso y al albur del soborno o del capricho del burócrata de turno. Así que millones de campesinos chinos han votado con sus pies, emigrando a las ciudades sin tener en cuenta esas bagatelas. Son ellos los que forman la demanda principal de vivienda en las aldeas urbanas. Además de ofrecerles alojamiento al alcance de sus escasos ingresos, como aquéllas se encuentran en medio de la gran ciudad o cerca de las fábricas donde trabajan, vivir allí les ahorra tiempo y dinero en trasporte. Y las tiendas de baratillo y los servicios de baja calidad se ajustan a sus posibles.

Hay otros interesados en mantener este régimen. Sin un hukou local los inmigrantes no tienen acceso a servicios como la educación o la sanidad. Así que las aldeas urbanas, con su alta población de nuevos residentes, evitan a los ayuntamientos gastar grandes cantidades de recursos que, de otra forma, tendrían que recaudar y gestionar por medio de impuestos inmobiliarios. Los «propietarios» locales no quieren ni oír hablar de ellos. De esta forma, como señala Pu Hao, un investigador local, las aldeas rurales y sus habitantes se benefician de las inversiones públicas en las calles circundantes, de la expansión del metro y otras infraestructuras por las que no tienen que pagar. Para muchos, no son más que incómodos huéspedes socialistas en una ciudad cada vez más marcada por las soluciones capitalistas.

Pero el sistema es inestable porque los terrenos de muchas de esas aldeas urbanas son de primera calidad residencial, lo que les hace la boca agua a los promotores inmobiliarios. China se ha llenado de millonarios en estos últimos treinta años y uno no tiene más que contemplar el paisaje urbano de Shenzhen para saber de dónde han salido. Es la construcción, estúpido. Así que el sueño recurrente de los promotores es la sustitución, previo derribo, de las aldeas urbanas por flamantes urbanizaciones. Las nuevas clases medias, que han visto dispararse a la estratosfera el precio de las viviendas, también sueñan con esa solución porque aumentaría la oferta de apartamentos y los haría relativamente más asequibles. Vientos todos ellos que impulsan una creciente preferencia de las burocracias locales por medidas que les permitan mejorar los servicios urbanos y, en muchos casos, forrarse los propios bolsillos. Y hasta muchos de los «propietarios» de viviendas en estos islotes del socialismo maoísta se muestran bien dispuestos a abandonar sus viviendas si consiguen una compensación aceptable de los ayuntamientos o los promotores. Las campanas tañen por una creciente desaparición de las aldeas urbanas y el futuro parece estar reservado a eso que sociólogos y urbanistas conocen como la gentilización de los espacios ciudadanos más atractivos.

Silenciosamente, tal vez sin proponérselo, Deng dio la puntilla a la visión marxista de la historia: en China, y en otros muchos lugares, el comunismo no ha sido otra cosa que una antesala, superflua y brutal, del capitalismo.

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