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Capitalismo trágico

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Aunque nunca se ha firmado un contrato social en sentido propio, el constitucionalismo occidental del siglo XX se le parece mucho: su premisa general es que vivimos en sociedades democráticas donde funcionan mercados regulados por el Estado, que a su vez asume la tarea de redistribuir entre los más desventajados las rentas obtenidas mediante el cobro de impuestos. En ese contexto, el individuo está obligado a procurarse los medios para su sustento mientras atiende al mandato romántico del autodesarrollo personal: es, por lo tanto, responsable de su destino. Pero comoquiera que esa responsabilidad no se prescribe en el vacío, sino en una sociedad concreta donde los individuos ocupan posiciones muy diferentes entre sí, la redistribución estatal adopta formas que van más allá del simple «quitar a Pedro para dar a Juan», en la formulación del pensador libertario Anthony de JasayAnthony de Jasay, The State, Indianápolis, Liberty Fund, 1998, p. 225.. En la medida de lo posible, el Estado debe tomar las medidas necesarias para que disfrutemos de algo parecido a la igualdad de oportunidades; o, en otras palabras, para poner en pie un sistema meritocrático de reparto de premios y castigos. De hecho, tanto en el discurso intelectual como en la práctica política la idea de igualdad posee menos fuerza de arrastre que las nociones de imparcialidad y juego limpioSiddiqur Rahman Osmani, «On Inequality», en Judith R. Blau (ed.), The Blackwell Companion to Sociology, Malden, Blackwell, 2004, pp. 143-160.. Es evidente que un objetivo semejante –dejando a un lado la agitada discusión académica sobre su significado– es inalcanzable: jamás alcanzaremos una estricta igualdad de oportunidades. Dicho esto, orientar los esfuerzos públicos en esa dirección es mejor que no hacerlo, porque al menos lograremos proveer de mejores oportunidades a quienes de otro modo quizá no disfrutarían de ninguna. Y es que no poder conseguirlo todo no es razón para dejar de lograr algo.

En todo caso, la cuestión que se plantea en nuestros días, ahora que la desigualdad se ha apoderado de la agenda política y el populismo se alimenta de la inseguridad provocada por los efectos menos edificantes de la globalización y el cambio tecnológico, es la medida en la cual podemos seguir sosteniendo que el individuo es responsable de su destino socioeconómico. Y si no lo es, o al menos no del todo, de qué manera afecta esto al razonamiento causal sobre el que están asentadas las instituciones liberales. O social-liberales, porque sería absurdo pensar que vivimos en regímenes «neoliberales» y no, más bien, en sociedades que combinan elementos de distintas tradiciones políticas, entre ellas la socialdemocracia. Pero volviendo a nuestro tema: si un robot nos retira del mercado laboral, ¿somos responsables?

A decir verdad, la afirmación de que somos sujetos autónomos que tomamos libremente decisiones de cuyas consecuencias somos responsables no deja ser un ideal regulativo que nos anima a actuar como si así fuera, y no la constatación de que así sea como suceden las cosas en la práctica. Dejaremos aquí a un lado las objeciones neuropolíticas que ponen en entredicho que gocemos de algo parecido al libre albedrío, asumiendo, en cambio, que somos capaces de autonomía una vez que alcanzamos un cierto grado de autoconciencia. Así es como entiende Gerald Dworkin este principio, que podríamos adscribir a la filosofía liberal pero también considerar como típicamente ilustrada:

una capacidad de segundo orden que permite a las personas reflexionar críticamente sobre sus preferencias de primer orden, deseos y caprichos, así como la capacidad de aceptarlas o cambiarlas a la luz de preferencias y valores más elevados […] [que] definen la naturaleza de una persona, dando significado y coherencia a su vida y haciéndole asumir responsabilidad por ellaGerald Dworkin, The Theory and Practice of Autonomy, Cambridge, Cambridge University Press, 1998, p. 20..

El primer obstáculo para la construcción de algo parecido a una meritocracia donde la posición relativa de los individuos sea reflejo de las decisiones por ellos adoptadas en libre ejercicio de su autonomía personal es el hecho indiscutible de que arrancamos de diferentes posiciones de partida. Y ello, al menos, por dos razones no carentes de relación recíproca: poseemos distintos talentos innatos y nacemos en grupos sociales dispares. A lo primero lo llamaba John Rawls «lotería natural»; a lo segundo ha dedicado un libro el economista Robert Frank, que atribuye a la contingencia inicial del nacimiento una importancia decisiva para explicar nuestro itinerario vitalJohn Rawls, A Theory of Justice, Harvard, Harvard University Press, 1971; Robert Frank, Success and Luck. Good Fortune and the Myth of Meritocracy, Princeton, Princeton University Press, 2016.. De alguna manera, el juicio divino sería anterior a la existencia y no una evaluación de nuestro desempeño en ésta. En ambos casos, se trata de circunstancias que quedan al margen del control del individuo: ni los privilegios de cuna, ni la inteligencia o la belleza, son algo en cuya producción podamos atribuirnos mérito alguno. Aunque lo que hagamos con los talentos que nos han sido concedidos, sean muchos o pocos, de un tipo u otro, sí parecería depender en mayor medida de nuestras decisiones. O quizá no tanto: ir a un buen colegio o disfrutar de un colchón económico familiar que suministre la posibilidad de equivocarse sin riesgo es, otra vez, algo indisponible. Sin embargo, subraya Frank, tendemos a pensar que hemos logrado con nuestro esfuerzo todo aquello que hemos alcanzado, restando importancia al papel que la suerte ha desempeñado en nuestra vida cuando nos va bien en ella. Si el mérito es una ilusión, empero, resulta difícil desactivarla: somos los protagonistas aparentes de nuestra vida y eso explica que tendamos a atribuirnos la paternidad de nuestros éxitos, al tiempo que buscamos causas exógenas para explicar los fracasos. Frank cree que este espejismo colectivo está causado por la proclamación formal de la meritocracia. Y es que, si nuestros méritos no son tales, sino más bien el producto combinado de azares innatos y fuerzas sistémicas, no tendría sentido castigar a quien fracasa: es tan poco responsable como el ganador correspondiente.

Que el nacimiento condiciona fuertemente nuestras oportunidades vitales es algo sobre lo que también ha llamado la atención el afamado economista Branko Milanovi? en su celebrado trabajo sobre desigualdad y globalizaciónBranko Milanovi?, Global Inequality. A New Approach for the Age of Globalization, Cambridge y Londres, The Belknap Press, 2016.. Milanovi? destaca que ésta ha disminuido la desigualdad entre países, al tiempo que ha venido incrementándola últimamente en el interior de los países ricos. En ese sentido, las reacciones contrarias a la globalización por parte de los colectivos más golpeados por ella –trabajadores occidentales no especialmente cualificados, sobre todo– puede entenderse como una defensa de la mayor «renta de ciudadanía» de que disfrutan los habitantes de las sociedades occidentales. Esta se define sencillamente como la ventaja de que gozan quienes nacen en los países más ricos. También puede hablarse de prima de ciudadanía, en tanto que esa ventaja de nacimiento puede entenderse también como una renta, esto es, una circunstancia exógena independiente del esfuerzo individual y de la suerte episódica (no relacionada con el nacimiento) que uno experimente. Cuando nos oponemos a la inmigración, dice Milanovi?, estamos defendiendo nuestra renta de ciudadanía. Afortunadamente, el crecimiento económico en los países emergentes ha ido reduciendo el diferencial entre su renta de ciudadanía y la de los países ricos, y podría seguir haciéndolo en el presente siglo.

Igual que existe una renta de ciudadanía, podemos identificar una renta de nacimiento: la que nos corresponde por nacer en una familia y no otra. Sería insensato negar que una buena renta de nacimiento puede ser desperdiciada, pero también lo sería ignorar que su inevitable existencia sitúa a los individuos en muy distintas posiciones de salida. Es inevitable, porque cualquier sociedad producirá desigualdad por efecto de su funcionamiento ordinario, salvo que el control estatal adopte tintes totalitarios (en cuyo caso la igualdad a palos conocerá excepciones en la oligarquía dirigente). Los regímenes socioliberales combinan una orientación meritocrática (que incluye medidas redistributivas con fines de nivelación de oportunidades) con una amplia protección social, lo que significa que el sujeto es formalmente responsable de su posición final, pero está asimismo salvaguardado de las peores consecuencias que puedan derivarse de sus malas decisiones o el puro infortunio. Añadamos a esto la posibilidad de la buena suerte y el hecho de que no existe una relación automática entre capacidades o atributos y el éxito socioeconómico.

Sea como fuere, la pregunta fundamental en nuestros días es qué relación guardan entre sí la responsabilidad personal y la compulsión impersonal. Por compulsión impersonal entendía Friedrich Hayek el imperativo de adaptación que afecta a la mayoría de los agentes económicos en presencia de un cambio tecnológico –o cualquier otra forma de cambio social profundo– que deja obsoletas nuestras capacidadesFriedrich Hayek, The Constitution of Liberty, Londres, Routledge, 2006, p. 140.. Es impersonal porque no es el producto de una decisión, sino el resultado de un proceso social que agrega una infinidad de decisiones individuales y encadenamientos causales. Y es compulsiva porque, si no nos adaptamos, quedaremos fuera de juego: ¿qué sector empresarial puede dar la espalda a la digitalización? Alguno hay, pero son pocos. De alguna manera, la compulsión impersonal hayekiana es consecuencia de la celebérrima destrucción creativa del capitalismo enunciada por Joseph Schumpeter: si la nevera elimina del mercado la vieja tienda de hielo, el dueño de ésta habrá de reciclarse para seguir ganándose la vida.

De aquí podría deducirse que el Estado se encuentra obligado a hacer un esfuerzo suplementario en períodos excepcionales, caracterizados por una transformación acelerada y radical de las condiciones económicas preexistentes, es decir, allí donde una razonable gestión de las propias oportunidades no es suficiente para alcanzar una posición socioeconómica acorde con las propias capacidades. En otras palabras: siempre que se quiera, pero no se pueda. Ya que si el individuo actúa responsablemente, pero el sistema no lo acompaña, no podría decirse de aquél que ha actuado irresponsablemente. Y, en consecuencia, no sería justo castigarle como si lo hubiera sido.

Así, si cierra una fábrica de acero que da empleo a miles de personas y lleva cuarenta años en una comunidad, como ha sucedido con la clausura de Tata Steel en Inglaterra, no podemos acusar a sus trabajadores de haber sido negligentes en la gestión de sus capacidades. Son, sencillamente, perdedores netos del juego económico. Y, por esa razón, los Estados han solido hacerse cargo de las víctimas de la desindustrialización, siendo con ello injustos con quienes fuera de ese particular marco sectorial padecen un destino parecido que goza de menor visibilidad. Al hilo del cierre de Tata, el economista Tim Harford se preguntaba hace unos días si la renta básica puede ser una solución para afrontar las consecuencias de la creciente robotización industrial. Su respuesta es que la implantación de una renta básica plantea serios problemas, pero puede ser necesaria cuando la automatización envíe al desempleo forzoso a millones de trabajadores que no puedan reciclarse. Anotemos al margen que la robotización bien puede ser un problema a corto e incluso medio plazo, pero que deberíamos estar festejando el principio del fin de esa actividad laboral tan deprimente que es la cadena de montaje.

Sucede que la propia formulación de ese principio deja ver la endiablada dificultad que encerraría su aplicación práctica. ¿Qué es una razonable gestión de las propias oportunidades? Si uno se empeña en ser periodista o arquitecto en un mercado saturado de periodistas o arquitectos, por ejemplo, no estaría siendo muy razonable. Y lo mismo puede decirse de quien comete graves errores empresariales o deja pasar oportunidades de negocio. Podríamos estudiar cada caso concreto y tomar una decisión, pero, ¿qué administración pública posee esa capacidad? Lo mismo puede decirse de la posición socioeconómica acorde con las propias capacidades: habría que analizar tanto aquélla como éstas y ponerlas en relación con la gestión razonable recién mencionada. Además, la existencia de una compensación de ese tipo habría de administrarse cuidadosamente, ya que sería contraproducente obturar el mecanismo que empuja a los individuos a buscar nuevas esferas de actividad cuando desaparecen aquellas en que se desempeñaban.

Es así claro que la relación entre la responsabilidad personal (derivada del principio de autonomía) y la compulsión impersonal (que resulta del proceso de mercado) no puede resolverse fácilmente. Pero también lo es que se trata de una relación problemática que no puede despacharse alegremente invocando la primacía de la libertad individual (que nos haría responsables de todo lo que nos pasa), ni haciendo justo lo contrario (describiendo un engranaje determinista donde los actores individuales desaparecen bajo el peso de las abstracciones sistémicas). Se insinúa aquí un hecho económico fundamental, correlato bajo otras formas del hecho político básico: la imposibilidad de lograr la reconciliación entre la conciencia individual y el orden colectivo. En este caso, el juego entre los niveles macro y micro presenta contornos similares: la economía capitalista produce innovaciones beneficiosas para el conjunto de la sociedad, pero castiga a miembros particulares de esa sociedad durante el correspondiente proceso de mercado. Para llegar a disfrutar del smartphone, un ejército de telefonistas ha desaparecido en el sumidero de la historia. Esas dos facetas de la actividad económica son irreconciliables; no podemos tener una sin la otra, salvo que suprimamos el principio de competencia que constituye el motor de una organización económica capitalista que ha demostrado –debidamente regulada por el Estado, tremendismos al margen– ser preferible a sus alternativas.

No se trata de aceptar mansamente esta realidad, pero sí de asumir su cualidad trágica, renunciando a darle una solución definitiva que no existe. A cambio, es necesario paliar sus efectos más destructivos. Si ni siquiera se intenta, bien podemos repetir la triste historia del siglo XIX: un tiempo de innovación tecnológica y globalización económica frenado en seco por una reacción nacionalista y populista de tal magnitud que produjo dos guerras mundiales y un puñado de devastadores regímenes totalitarios. A su vez, irónicamente, esa tarea no puede realizarse sin el concurso del sujeto autónomo que atiende a razones, un saludable ideal regulativo –una ficción que opera como máquina de ilustración– del que haríamos mal en prescindir.

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