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Europa contra Europa

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Mientras el Reino Unido trata de encontrar salida al laberinto del Brexit, que ella misma ha diseñado sin guardar el mapa, las elecciones al Parlamento Europeo del próximo mes de mayo anuncian un incremento de la representación de los partidos populistas de signo antieuropeo. O, si se prefiere, partidarios de concebir Europa de otro modo: ya sea acabando con la Unión Europea o reorganizándola desde su interior. Y si esa disposición ideológica resultaba exótica en España hasta hace poco, el éxito de Vox en las elecciones andaluzas –que promete repetirse en las convocatorias electorales venideras– la ha incorporado a nuestra conversación pública.

No es un asunto sobre el que hablemos demasiado: la opinión pública española sigue siendo fuertemente europeísta y la amenaza secesionista catalana viene ocupando nuestra atención. Para más inri, los efectos políticos del procés condicionan inevitablemente el debate sobre Europa: la razón que asiste al presidente del Gobierno cuando denuncia el uso populista de la nostalgia y llama a combatir a los nacionalismos excluyentes en el Parlamento Europeo se ve socavada por el hecho de que él mismo ha llegado al poder gracias al apoyo del nacionalismo excluyente. Sin embargo, conviene atender a las bases teóricas de este debate: a las ideas que mueven a quienes abjuran –en este caso por la derecha– de la Unión Europea.

Para hacerlo, nada mejor que atender a un manifiesto del que apenas se habló en la prensa española: la Declaración de París redactada en mayo de 2017 por un grupo de intelectuales conservadores europeos. Entre ellos, figuras tan destacadas como Pierre Manent, Roger Scruton, Robert Spaemann, Rémi Brague o, entre nosotros, Dalmacio Negro. Y resulta que el mismísimo Santiago Abascal, mucho antes de la irrupción electoral de su partido, señalaba en Twitter que la Europa en la que cree Vox se esboza en esa declaración, porque –añadía– «preferimos, mil veces, a Roger Scruton que a Farage». Esto último no se le puede reprochar –mejor Scruton que Farage– y, además, sugiere que en el espacio ideológico de la derecha existen notables diferencias internas; algo que se deduce también del propio manifiesto, cuyos autores evalúan el populismo desde el conservadurismo. Dónde se sitúa Vox ahí es asunto distinto, si bien el ascendente que sobre Abascal tiene el pensamiento de Gustavo Bueno sobre la identidad española sugiere una genuina afinidad con la Declaración de París que aquí nos ocupa. Veamos, en cualquier caso, lo que ésta tiene que decir.

El manifiesto se cimenta en una sencilla contraposición: entre una «Europa real» y una «falsa Europa» que la pone en peligro. Pertenecemos a la primera y es nuestro deber combatir la segunda, cosa que los firmantes se comprometen a hacer. La tarea se presenta difícil, pues esta falsa Europa «se felicita a sí misma como la precursora de una comunidad universal que no es ni universal ni comunidad». Por el contrario, la verdadera Europa es presentada por los firmantes como una «comunidad de naciones». ¿Estados Unidos de Europa? ¡Ni hablar! Tenemos lenguas, tradiciones, fronteras; las dos primeras explicarían las terceras. Pese a ello, los europeos siempre han reconocido un parentesco común; esta «unidad en la diversidad» nos parece natural, a pesar de que nos hayamos enfrentado en guerras terribles. Se diría que los autores quedan aquí cerca de denominarlas «guerras civiles europeas», como hacen algunos historiadores. Y aunque la forma política más común de unidad en la diversidad es el imperio, recuerdan que lo que ha prevalecido en Europa es el Estado-nación: uniendo «personalidad con soberanía», el Estado-nación sería el signo distintivo de la civilización europea y la paradójica base de una identidad compartida. Europa es así una constelación de naciones soberanas que no deben disolverse en una unidad más amplia.

A continuación, el manifiesto se refiere a las raíces culturales de esa verdadera Europa. Y lo hace poniendo el énfasis en el cristianismo o, lo que es igual, descartando que ese fundamento haya de encontrarse en una cultura «judeocristiana» a la que ha venido haciéndose referencia en los últimos años desde las instancias oficiales. Para los firmantes, el imperialismo espiritual de la Iglesia católica habría permitido el florecimiento de las lealtades cívicas en el interior de la cultura europea por no venir acompañado de un imperio político; aunque quizá podríamos matizar: por el fracaso de los intentos encaminados a construirlo. De esas raíces cristianas derivaría el superior valor otorgado a la igual dignidad del individuo, ciertamente nivelados entre sí ante Dios en el plano teórico; para que esa nivelación tuviera traducción política hicieron falta, sin embargo, algunas revoluciones. Al cristianismo habría que añadir la tradición clásica: la literatura grecorromana y el cultivo de la excelencia. En este punto, el manifiesto hace pocas concesiones al populismo: aunque la tensión de excelencia nos habría conducido en ocasiones a la violencia competitiva, también habría inspirado la creación de obras artísticas y la consecución de avances científicos. Mejor Aquiles que Bartleby.

Pues bien, esta Europa verdadera se hallaría ahora en peligro por efecto de una degeneración cultural cuya primera causa es la errónea creencia de que todo empezó con la Ilustración: los firmantes subrayan que Europa precede a las Luces y advierten de que este «amado hogar» no será llevado a su consumación con la Unión Europea. Digamos entonces que la Declaración de París considera a la Unión Europea una de las posibles formas de organización de la europeidad: una forma indeseable y equivocada. A ella le achacan un espurio universalismo que promueve una «falsa cristiandad de derechos humanos universales», así como una concepción autodestructiva de la libertad. En este aspecto, el conservadurismo moral del manifiesto es explícito:

El hedonismo libertino lleva a menudo al hastío y a una profunda sensación de sinsentido. El vínculo del matrimonio se ha debilitado. […] Nuestras sociedades parecen estar cayendo en el individualismo, el aislamiento y la falta de sentido. En vez de libertad, somos condenados a la vacía conformidad de una cultura guiada por el consumo y los medios de comunicación. Es nuestro deber proclamar la verdad: la generación del 68 destruyó, pero no construyó. Crearon un vacío que ahora se llena con redes sociales, turismo barato y pornografía.

De manera que el 68 destruyó el viejo orden sin construir uno nuevo y el desorden resultante produce ahora melancolía. Este sentimiento no es exclusivo del conservadurismo: hace unos meses pasaba por España el escritor húngaro László Krasznahorkai y dejó dicho que, pese a ser partidario de las sociedades abiertas, habría que preguntarse «si la mayoría, que deseaba la democracia para comprarse un coche y viajar a Canarias, la merece». En las novelas de Michel Houellebecq encontramos una parodia feroz del sesentayochismo, relatada por protagonistas desorientados en una sociedad que la crítica de izquierdas califica desaprobatoriamente como «líquida». Pero las convergencias teóricas no terminan aquí: la Declaración de París suena republicana cuando sostiene que «los entretenimientos populares y el consumo material no alimentan la vida cívica», adquiere tintes comunitaristas al recordar que «no podemos permitir que todo esté en venta» dentro de un mercado libre sin restricciones, se alinea con la crítica antiglobalizadora al arremeter contra la homogeneidad cultural promovida por el gigantismo corporativo, y comparte con buena parte de la izquierda el lamento por el «déficit democrático» de la Unión Europea. Tal déficit no sería un problema técnico, alerta el manifiesto, sino una barrera levantada contra la «soberanía popular» a fin de evitar sus inconvenientes. Este soberanismo, que encontramos en los populismos de izquierda y derecha, sería coherente con la defensa de una comunidad de naciones (Europa) degradada a través del internacionalismo (la Unión Europea).

Más ordinario es el reproche que se dirige al presunto reglamentismo europeo, cuyo producto sería nada menos que una vida sin auténticas libertades. Los tecnócratas sin rostro gobernarían desde Bruselas «nuestras relaciones laborales, nuestras decisiones empresariales, nuestras calificaciones educativas, nuestros medios de comunicación y entretenimiento». ¡Tiranía de la trasposición! Para colmo, se insinúa ahora una restricción a la libertad de expresión que consagra el imperio de la corrección política y ocultará «las verdades inconvenientes sobre el islam y la inmigración». Aunque el manifiesto no habla abiertamente de «islamización de la cultura europea», ataca resueltamente lo que entiende como proyecto multicultural europeo, que comporta la renuncia a afirmar la superioridad de nuestra cultura, y no digamos ya a promover la asimilación cultural de los musulmanes. La conexión con el nativismo populista es, en este punto, clara.

Hablando de religiones: los firmantes proponen una reflexión teológica como punto de partida para la renovación de la europeidad. La falsa Europa que ellos denuncian sería en sí misma «un sucedáneo religioso» dotado de pretensiones universalistas y credos inflexibles. Muestran cierta pericia metafórica: describen esta religión como «un potente opiáceo que paraliza el cuerpo político europeo». Se llega así a la sorprendente conclusión –para tratarse de un manifiesto conservador– de que recuperar la voluntad política europea exige la resecularización de la vida pública. Y en la medida en que «somos los autores de nuestro destino compartido», llaman a actuar contra los males descritos.

Para empezar, los firmantes denuncian la vacuidad del multiculturalismo y exigen la asimilación de los inmigrantes; de lo contrario, señalan sin pudor, seríamos víctimas de una empresa «colonizadora». Y aunque expresan un apoyo decidido a los logros políticos de la era moderna, incluyendo la igualdad entre hombres y mujeres, entienden que una democracia sana exige «jerarquías sociales y culturales que animen la búsqueda de la excelencia». El conservadurismo gana aquí la partida al populismo: en lugar de exaltar al hombre común, los firmantes subrayan la función formativa que corresponde a padres, profesores y catedráticos. Pero rechazan vivamente el culto a los expertos, apostando en su lugar por una sabiduría que parece sacada de los ensayos de T. S. Eliot. Esto se traduce en un propósito inmodesto: «Renovar la alta cultura de Europa haciendo que lo sublime y lo bello sea nuestro patrón común». ¡Ahí queda eso! Por añadidura, esta excelencia debe ir acompañada de una «vida recta»:

Europa necesita renovar un consenso sobre la cultura moral, de modo que el pueblo pueda ser guiado hacia una vida virtuosa.                                                      

Si atendemos a la tradición emancipadora de la izquierda, no deja de ser llamativo que la crítica conservadora a la «falsa visión de la libertad» pudiera ser firmada también por ella. Sobre todo, por la que se encuentra hoy bajo la fuerte influencia de una parte de la teoría feminista: la que desconfía de la capacidad del individuo para tomar sus propias decisiones morales y aboga por prohibir la gestación subrogada o la prostitución. De esa izquierda no cabe esperar, en cambio –al menos por el momento–, la defensa del matrimonio que hace el manifiesto:

El matrimonio es el fundamento de la sociedad civil y la base para la armonía entre hombres y mujeres. Es el vínculo íntimo organizado para sustentar un hogar y criar a los hijos. Afirmamos que nuestros roles más importantes en la sociedad y como seres humanos son los de padres y madres.

Se sigue de aquí que el poder público debe fomentar la natalidad, idea ampliamente compartida hoy a lo largo del espectro político, así como –objetivos que suscitan menor consenso– el matrimonio y la educación paternal. Pero el texto es coherente consigo mismo: fomentar la creación de unidades familiares permitiría mitigar los efectos desequilibrantes de la cultura del 68.

¿Y qué hay del populismo? Los firmantes dicen tener sus reservas ante el fenómeno: lo que Europa necesita no son lemas simplistas y apelaciones emotivas, sino recurrir a «la profunda sabiduría de sus tradiciones». Pero no dejan de contemplar con simpatía lo que el populismo tiene de «sana rebelión contra la tiranía de esa falsa Europa que etiqueta como antidemocrático cualquier amenaza a su monopolio sobre la legitimidad moral». Así que el populismo tiene razón cuando desafía lo que ellos llaman «dictadura del statu quo» y «fanatismo del centro». Es más: la ola populista puede verse como un signo del renacimiento de la voluntad histórica de los pueblos europeos. Por eso la Declaración de París se cierra con un llamamiento dirigido a los europeos: que se unan a los firmantes en «el rechazo de la fantasía utópica de un mundo multicultural sin fronteras». Y que lo hagan, claro, por amor a sus respectivas patrias.

Ya se ha señalado que el manifiesto apenas tuvo repercusión en la prensa española. En el exterior, recibió alguna atención por parte de medios conservadores anglosajones tales como la National Review (que lo ve tradicionalista más que nostálgico y lo aplaude por el ánimo con que afronta la tarea de rehacer el futuro europeo) o The American Conservative (que elogia su capacidad para fijar los términos del conflicto en ciernes desde el punto de vista de quienes desean salvar «la patria europea»), mientras que el Frankfurter Allgemeine Zeitung le afea que apenas describe el «espíritu de Europa» que tan a menudo invoca. Más recientemente, Thomas Assheuer señalaba que no hay necesidad de buscar una respuesta a los planes de Macron para la refundación del proyecto europeo, pues ya existe y es precisamente la Declaración de París. Desde la óptica del manifiesto, Macron es el auténtico heraldo de la Falsa Europa, dispuesto como está a profundizar en la naturaleza federal de la Unión Europea a pesar de las reticencias alemanas y la oposición de aquellos miembros que apuestan, contrariamente, por un reforzamiento de las soberanías nacionales en el interior de aquella. A decir verdad, sigue Assheuer, el propio Macron habría replicado, durante su discurso en la Feria del Libro de Fráncfort, a la tesis según la cual las culturas nacionales europeas están condenadas a la degeneración en el marco de una federalización decadente. Para el presidente francés, las culturas nacionales no son bálsamos espirituales cuya función sea compensar los daños anímicos del proceso de modernización, sino más bien –en la línea de Paul Ricoeur, filósofo del que fue asistente– relatos que dan significado al mundo y mantienen entre sí relaciones de intercambio que hacen manejable nuestra existencia cotidiana.

Bien, ¿qué pensar de esta Declaración de París? Obviamente, se trata de un texto de compromiso que no refleja los matices del pensamiento de sus distintos firmantes; ya es milagroso que pudieran ponerse de acuerdo. Si algo llama la atención, es la idealización del pasado europeo que aquí se lleva a cabo. Hablar de una hermandad espiritual que se realiza históricamente a pesar de los conflictos bélicos que han azotado al continente supone restar importancia a una violencia, demasiado a menudo impulsada por sentimientos nacionalistas de amor a la patria, que ha desangrado a las sociedades europeas durante siglos. En otras palabras: el sentido de pertenencia a una casa común no impedía destrozar las estancias de los demás. Por su parte, el énfasis en lo cristiano y la exclusión de lo judío presenta más de un problema; sobre todo, después de Auschwitz. Y es que a pesar de sus inevitables defectos (¿cómo podría no tenerlos?), la Unión Europea ha logrado su objetivo primordial: evitar otra guerra europea. Acaso sin quererlo, el manifiesto abre ahí una puerta peligrosa: si rechaza la creación de una soberanía europea en nombre de la integridad de sus Estados-nación, pero al tiempo habla el lenguaje de las «patrias», ¿qué hacemos con los nacionalismos interiores que abjuran de sus Estados-nación en nombre de otras posibles patrias? Igualmente, el manifiesto sobrestima el riesgo de desnaturalización de las culturas nacionales por efecto de la homogeneización proveniente de la Unión Europea, pues hasta el momento aquellas se han mostrado bastante resistentes. Lo que no puede esperarse es que las sociedades europeas se mantengan tan diferenciadas entre sí como en el siglo XVII: cuatro siglos de modernización liberal no pasan en balde. En ese aspecto, los firmantes demuestran una fe desconcertante en la capacidad de la acción política para revertir transformaciones sociológicas y culturales de hondo calado: el debilitamiento de la familia tradicional, el individualismo expresivo, la movilidad global, la consagración de la cultura popular de masas. Queda claro que el sujeto contemporáneo es una decepción para los firmantes, pero eso no va a hacerlo desaparecer.

Dicho esto, acusar a la Declaración de París de promover una Europa iliberal no es justo. Los autores no hacen más que presentar su visión de Europa, llamada a competir con otras: la Unión Europea no constituye el destino «natural» del continente, sino que es el resultado –a mi juicio exitoso– de un proceso político hipotéticamente reversible. No podemos exigir que se calle a quien piensa de otro modo, ni silenciarlo llamándolo «iliberal» cuando no haya razones para ello. Hubo Europa antes de la Unión Europea y la habría sin ella; que algunos prefiramos sin ambages la continuidad del llamado «proyecto europeo» no priva a otros del derecho a cuestionarlo. En eso consiste el pluralismo democrático: en aceptar la discrepancia en un marco institucional compartido. Por desgracia, la sofisticación de los debates intelectuales desaparece cuando entramos en campaña electoral: asoman las medias verdades, las apelaciones emocionales, las cifras fantasma. Así lo habría confirmado el Brexit, que, a la luz de la Declaración de París, podemos interpretar como una rebelión de la Europa Auténtica contra la Falsa Europa. Pero ésa, digamos, es otra historia.

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