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¡Tra(d)ición!

Tradición y deseo

NORMAN BRYSON

Akal, Madrid, 256 págs.

Trad. de Alfredo Brotons Muñoz

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Para un público no académico, tal vez Norman Bryson sea el más interesante de los pioneros de una corriente muy en boga en la Historia del Arte de los últimos veinte años: los Visual Studies, fuertemente ligados a la semiología y al estructuralismo perceptivo. Para éstos, la creación y la recepción de imágenes artísticas dependen tanto la una de la otra como del contexto social, cultural e histórico. No será posible comprenderlas correctamente si el historiador no intenta desentrañar su funcionamiento en tanto que sistemas de comunicación: un cuadro, una escultura es, ante todo, un universo significativo. Esta nueva historia del arte (relativamente: ya se ha dicho que cuenta con sus buenos veinte añitos, y sólo en círculos académicos periféricos puede sonar aún a novedad) alejó definitivamente a la disciplina del formalismo y del estudio monográfico de obras, artistas o estilos. Deja atrás el empirismo, la erudición y el ojo adiestrado del historiador/árbitro del gusto/connaisseur a la antigua usanza europea. Se basa más bien en el estudio de los mecanismos de la mirada aplicados a las artes plásticas y pone mucho énfasis en desenterrar las connotaciones políticas más insospechadas. Es omnívora, y no hace ascos a la hora de reciclar conceptos y métodos tomados de otras disciplinas para elaborar una teoría del arte cada vez más ambiciosa que ya no se subordina al objeto «previo» de sus estudios y que pretende servirse del arte como trampolín para una amplia labor de crítica social y cultural.

La cosa, en principio, suena bien, se dirá el lector. Un poco sicalíptica tal vez… La verdad es que no será el primero en coger con pinzas tan ambiciosas intenciones. Lo cierto es que los tan traídos y llevados Cultural Studies (que siguen haciendo furor y de los que estos Visual Studies son una más de sus muchas hijuelas) han caído a veces en el cripticismo y en paroxismos teóricos al servicio de la corrección política más pacata, del multiculturalismo entendido como todo vale o de políticas de género cuando menos discutibles. Y más de uno se ha dado un atracón de interpretaciones delirantes a partir de nociones mal digeridas de Lacan, Barthes o Foucault (por citar a algunos gurús indiscutibles). Autores tan poco reaccionarios como Rosalind Krauss han atacado muy duramente los excesos de esta corriente: «Los estudiantes de historia del arte ya no aprenden a leer una obra de arte. En lugar de eso, reciben Visual Studies: un batiburrillo de ideas paranoicas acerca de lo que sucede bajo el patriarcado o el imperialismo» Citada por Scott Heller en «What Are They Doing to Art History?», Art News, 96 (enero de 1997). . Otros, como Hal Foster o Martin Jay, han afirmado que los estudios visuales «no tienen mucho que ofrecer desde un punto de vista filosófico» y han criticado el «intento seudopopulista de poner al mismo nivel todos los valores culturales» «Visual Culture Questionnaire», October, 77 (verano de 1996). . Y el sólido Thomas Crow, que difícilmente podrá ser tachado de carca, ha dicho que «reducir la historia del arte a la historia de las imágenes […] supondrá una pérdida de la capacidad de interpretación de un campo en el que el ser humano se ha volcado profundamente» «Visual Culture Questionnaire», October, 77 (verano de 1996). . Las palabras de Crow vienen especialmente al caso porque fueron dichas a propósito de otro libro de Norman Bryson Norman Bryson (ed.), Books on VisualCulture, such as Visual Culture: Images and Interpretations, Hanover, Wesleyan University Press, 1994.. Veamos hasta qué punto puede tener razón.

Bryson ha sido catedrático de Historia del Arte en Harvard y actualmente dirige el departamento de Historia del Arte de la veterana Slade School of Fine Arts de Londres. En los años ochenta se dio a conocer ampliamente a medida que fueron publicándose los tres volúmenes de su trilogía dedicada a la pintura francesa de los siglos XVIII y XIX : Word and Image (1981), Vision and Painting (1983) y Tradition and Desire (1984), traducida ahora por primera vez en España (tras casi veinte años: no extraña que nuestro país, para bien o para mal, se haya quedado algo al margen de la corriente que representan) Norman Bryson, Word and Image: French Painting of the Ancien Regime. Cambridge y Nueva York: Cambridge University Press, 1981. La lógica de la mirada, Alianza, Madrid, 1991. Trad. de Consuelo Luca de Tena..

En los tres libros Bryson se apoyaba en los esquemas generales de Barthes, de Lacan y de Saussure para probar que las artes visuales nunca se han limitado a reproducir la realidad, sino que son productoras de universos autónomos de significados. Se acerca a los cuadros como un filósofo del lenguaje, más interesado por los mecanismos intelectuales que se ponen en marcha a partir de la contemplación que por los aspectos puramente plásticos que han ocupado a la historia del arte tradicional. Esto, que hoy se pone en práctica hasta el despropósito, fue lo que dio en su momento a la trilogía un carácter inaugural de lo más refrescante. Y lo cierto es que brillantísima, precisa, audaz, espléndidamente escrita, la obra conserva hoy gran parte de su interés.

Tradición y deseo trata una cuestión fundamental para la pintura y para la historia del arte: el problema de La Tradición con mayúscula, del acervo pictórico anterior a la obra de cada artista y que necesariamente ha de influir en él. Todo el que empuña un pincel está obligado a tomar posición, de un modo u otro, frente a sus predecesores en el oficio. El tema había sido amplísimamente tratado ya desde la Antigüedad, y lo novedoso de la aproximación de Bryson residió en el desafío a su propia tradición en tanto que historiador del arte.

Por un lado, se mostró especialmente terco a la hora de sacar a su disciplina de los estrechos márgenes que se había impuesto, «del trajín de la búsqueda de fuentes, la historia del arte en su vertiente profesional y obsesiva», convencido de lo fructífero que resultarían en ella injertos de filosofía del lenguaje, de estudios literarios (ya en la introducción reconoce su deuda con Harold Bloom), de psicoanálisis (Lacan, hoy tan citado a tontas y a locas, sale a relucir frecuentemente en el libro) y de planteamientos feministas o piscolonialistas.

Por otro lado, rechazó desde el primer momento la visión tradicional de la tradición, encarnada por Plinio, Vasari o Gombrich: la idea de un arte en perenne ascensión hacia la cima de lo perfecto, que pasa del invierno a la primavera y al verano, y en el que cada pintor sucede ordenadamente al anterior para aportar su granito de arena a la elevación del castillo del arte occidental (que para aquellos autores era sinónimo de universal). También hubo artistas que compartieron esta idea del arte como escala hacia el cielo y de sí mismos como peldaños, pero Bryson se revolvió contra esta forma de simplificar los complejos sentimientos e intenciones respecto al pasado (y al futuro) que animan a cualquier pintor metido en faena. Y es que, según él, los historiadores nunca habían abordado esta cuestión desde la posición del artista.

Para los que nos limitamos a mirar desde la barrera, la noción de la existencia de genios y de grandes logros situados en épocas anteriores es en realidad muy borrosa. El peso del arte del pasado en la obra presente ante nuestros ojos no pasa de simple nota al pie de nuestra percepción, y aparece subsumido en la obra que contemplamos (de igual modo que un lector puede apreciar, en Saint-Simon, la influencia de Proust, que escribió dos siglos más tarde, pero a quien él ha leído antes). El pasado es contemporáneo del acto de mirar. Para el que se dispone a aprehender la obra y a gozarla, la tradición se desdibuja.

Pero Bryson, en tanto que historiador, eligió el punto de vista del pintor. En la relación del artista con sus predecesores hay mucho de amor y de odio, de tensión subyacente que puede dar garra a su talento o aniquilarlo. Mengs, por ejemplo, fue tan respetuoso ante la tradición clásica que desapareció como pintor. La auctoritas de Rafael, de Leonardo, de los pintores griegos puede ser al tiempo benéfica o castradora. Tomar postura frente a ella crea en los artistas, necesariamente, un malestar de la tradición similar al malestar de la cultura de que hablaba Freud. Socarrón, Bryson nos habla «del máximo consuelo que el espectáculo de la Antigüedad puede proporcionar al pintor recién llegado: que ninguno de sus cuadros sobrevivió».

Es así inevitablemente: para el espectador del cuadro la tradición es etérea e intemporal, está pasando mientras mira. Para el que se dispone a pintarlo, por el contrario, la tradición va antes y pesa. Si no sabe jugarse las cartas con los que le han precedido y doblegarla, será ella quien le doblegará a él. Esta tensión es perceptible en la obra de todos los artistas que realmente interesan. Y para el estudio de los modos en que un artista puede intentar resolverla Bryson eligió una época y un país en los que la cuestión del canon artístico fue particularmente candente: la Francia de la Revolución, el Imperio y la Restauración, representada por la obra de tres colosos, David, Ingres y Delacroix. Cada uno de ellos tuvo su propia forma de lidiar con la galería de fantasmas de sus antepasados, pero la rotundísima frase de David que da inicio al capítulo II puede servir de verdadero eslogan de la postura de los tres artistas… y del propio Bryson: L'Antiquité ne me séduira pas.

A partir de ella se suceden los análisis de algunas obras maestras celebérrimas acerca de las que parecía imposible decir nada que fuese a la vez novedoso y plausible. Gracias a Bryson redescubrimos la profunda belleza de las obras pintadas por David durante su encarcelamiento; comprendemos cómo el furor de las feministas más radicales contra las mujeres desnudas de Ingres iba desencaminado La gran odalisca, por ejemplo, que tanto han atacado las feministas (recuérdese el célebre y divertido póster de las Guerrilla Girls) como madre de todas las pin-ups y mujeres-objeto del siglo XX es más bien, para Bryson, una deconstrucción del estereotipo que parece encarnar. También John Berger, en Modos de ver, tuvo palabras duras contra un cuadro que él consideraba apabullantemente machista.; y vemos que obras tan requetevistas y comentadas como El juramento de los Horacios o La intervención de las sabinas albergan una gran complejidad de significados aún por desentrañar.

Una y otra vez la palabra «brillante» nos viene a los labios mientras leemos. Quizá demasiadas: en su gusto por la brillantez, Bryson cayó en ocasiones en la casuística y casi en la arbitrariedad. Según su conveniencia, se sirvió de toda una panoplia de teorías y directrices que empezaban entonces a ponerse de moda. Así, los Horacios se interpretan en términos de género, los retratos napoleónicos de Ingres a partir de nociones lacanianas, Leónidas en las Termópilas de David toma elementos próximos a los queer studies que empezaban a despuntar entonces…, el resultado bordea en ocasiones la falta de unidad de criterio.

El método de Bryson supuso un intento estimulante de darle la vuelta al sistema de rastreo de fuentes tradicional. Bien es verdad que, desdeñándolo, lo practica cuando le es necesario para dar más prestancia aún a sus interpretaciones. En esos casos enumera las fuentes a las que recurre con una prisa y una displicencia tales que nos cuesta seguirle y hace muy difícil la discusión. En Tradición y deseo hasta las referencias más extravagantes salen a relucir como algo muy de perogrullo, demasiado obvio para detenerse en su explicación. Uno se queda dudando: resulta que la pintura de Agostino Veneziano, pintor remoto, está muy presente en las Sabinas, lo mismo que Van Eyck en el ultraclásico Retrato imperial de Napoleón… Afirmaciones tan inesperadas requerían, lamentablemente, el lastre de una fundamentación más detenida. Por mucho que robasen agilidad a la exposición. Quizá, por tediosa que resultara, algo bueno tenía la quisquillosa erudición de la vieja escuela: diques de contención contra el funambulismo académico. El mismo en que a veces degeneran esos Estudios visuales tan magníficamente representados (para bien y para mal) por la obra de Bryson.

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