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De qué mueren los cowboys

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Hace más de tres lustros compré The Cigarette Papers en la librería de la Universidad de California en San Diego. Mientras mataba el tiempo hasta la hora del seminario que debía presentar en el Instituto Salk, empecé a leer con avidez aquel libro, editado por la misma universidad, en el que el cardiólogo Stanton A. Glantz y sus colaboradores glosaban y sacaban tristes conclusiones de los varios miles de documentos de la tabaquera Brown & Williamson (Pall Mall, Lucky Strike, Kool) que habían sido copiados subrepticiamente por un auxiliar legal de dicha empresa y transferidos anónimamente a este autor, cuyo tema de investigación era el daño clínico que sufren los fumadores pasivos. La publicación de este libro fue uno de los hitos en la evolución de la lucha antitabaco y un pilar importante en las demandas legales de gobiernos y particulares contra la industria, así como una referencia fundamental en los recientes desarrollos legislativos para regular el consumo de tal producto adictivo y cancerígeno.

En enero de 2014 se ha cumplido medio siglo desde que un informe de la máxima autoridad sanitaria de Estados Unidos, el Surgeon General, advirtió de los efectos adversos del tabaco. La poderosa industria tabaquera reaccionó en tromba ante el informe y defendió vigorosamente la inocuidad del producto, llegando sus más altos directivos hasta el extremo de mentir bajo juramento ante una comisión de investigación del senado (delito grave en Estados Unidos). En esencia, lo que desvelaban los documentos filtrados de Brown & Williamson era que el discurso interno de las compañías contradecía radicalmente sus solemnes e insistentes declaraciones públicas, en un lenguaje descarnado, soez y cruelmente despreciativo hacia los padecimientos de los seres humanos: 1) las empresas conocieron, con décadas de antelación con respecto a la comunidad científica y a los consumidores en general, el carácter adictivo de la nicotina y los marcados efectos cancerígenos del tabaco; 2) sabían también que las adicciones más arraigadas y perdurables eran las adquiridas durante la infancia y la adolescencia; 3) añadieron aditivos para reforzar el poder adictivo; 4) deliberadamente dirigieron sus esfuerzos publicitarios, de forma prioritaria, hacia los jóvenes, con imágenes como el conocido camello de peluche o el viril cowboy cabalgando en Marlboro County. Las muertes se consignaban en los informes internos como meras pérdidas de clientes y los resultados de sus investigaciones confidenciales se presentaban directamente a los servicios jurídicos para que quedaran protegidos por la cláusula de confidencialidad abogado-cliente.

La divulgación de los miles de documentos filtrados y la publicación de textos basados en ellos hubieron de enfrentarse a la agresiva estrategia querulante de los poderosos servicios jurídicos de la industria. La publicidad previa del manuscrito de Glantz y colaboradores, con portada en la revista Time y largas entrevistas en las principales cadenas de televisión, lo convirtieron en una apetitosa fruta que ninguna de las decenas de editoriales, grandes y pequeñas, a las que les fue ofrecido se atrevió a morder ante el terror que provocaba la capacidad de litigación de los tabaqueros, representados por los bufetes más potentes del país. Fue al final la editorial de la Universidad de California, institución que ya había ganado la batalla de la divulgación de los documentos filtrados, gracias a que los depositó en la World Wide Web, la que publicó el libro. En paralelo, Glantz y colaboradores presentaron parte del contenido del libro en formato científico, enviando cinco trabajos al Journal of the American Medical Association que fueron mandados a evaluar por ocho expertos, en lugar de los dos reglamentarios, y, de forma excepcional, fueron publicados uno tras otro, a pesar de las ominosas amenazas de los tabaqueros. El periodista Philip J. Hilts publicó también en The New York Times, de modo más resumido, una serie de artículos sobre los documentos filtrados que, más tarde, fueron reunidos en forma de libro.

¿Cuál es la situación actual del consumo de tabaco, cinco décadas después de la denuncia del Surgeon General? Podemos responder brevemente a esta pregunta con algunos datos extraídos de una interesante revisión de Prabhat Jha y colaboradores, aparecida a principios de este año en The New England Journal of Medicine. Durante todo el siglo XX, las muertes atribuibles al tabaco fueron del orden de cien millones, la mayoría en países desarrollados. Esta cifra es del mismo orden que la de las muertes sumadas de las dos guerras mundiales y las dos grandes pandemias (gripe española y sida). Si las tendencias actuales se mantienen, con un 50% de chicos fumadores y 10% de chicas fumadoras a escala global, las muertes en el siglo XXI serían del orden de mil millones, más de la mitad en países en desarrollo. Este marcado incremento se debe a que las consecuencias adversas del tabaquismo se manifiestan con hasta cincuenta años de retraso con respecto al inicio de la adicción, y el consumo per cápita no alcanzó un máximo estable hasta aproximadamente 1950. Así, por ejemplo, en Estados Unidos dicho consumo fue de uno, cuatro y diez cigarrillos, por día y persona, en los años 1910, 1930 y 1950, respectivamente.

La Asamblea Mundial de la Salud ha planteado el objetivo de reducir un tercio el número de fumadores para el año 2025, lo que salvaría unas doscientas millones de vidas. Los mensajes son contundentes: 1) el riesgo de fumar es muy alto; 2) como media, los que mueren por tabaquismo en la edad adulta pierden veinte años de esperanza de vida; 3) dejar de fumar merece la pena, ya que si se hace a los treinta, cuarenta o cincuenta años se ganan diez, nueve y seis años de esperanza de vida, respectivamente. Entre las medidas que están mostrando cierta eficacia en la reducción del consumo de tabaco pueden señalarse las siguientes: elevación de su precio, prohibición de su consumo en lugares públicos, limitación de la publicidad y apoyo médico contra la adicción.

Acabo de leer en el diario El País el obituario de Eric Lawson, el último de los «hombres Marlboro» que muere de una enfermedad asociada al tabaquismo, la enfermedad pulmonar obstructiva crónica (EPOC). Antes que él murieron otros cowboys participantes en el famoso anuncio: Wayne McLaren, de cáncer de pulmón a los cincuenta y un años, y David Millar y David McLean, ambos de enfisema.

Nunca he sido fumador habitual, pero he de confesar que a una edad tardía me hice fumador ocasional de puros, cuyo aroma, junto al de la higuera y al del arrayán, está entre los que evocan mi infancia, jugando al escondite en un secadero de tabaco en la vega de Granada, dentro del laberinto de las plantas que, puestas a secar, colgaban del techo.

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