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Tintín: los cigarros del faraón

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Tintín inicia sus aventuras como periodista de Le Vingtième Siècle, pero en su viaje a Oriente ya no trabaja para el diario católico, sino que actúa como reportero independiente. Ya no es un simple boy-scout con una apariencia infantil, sino un joven con aspecto de haber madurado. No se limita a encadenar peripecias y momentos hilarantes. Ahora reflexiona, mide sus actos y emite juicios. Atrapado por las circunstancias, acaba luchando contra una organización criminal dedicada al tráfico de drogas y armas. En su cuarta aventura, se introduce en una atmósfera con el inequívoco aroma de las novelas de Agatha Christie, pero también con ecos del asombro que produjo en 1922 el descubrimiento la tumba del faraón Tutankamon por Howard Carter, el célebre arqueólogo y egiptólogo inglés. Los cigarros del faraón discurre entre lo que hoy se conoce como Arabia Saudí y la India colonial, cerca de la frontera con China, dos de los escenarios favoritos de los amantes de las aventuras de aquella época, cuando el desierto y la selva constituían para el hombre occidental mundos casi inexplorados. Tintín ya había conocido los peligros de las grandes llanuras de América del Norte, pero hasta ahora no se había enfrentado a las fuerzas ocultas de la naturaleza. Por primera vez, conocerá los espejismos, las alucinaciones y los dioses orientales. Aunque aún se aprecian las exigencias de las entregas semanales, el curso folletinesco de su aventura cada vez se parece más a una trama con cierta planificación. Hay un enigma que recorre toda la historia, manteniendo al lector en un clima de suspense.  

Hergé publicó Los cigarros del faraón  entre diciembre de 1932 y febrero de 1934, utilizando el blanco y negro. Fue la primera colaboración con Casterman. Dibujó dos versiones y tres portadas. La segunda versión, ya en color, apareció en 1955. La primera portada, con Tintín y Milú proyectando su sombra sobre el gigantesco dibujo de un faraón de perfil, ya nos anuncia que vamos a adentrarnos en un mundo de momias, pirámides y laberintos. La portada de 1942 incorpora una columna y un mural. Colores vívidos, perfiles nítidos, ausencia de sombras. ¿Quizás un precedente de la ligne claire («línea clara»)? ¿Acaso el arte egipcio fue una fuente de inspiración que ha pasado desapercibida hasta ahora? En la última y definitiva portada, aparece una línea de sarcófagos con los cuerpos momificados de los arqueólogos que profanaron la tumba del imaginario faraón Kih-Oskh. Entre ellos se encuentra Edgar Pierre Jacobs, colaborador de Hergé, historietista y creador de Blake y Mortimer. Con sus gafas de pasta negra y su inconfundible pajarita roja, su rostro expresa estupor. Hergé completa la broma atribuyéndole el nombre E. P. Jacobi y una fecha de defunción: 1929. El rabo de Milú oculta el día exacto. Quizás Hergé intentó no desbordar la befa, añadiendo algo tan turbador como el día exacto del óbito. En la versión final de la historia, Hergé y su equipo limpiaron la trama de episodios innecesarios, como las peleas de Tintín contra murciélagos, arañas y serpientes, y suprimieron personajes secundarios, ajustándose a las sesenta y cuatro páginas acordadas para todas las entregas.

Al principio de la aventura, Tintín viaja en barco por placer. Una hermosa viñeta nos muestra un transatlántico surcando un mar tranquilo, mientras una pequeña embarcación navega a escasos metros. Todo parece idílico. Tintín por primera vez disfruta de unas vacaciones. El trasatlántico se dirige a Port-Said para atravesar el Canal de Suez y llegar a Adén. Después, hará escala en Bombay, Colombo, Ceilán, Singapur, Hong-Kong y, finalmente, Shanghái. Tintín disfruta del crucero, pero Milú se aburre. Por entonces, el fox-terrier es el inseparable compañero del reportero. Un perfecto secundario que siempre pone la nota cómica, paradójica o sentimental. La aparición del capitán Haddock cinco álbumes más tarde le hará pasar a un segundo lugar, lo cual tal vez le produjo una melancolía que Hergé no llegó a reflejar. Solo podemos intuir su malestar al contemplar sus persecuciones de un siamés por los salones de Moulinsart, provocando una catástrofe tras otra. Milú será el príncipe destronado, el amigo relegado, el fiel escudero abocado a compartir su puesto con un advenedizo. El tedio de Milú desaparece cuando irrumpe en la cubierta Filemón Ciclón, un claro antecedente de Silvestre Tornasol, pero más extravagante y algo tronado. Flaco, con chistera, levita y anteojos, corre detrás del papiro de Kih-Oskh. El papiro, que cae al mar, resulta ser un papel sin importancia, pero Ciclón se sube a un bote y rema, sin reparar en que no ha salido de la cubierta. Tintín se lo hace notar y el sabio le enseña el papiro, un documento de extraordinario valor que muestra la localización de la tumba del faraón Kih-Oskh, advirtiéndole que todos los que intentaron encontrarla desaparecieron misteriosamente.

Ciclón se aleja pensativo, después de confundir a Milú con Tintín y estrecharle cordialmente la pata. Primero se choca contra una chimenea e inmediatamente después contra un arrogante productor de cine, Roberto Rastapopoulos, dueño de la poderosa Comos Pictures. Rastapopoulos amenaza a Ciclón y Tintín acude a su defensa, obligándole a cambiar de actitud. No se limita a pedírselo. Lo agarra del brazo y le planta cara. Tintín es un hombre –bueno, un adolescente- de acción que no hace ascos a la violencia para defender una buena causa. Con gorra de director de cine, pajarita roja y monóculo, el parecido de Rastapopoulos con David O. Selznick, el famoso productor judío de la Edad Dorada de Hollywood, resulta abrumador, lo cual resta credibilidad a las protestas de Hergé cuando le acusaban de haber utilizado la figura de un judío para crear al archienemigo de Tintín. Bajo la influencia del padre Norbert Wallez, un sacerdote antisemita y simpatizante de Hitler y Mussolini, el joven George Remi se dejó llevar por los estereotipos de su ambiente. Su amistad con Léon Degrelle reforzó esa tendencia. Más adelante, cuando ya se había distanciado de Wallez y Degrelle, no pudo prescindir de Rastapopoulos. Era un personaje demasiado redondo, con un carácter muy definido y un aspecto que encajaba perfectamente con la idea de crear a un villano rico y algo hortera. Hergé insistió en que Rastapopoulos era griego, no judío, lo cual hizo pensar en Aristóteles Onassis, el famoso multimillonario. Conviene aclarar no obstante que Hergé siempre se arrepintió de haber propiciado un equívoco. En las aventuras de Tintín no hay más antisemitismo que en la sociedad de su tiempo. Varios siglos de odio a los judíos habían deslizado en el inconsciente colectivo un prejuicio que solo desapareció tras la inconmensurable tragedia de la Shoah. El lápiz de Hergé no logró sustraerse a esta perversión, pero jamás aportó argumentos a su favor. Tintín es un idealista y nunca apoyará la discriminación, la brutalidad o la opresión.

En la misma plancha en la que aparece Rastapopoulos nos encontramos con Dupond y Dupont (en castellano, Hernández y Fernández). En la primera versión en blanco y negro, los agentes se llamaban X 33 y X 33 bis. Se ha especulado mucho sobre su aspecto. Algunos afirman que Hergé se inspiró en su padre y su tío, aficionados a vestirse de forma casi idéntica. Otros sostienen que sacó la idea de la prensa, donde se topó con dos detectives con un atuendo similar. Sea como sea, Hernández y Fernández son un monumento a la estupidez humana, dos botarates que solo causan problemas a Tintín. En la segunda versión de Tintín en el Congo, Hergé los introdujo en la primera viñeta, pero su debut real se produce en Los cigarros del faraón. Hernández y Fernández creen que el joven reportero es un traficante de drogas y armas, y lo persiguen incansablemente durante todo el álbum. Su tenacidad es irritante pero también providencial, pues lo salvan de morir fusilado. Se disfrazan de mujeres árabes para lograrlo, vistiéndose con el típico haik o túnica. Poco antes los hemos visto pasear con un fez y una túnica verde, inaugurando la estrafalaria colección de atuendos que utilizarán en futuras aventuras. Hernández y Fernández suelen tener accidentes y, sin advertirlo, cada uno repite las frases del otro, como si se tratara de un eco involuntario. Se convertirán en personajes habituales de la serie. No llegarán a formar parte de la familia de Moulinsart, pero siempre estarán rondando a Tintín, complicándole la vida.

En solo una plancha, Hergé ha incorporado a tres personajes esenciales y ha prefigurado a Silvestre Tornasol mediante Filemón Ciclón, un sabio de la misma estirpe, con una enorme inteligencia para los asuntos científicos y una incompetencia feroz para la vida práctica. Algo después, aparecerán otros personajes relevantes. El comerciante portugués Oliveira da Figueira, que no resulta tan insufrible como Serafín Latón, intempestivo vendedor de seguros, y Allan Thompson, marino y cómplice de Rastapopoulos. Tintín sucumbirá al poder de persuasión de Figueira, comprándole un par de esquíes, bastones, un equipo de golf, un cubo, una toalla, un despertador, un par de zapatos, un sombrero de copa, una pajarita, un collar y una correa para Milú. El reportero comenta con ingenuidad: «Menos mal que no me he dejado engatusar. Con este tipo de gente uno acaba comprando un montón de cosas inútiles». Por unos instantes, su recién estrenada madurez se tambalea. El boy-scout sigue ahí, esperando cualquier oportunidad para salir al exterior. Al introducir a Allan (en la versión de 1955), Hergé perpetra una anacronía, pues el personaje no aparecerá hasta 1940 como segundo de a bordo del capitán Haddock, por entonces un borrachín lastimoso y sin autoestima.

El título de esta cuarta aventura no incluye el nombre de Tintín. Hergé solo volverá utilizarlo en Tintín en el país del oro negro, Tintín en el Tíbet, Tintín y los pícaros y el inacabado Tintín y el arte-alfa. Esta nueva fórmula nos adelanta que hemos entrado en una nueva etapa, con tramas más sólidas y una rigurosa documentación. Para dibujar el signo del faraón Kih-Oskh se inspiró en el símbolo filosófico de Yin y el Yang. Lector apasionado de Carl Gustav Jung, Hergé descubrió el símbolo en la portada de una de sus obras y lo alteró, introduciendo una línea sinuosa  y dos puntos, lo cual modificó su apariencia de serenidad y equilibrio. Su aspecto inquietante se transformará en un MacGuffin que articula toda la trama. Aparece en las vitolas de los puros, en las túnicas de la sociedad secreta que trafica con drogas y armas y en la entrada de la tumba del faraón. Cuando enloquece, Ciclón se dedica a dibujar el símbolo en los troncos de los árboles de la selva de la India colonial.

Hergé se documentó con especial cuidado para dibujar los frescos y jeroglíficos de la tumba del faraón Kih-Oskh. Los diecinueve egiptólogos momificados no son simples fantasías, sino rostros que se corresponden con algunos de los que participaron en la célebre excavación de Howard Carter, como Lord Carnaval, que murió súbitamente seis meses después de abrir la tumba de Tutankamon. Como ya vimos en la portada, Edgar Pierre Jacobs es uno de los desdichados arqueólogos, cuyo infortunio prefigura el misterioso letargo de los científicos que profanan la tumba del rey inca Rascar Capac en Las siete bolas de cristal, el álbum publicado entre 1943 y 1944, cuando los nazis ocupan Bélgica y Hergé apuesta por un escenario exótico para evitar problemas, algo que no se cansarían de reprocharle sus detractores. La creatividad de Hergé se desborda cuando un gas narcótico deja a Tintín y Milú inconscientes. Durante cuatro viñetas se suceden las fantasías oníricas y las alucinaciones. Vemos a Anubis con un paraguas en la mano, a Hernández sentado y a Fernández encendiéndole un puro y a Filemón Ciclón en miniatura, que porta una caja con más puros de la marca Kih-Oskh. En una viñeta que se presta a la exégesis psicoanalítica, un hombre con la cabeza Milú y otro con la de Rastapopoulos transportan a un Tintín exánime. A su lado, Filemón Ciclón, ocupando un primer plano, fumando un puro y acunando a un bebé con el inconfundible mechón pelirrojo de Tintín. Esta breve secuencia resulta perturbadora. ¿Qué nos quiere decir Hergé? ¿Que nuestra mente esconde fantasmas que sería mejor no conocer? ¿Que sin la razón el instinto engendra monstruos? La composición de Hernández y Fernández es la fiel réplica de una escena que aparece en la parte trasera de una de las sillas de la tumba de Tutankamon. Hergé mezcla historia y fantasía, manifestando su interés por lo onírico y misterioso. Con los años, esa fascinación desembocará en una pasión algo infantil por el ocultismo y el fenómeno OVNI. En la primera versión de Los cigarros del faraón, no aparecían pirámides. Hergé las incorporó en una viñeta de la plancha número seis de la versión de 1955. Mientras Filemón Ciclón y Tintín –subidos a sendos burros- exploran el desierto con un guía, dos pirámides despuntan por el horizonte. Es curiosa esa omisión. ¿Descuido, precipitación o miedo a caer en lo tópico y previsible?

La peripecia de Tintín y Milú se traslada al Mar Rojo. Allí se encuentra con Allan, Oliveira da Figueira y un afable capitán de barco, que salva a nuestro héroe de morir ahogado. El simpático capitán resultará ser un traficante de armas basado –según explicó el propio Hergé- en Henry de Monfreid. Monfreid combinó sus actividades ilegales con la escritura, publicando un libro titulado Los secretos del Mar Rojo, que obtuvo mucho éxito. Lejos de expiar sus delitos en una prisión, Monfreid murió con noventa y cinco años, rodeado de un halo romántico. Es el primer antihéroe de Hergé que explora las paradojas de la condición humana. El mal no siempre emerge con un rostro repelente. A veces, adopta una máscara amable y seductora. El mismo Rastapopoulos se muestra encantador con Tintín cuando éste malogra la escena de una de las películas que está rodando en el desierto, confundiendo una situación ficticia –el maltrato de una mujer- con un hecho real. Hergé utilizará muchas veces este contraste, que añade profundidad a sus tramas y plantea interesantes dilemas: ¿vivimos o soñamos?, ¿nos engañan los sentidos?, ¿podemos estar seguros de que nuestras vivencias se corresponden con algo real?

Confundido con un socio de Oliveira da Figueira, una tribu árabe acusa a Tintín de vender un veneno que ha intoxicado a uno de los suyos. El comprador ha creído que una pastilla de jabón era un producto comestible y su estómago ha pagado las consecuencias. Cuando el sheik Patrash Pachá le pide explicaciones gritando que sus hombres no necesitan los cachivaches averiados de la civilización occidental, Tintín le aclara que no es un vendedor, sino un reportero. Al escuchar su nombre, el sheik cambia inmediatamente de actitud, pasando de la ira al agasajo. «Hace años que leo tus aventuras», confiesa, mientras uno de sus criados aparece con el álbum de Tintín en América. En la versión de 1955, Hergé cambia de ejemplar, mostrando Tintín en el Congo, y más tarde añade un pequeño cambio, seleccionando Objetivo: la Luna.  De nuevo, una anacronía, un juego con el tiempo que siembra la paradoja y lanza un guiño de complicidad hacia el lector. Los problemas de Tintín con los árabes no acaban con el incidente con el sheik. Ya en La Meca –en la edición de 1955, Hergé omite el nombre de la ciudad- es confundido con un desertor y no le queda otra opción que alistarse con el nombre de Beh-Behr. Su malestar con la instrucción es un reflejo del tedio que experimentó Hergé durante el servicio militar. Acusado de espía, Tintín será fusilado, pero –gracias a Hernández y Fernández- salvará la vida. Los agentes sobornan a un soldado para que sustituya la munición real por balas de fogueo. Informado de la maniobra, Tintín finge morir y es enterrado. Gracias a una tubería, respirará hasta que es rescatado. Milú, que desconoce todo, recorre la ciudad llorando y se arroja sobre la tumba, dispuesto a morir. Para mí es uno de los momentos más emotivos de las aventuras de Tintín.

En Tintín en el país de los soviets, vimos al reportero pilotando un avión. En Los cigarros del faraón, volverá a hacerlo, esta vez a los mandos de un De Havilland DH-80 Puss Moth de 1929, el mismo modelo que utilizaba el rey Faisal de Arabia Saudí y que Hergé conocía por los periódicos. Sin apenas combustible, Tintín se estrella en la India. Cae en la selva, sin sufrir otro percance que un pequeño chichón provocado por el maletín de primeros auxilios y su voluminoso manual. Del desierto a la selva. El contraste no puede ser más intenso y sugerente. Hergé recrea ambos paisajes con enorme belleza, mostrando la misma soltura para encarar espacios casi vacíos o saturados de vegetación. Tintín ya no caza. Cura a un elefante con fiebre, empleando la quinina del botiquín de primeros auxilios y se convierte durante un tiempo en el médico de su manada. Incluso fabrica un instrumento para comunicarse con ellos. Ya no queda nada del joven cazador que mataba con escandalosa insensibilidad.

Las dotes para la intriga de Hergé se manifiestan en el episodio del bungaló, cuando Tintín acepta la hospitalidad de un mayor del ejército británico y cena con sus invitados. Allí conoce al pastor protestante Mr. Peacock, al matrimonio Snowball y al escritor Zlotzky. El señor Snowball es un banquero y Hergé no desperdicia la ocasión de manifestar su antipatía hacia uno de los símbolos más emblemáticos del capitalismo. La atmósfera de misterio y peligro que se extiende por el bungaló durante una noche lluviosa recuerda poderosamente los clímax de Agatha Christie. Poco después, Tintín pasará por una experiencia particularmente humillante. Será encerrado con una camisa de fuerza en una celda acolchada. La organización secreta de traficantes procura neutralizarlo de este modo. Dado que no lo consigue, uno de sus miembros más destacados, un faquir con dotes de hipnotizador, intenta hacerse con su voluntad, pero un disparo fortuito de Filemón Ciclón frustra su plan. No es menos milagrosa la intervención de Hernández y Fernández cuando Milú estaba a punto de ser sacrificado en el altar de Shiva por morder a una vaca sagrada. En las últimas páginas, el maharajá de Rwhajpurtalah acogerá a Tintín en su palacio. El final del álbum transcurre a un ritmo frenético. Tintín se enfrenta a la cúpula de la sociedad secreta, cuyos ritos recuerdan las ceremonias masónicas –Hergé otra vez en terreno peligroso, prestándose a ser confundido con un reaccionario- y persigue a su jefe por las peligrosas carreteras del Himalaya. El jefe –cuyo rostro ignoramos- cae por un precipicio, como Moriarty en las cataratas de Reichenbach. El álbum finaliza con Tintín y Milú disfrutando de la hospitalidad del maharajá. Ataviado con un turbante y un traje indio, cuando su anfitrión le felicita por haber librado al mundo de una peligrosa organización del malhechores, Tintín contesta: «¡Ojalá tenga usted razón, Alteza…! Ya veremos».

Los cigarros del faraón tiene dos viñetas de gran tamaño: la huida de Tintín alejándose de la puerta de La Meca y el desfile triunfal en elefante con el maharajá. Son de gran belleza y majestuosidad. Sin embargo, yo prefiero la pequeña imagen que acompaña al título. Encerrados en el signo del faraón Kih-Oskh, Tintín y Milú flotan en dos sarcófagos sobre el Mar Rojo, mientras Filemón Ciclón, que también se encuentra en un sarcófago, saluda con su chistera, ajeno al peligro. Tintín, que en este álbum parece una especie de Indiana Jones –Spielberg, lector de Tintín, aprovechó algunas escenas de la primera versión para Indiana Jones y el templo maldito (1984)-, arruga la frente con cara de frustración y sin ninguna idea para salir del atolladero. Ya no es tan solo un boy-scout. Se ha alejado de la infancia y ha descubierto las emociones de los adultos: fastidio, impotencia, tedio.

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