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Stalin busca asilo en los Estados Unidos

Dime algo sobre Cuba

JESÚS DÍAZ

Espasa Calpe, Madrid, 1998

264 págs.

2.300 ptas.

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La anécdota se cuenta pronto. Stalin Martínez, cubano, dentista, hijo de un gallego comunista que emigró a Cuba y ¿bautizó? a sus hijos con los nombres de Lenin, Stalin y Stalina, ha ingresado de manera clandestina a los EE.UU. y busca refugio en la casa donde vive en Miami su hermano Lenin. Su hermano Lenin (Leo para los Estados Unidos) largó las amarras de Cuba cuando el famoso episodio de los marielitos, y se gana la vida en Florida como payaso. Se ha casado y tiene un hijo. Y sabe que su hermano Stalin puede caer en manos de la Inmigración estadounidense sin tener ni la sombra de una posibilidad de arreglar de hoy para mañana sus papeles. Le esperarían las horcas caudinas de unos procedimientos legales que no suelen hacer felices a los cubanos escapados de una precariedad para enfrentar otras: el idioma inglés («el difícil», como lo llaman los puertorriqueños) y el frío del norte de los Estados Unidos; allí suelen enviarlos en estos casos. Solución: Lenin le construye a Stalin una empalizada en la azotea de su casa, de la cual no se deberá mover durante seis días y en la cual tendrá que someterse al calcinante sol y a la intemperie, exactamente igual que un balsero huido de la isla del Líder Máximo. Un tanque de agua salada, con la que ha de mojarse a intervalos regulares, y que se evaporará en un santiamén dejándole una piel curtida, asegura que al cabo de ese período su aspecto será el de un balsero de a deveras, como dicen los mexicanos. Pasado este calvario, Lenin y un compañero de fiar lo sacarán una noche de la casa, lo embarcarán en un yate y lo pondrán a bordo de una balsa que lo dejará horas más tarde, a favor de las corrientes, en las costas del Dorado de los cubanos: lo que los gringos llaman Florida. Llegando a ella como balsero, la Inmigración de los EE.UU. no sólo es que no le creará problemas: es que hasta se los va a resolver.

Lo cierto es que esta es ya la segunda vez que Stalin Martínez llega a los Estados Unidos del Norte de América entre el Canadá y los Stalin busca asilo en los Estados Unidos. Estados Unidos Mexicanos. La primera tuvo lugar muy poquito antes, cuando Stalin arribó a Cayo Hueso en el transbordador que en condiciones normales hace el trayecto por la bahía de La Habana hasta el barrio de Casablanca: no es que el timonel se extraviase, es que un grupo de emigrantes, de los de armas tomar (literalmente), secuestró el transbordador y logró escapar con él del «único territorio libre de América» (Fidel Castro dixit!). Ahora bien: en esa su primera llegada a EE.UU., Stalin Martínez decidió no quedarse, a pesar de que hubiera podido hacerlo, y hasta como un héroe, pero es que el pelo de coño amarra más que maroma de barco. Y en Cuba seguía Idalys, su esposa, y aunque Stalin estaba más que convencido de que Idalys le ponía cuernos (tarros, dicen los cubanos, que a la fruta papaya, cuyo nombre es la metáfora popular de la entrepierna femenina, la llaman nada menos que frutabomba), a pesar de eso, digo, Stalin eligió el regreso a La Habana, en la que también, claro está, se le recibió como a un héroe. Premiándosele, incluso, con una de esas regalías reservadas a los capitostes: un viaje al extranjero, México en este caso, de donde Stalin sale clandestinamente hacia EE.UU., ahora sí con ganas de quedarse. Porque al volver a Casablanca encontró en su tálamo matrimonial a alguien que ya lo sustituía en sus menesteres conyugales. Muy lógico, argüirá Idalys irrefutable: ¿a quién, en su sano juicio, habiendo logrado salir de Cuba y entrar a los Estados Unidos, se le ocurre dar marcha atrás a la película?

La acción de la novela transcurre, pues, en la azotea de la casa de Lenin en Miami, durante seis días consecutivos, desde un miércoles 22 hasta un lunes 27, y se cierra con un final espléndido, uno de los mejores finales de novela que conozco (y conozco muchos). Es el único final posible, es el único final creíble, después de las doscientos y pico de páginas que lo anteceden, pero aun así hay que rendirle al autor el homenaje de su intuición, porque ha encontrado la solución perfecta, como Graham Greene en Brighton Parque de Atracciones, y al mismo tiempo esa es la solución más natural, de tal modo que hasta podemos autorrecriminarnos por no haber caído en ella de antemano.

Logo: En esos seis capítulos (uno por día) asistimos desde fuera (una agradecible tercera persona narrativa) al soliloquio en el que Stalin Martínez recapitula su vida. Gozamos del habla cubana, que nunca queda sin sabia aclaración para el no iniciado. Vivimos en primera fila la toma del transbordador como una mezcla de tragedia y grotesco que alcanza su clímax en el nacimiento de un niño que se llamará, según su orgullosa abuela, Clinton Epaminondas Echemendía. Compartimos el terror del hijo de Lenin (perdón: de Leo) al descubrir a su barbudo tío Stalin y pensar que ¡¡¡CASTRO!!! ha llegado a Miami. Rememoramos un episodio de Hambre, de Knut Hamsun (el gato en el escaparate de la panadería), cuando Stalin se come la chocolatina sin acordarse de quitarle el papel que la envuelve: ese género de primores narrativos que sólo pueden proceder de la realidad certificada por una rigurosa observación. Y también, de yapa, nos enteraremos de que los cubanos confían mucho en la fe, porque la FE no es otra cosa que las siglas de Familiares en el Extranjero.

Cuando se ha leído a gusto una novela, cuando se la ha degustado, es bastante peludo el hacer su crítica. Uno se siente más bien tentado —es lo que he hecho desde el principio— a contarla; a contarla, y a tratar de contarla bien, para despertar el apetito del lector y que también la lea. Esa, a mi juicio, es la única tarea seria de la crítica. El resto es erudición a la violeta. Así y todo, ¿quedarán por el camino las puntualizaciones? Que no queden, pero que baste con un botón de muestra. ¿Por qué no tenemos en claro todavía, y Jesús Díaz también, que Cavalleria rusticana (pág. 40) es un título que no tiene nada que ver con la caballería rural sino con la caballerosidad natural del campesino?

Sólo un reparo serio tengo que hacerle a esta lindísima novela que nos resucita las ganas de leer. Aquello que podríamos llamar, a toro pasado (excuse me, Mrs. Clinton!), «el efecto Lewinsky». Mi asidua lectura de la literatura latinoamericana, del 60 en adelante, me ha llevado desde hace años a comprobar que sus páginas mejor escritas, de lejos, son aquellas que describen escenas eróticas: el hecho se repite, desde una sodomización en Cambio de piel de Carlos Fuentes hasta una felación en esta Dime algo sobre Cuba. In-ne-ce-sa-riamen- te. No es que no me parezca que lo narrado sea innecesario, es que siempre me sorprende el regodeo con que es narrado tal como se lo narra, sin ninguna imperiosa necesidad narrativa. Ninguna. De hecho, todas estas escenas, no importa quienes sean sus autores, son intercambiables. De la Berggasse 19 en Viena (DR. SIGMUND FREUD rezaba la chapita sobre el timbre) acaso podría llegar alguna luz sobre esta incógnita.

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Ficha técnica

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