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Tintín: La isla negra

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La isla Negra (L'Île Noire) se publicó en Le Petit Vingtième entre el 15 abril  de 1937 y el 6 junio de 1938. A finales de 1938, Casterman sacó el álbum en blanco y negro. Contenía 124 páginas y cuatro ilustraciones grandes. En 1943 apareció una segunda edición en color reducida a las sesenta y dos páginas fijadas como canon de la serie. Apenas se incluyeron modificaciones. En los años sesenta, se hizo una tercera versión adaptada a la realidad inglesa, introduciendo esta vez grandes cambios. Bob de Moor pasó diez días en los paisajes escogidos por Hergé para ambientar la aventura, realizando cientos de fotografías, croquis y bocetos. La policía inglesa colaboró con entusiasmo, regalándole hasta un uniforme de bobby. En cambio, el ferrocarril  apenas cooperó, poniendo toda clase de trabas. El álbum apareció en 1966. La versión definitiva representó un avance en cuanto a ambientación y detalle. Desde el punto de vista del dibujo, se trata de uno de los álbumes más cuidados y elaborados. Sin embargo, muchos prefieren la versión original, pues advierten en ella más frescura y espontaneidad.

La isla Negra se concibió en una época particularmente convulsa. El mundo se encaminaba hacia una nueva guerra. Hitler cada vez se mostraba más agresivo y provocador. Aún no se habían firmado los acuerdos de Múnich, donde el primer ministro británico, Arthur Neville Chamberlain, y su homólogo francés, Édouard Daladier, aprobaron la anexión de los Sudetes –hasta entonces bajo soberanía checa- al Reich alemán. La «traición» de Múnich se formalizó el 30 de septiembre de 1938. Traición porque se excluyó de las negociaciones a los checos, aceptando sacrificar sus derechos para evitar una guerra. Checoslovaquia fue degradada a la condición de peón irrelevante, asumiendo que podría desaparecer como nación. Hergé no había olvidado la ocupación alemana de Bélgica. Cuando se produjo tenía doce años, una edad suficiente para comprender la magnitud de la tragedia. De hecho, la batalla de Lieja fue la primera batalla de la Primera Guerra Mundial. El ejército belga opuso una heroica resistencia para defender su soberanía. No pudo vencer al invasor, pero mostró al mundo que el pequeño y joven país poseía la suficiente conciencia nacional para combatir por su libertad. Hergé dibujó en sus cuadernos escolares escenas de la lucha desigual, mostrando su patriotismo. Veinte años después y ya como adulto, contemplaba con honda inquietud la situación política, pero decidió ser prudente en La isla Negra, adoptando una fórmula escapista donde prevalecía la aventura y no había ninguna referencia directa a la actualidad. Sin embargo, detrás de las persecuciones, los tiroteos y las peleas, había más sustancia de la que se apreciaba a simple vista. Al principio del álbum, vemos a Tintín y Milú paseando por las afueras de Bruselas. Parecen felices y relajados durante su excursión campestre. Tintín lleva su famosa gabardina, un jersey azul claro y pantalones de golf. Es una de las imágenes más clásicas del joven periodista. En esta aventura no trabajará como reportero, sino como un héroe solitario que actúa por motivaciones altruistas.

Fernando Castillo señala que nunca se ha visto tan solo a Tintín. Es cierto. Únicamente los insufribles Hernández y Fernández circulan por el álbum, intentando detenerlo por un delito que no ha cometido. Como siempre, hacen el ridículo y no dejan de darse castañazos. Salvo al final, se muestran hoscos y fríos. Nada que ver con una familia de Moulinsart. Aparentemente, Tintín no tiene amigos, exceptuando a su fiel fox terrier. No le vemos en ningún momento en su apartamento en Bruselas. Nunca lleva un bloc que delate su profesión. Como en el resto de la serie, no sabemos nada de su familia. Ni padres, ni hermanos. Y, por supuesto, nada parecido a una novia. Como siempre, los escasos personajes femeninos son mujeres de mediana edad, como la esposa de un bombero algo despistado o la enfermera que le atiende en un hospital. Al igual que en El Loto Azul, Tintín es herido por un disparo de bala. No es invulnerable, pero nada le amedrenta ni le hace dudar. Sin una causa que lo justifique, vive como un vagabundo, siempre de un lado a otro y sin lazos afectivos. No es extraño que algunos padres cuestionaran su papel como héroe infantil. Hay un punto de desgarro en su vida, pero eso no afecta a su ejemplaridad. Siempre del lado de la justicia, asume toda clase de riesgos para desarticular una banda de falsificadores de moneda, abandonando Bélgica para seguir la pista de los delincuentes.

Hergé limita esta vez los viajes de Tintín. Solo viajará a Escocia. No habrá desplazamientos de un continente a otro. Sin embargo, escogerá un destino especialmente atractivo para los amantes de las aventuras. Es imposible no pensar en Stevenson. Ignoro si eligió el país más septentrional del Reino Unido por el genial escritor o quizás por la influencia de 39 escalones, la película de Hitchcock estrenada en 1935 y parcialmente ambientada en Escocia. Al igual que el director inglés, Hergé apuesta por la aventura, pero sin renunciar a pequeños apuntes que revelan su preocupación por el auge del nacionalismo alemán. El líder de la banda de falsificadores es el doctor J. W. Müller, un psiquiatra inteligente y refinado, que —además— interna en su hospital psiquiátrico a enfermos sanos, aceptando a cambio importantes sumas, probablemente de familias que desean deshacerse de algún pariente incómodo. La profesión no parece escogida al azar. El doctor Müller recuerda a Jekyll, Caligari, Mabuse, Moreau. Todos doctores diabólicos con teorías y conductas que evocan a los médicos nazis, con su carga de locura y su aliento fáustico. El chófer de Müller se llama Iván y su hombre de confianza, Wrinzoff, dos nombres que evocan Rusia, por entonces bajo el dominio de los bolcheviques. Parece que Hergé intuye el doble peligro al que se enfrenta el mundo. El totalitarismo, con sus dos máscaras, no oculta sus planes expansionistas. No parece casual que los villanos procedan de dos imperios que pretenden apoderarse del mundo. El 23 de agosto de 1939 la Alemania nazi y la Unión Soviética firman un pacto de no agresión y, poco después, un tratado de amistad. Hergé no ha modificado su opinión sobre la Rusia soviética, pero ha comprendido que el imperialismo de Japón, Alemania e Italia constituye una amenaza tan grave como el autoritarismo de Stalin. No es Hannah Arendt, pero se mueve en un horizonte similar. Los orígenes del totalitarismo no aparecerá hasta 1951, señalando la afinidad entre el darwinismo social nazi y la filosofía marxista de la historia. Hergé ha evolucionado desde Tintín en el país de los soviets. Ahora sabe que el comunismo no es el único enemigo de la libertad.

Tintín se enfrenta a una organización que falsifica moneda. No sabemos si por mero afán de lucro o para desestabilizar algún país, como hizo Georg Bell, un espía escocés nacionalizado alemán que vivía en el Reich. Afiliado al partido nazi, participó en un complot contra la Unión Soviética basado en la falsificación masiva de rublos. Descontento con el trato recibido por parte de las autoridades alemanas, amenazó con hacer pública la operación. Exiliado en Austria, los nazis lo persiguieron hasta allí y acabaron con su vida en 1933. Los alemanes continuaron con su método de imprimir moneda falsa, imprimiendo durante la Segunda Guerra Mundial más libras que el Banco de Inglaterra, pero la economía británica soportó el boicot. Hergé no habla explícitamente de estas cosas en La isla Negra, pero dada la fecha de publicación de la historia es inevitable pensar que tiene en mente estas cuestiones. Se puede decir algo parecido del gorila Ranko, escondido en las ruinas del castillo de la isla Negra. El animal, aparentemente feroz, está bajo el control de Wrinzoff, un sujeto siniestro, calvo, con gafas de pasta negra y una larga barba muy poblada. Ranko es una especie de Moby Dick. Todos los curiosos que han salido a su encuentro han desaparecido en misteriosas circunstancias. En una taberna escocesa, un viejo marinero habla con Tintín, contándole que hay un monstruo en las ruinas del castillo de Ben More. Devora a todos los que se aventuran en sus dominios. No se ha vuelto a saber nada de dos excursionistas ni de Mac Gregor, un pescador de Kiltoch. Los tres cometieron la imprudencia de poner los pies en la isla Negra. El relato se parece a las historias que escucha Ismael en una posada antes de embarcarse en el Pequod, el ballenero que perseguirá al cachalote albino. El viejo lleva gorra escocesa y fuma en pipa. Tintín, cuya ropa ha quedado destrozada después de un accidente aéreo, no desentona, pues se ha cambiado y viste un completo atuendo escocés: falda de cuadros rojos, suéter azul oscuro de cuello alto y gorra escocesa, con su tradicional borla roja. Incluso bebe —como su interlocutor— una pinta de cerveza negra.

Se ha visto en Ranko una síntesis de «Nessi», el popular monstruo —supuestamente, un plesiosauro— del Lago Ness, avistado por primera vez en 1930, y King Kong, la exitosa película de Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack estrenada en 1933. A Hergé le fascinaban las dos historias. Su perspectiva ecológica convierte a Ranko en una pobre bestia explotada por unos desalmados. El gorila acabará cobrando afecto a Tintín, que lo entrega a un zoológico tras liberarlo del doctor Müller y sus compinches. Hergé nunca se desvió de ese amor por la naturaleza que se advierte en todos sus álbumes. En su opinión, el capitalismo no deja de destruir paisajes y culturas. Los pueblos nativos, desplazados de su hogar, acaban confinados en parajes estériles, condenados a llevar una existencia miserable. El colonialismo paternalista de Tintín en el Congo desaparece a partir del siguiente álbum, donde se muestran los abusos que sufren los pueblos aborígenes. En cierto sentido, Hergé suscribe el mito del buen salvaje. Piensa que en estado natural, el hombre es bueno e inofensivo, pero la civilización lo convierte en un depredador insaciable. Si nos atrevemos a llevar más lejos las hipótesis, Ranko puede ser la encarnación de un miedo colectivo desencadenado por la violencia y la precariedad. El gorila ataca porque lo maltratan. La sociedad apoya a fascistas y comunistas porque se siente agredida por la Depresión del 29, que ha destruido millones de empleos. Los sentimientos de temor y desamparo son aprovechados por bellacos como el doctor Müller para someter y manipular, siempre a favor de sus intereses, nada altruistas.

En La isla Negra, Hergé combina magistralmente aventura, política y misterio, fundiendo los tres registros en una intriga policíaca de resonancias hitchcockianas y no muy lejos de Agatha Christie. También hay espacio para el humor. Tintín bebe cerveza, pero no se le sube a la cabeza. Si no me equivoco, es la segunda vez que lo vemos beber. Milú aprovecha cualquier ocasión para empinar el codo, embriagándose hasta no poder caminar en línea recta. Las alusiones al alcohol son constantes. El reportero huye en un tren que transporta una cisterna de whisky Loch Lomond, la futura bebida del capitán Haddock. En las primeras versiones, la marca era Johnnie Walker, pero en las posteriores Hergé no pudo reprimir la tentación de jugar con el tiempo, introduciendo un presagio de la futura amistad de Tintín con el viejo lobo de mar. La aparición de una urraca robando una llave parece un guiño a Las joyas de la Castafiore, pero es muy aventurado asegurarlo. Recordemos que en ese álbum, uno de los últimos de la serie, una urraca pone en jaque a Moulinsart, robando las joyas del ruiseñor milanés, que pasa una temporada allí para alegría de Tornasol e irritación de Haddock. Hergé se comporta como Balzac o Proust, comunicando las distintas entregas de la serie con pequeños gestos y simetrías. Esa tendencia a veces puede colarse de forma involuntaria, superando las intenciones conscientes. Lo cierto es que los álbumes no son compartimientos estancos, sino espacios porosos y abiertos.

Al igual que las anteriores aventuras, Hergé introduce distintos modelos de coches y aviones, reflejando fielmente sus características. En las sucesivas versiones actualiza los modelos, lo cual no siempre es una ventaja, pues los originales muchas veces superan en diseño y encanto a los más modernos. En la última viñeta aparecía inicialmente un Savoia-Marchetti S-73P de la Sabena. Después se convertiría en un De Havilland DH-121 Trident de la British European Airways, más funcional y menos vistoso. Hergé se aproxima a Jules Verne cuando coloca un televisor en color en el castillo de la isla Negra. El color aún no había irrumpido en los hogares. La primera retransmisión no llegaría hasta 1966, pero Hergé ya le daba vueltas a la idea. Hasta entonces, solo fue una cuestión de iniciados que desarrollaban distintos sistemas. Curiosamente, el enorme televisor en color de la edición de 1943 se convirtió en un pequeño televisor en blanco y negro en la definitiva de 1966. Los editores exigieron que se atuviera a la realidad. Pese a su reducción y a la pérdida de color, el televisor conserva su poder hipnótico. En mitad de su lucha con Müller y sus esbirros, Tintín hace un alto para contemplar acrobacias aéreas, sin sospechar que en el avión viajan Hernández y Fernández, realizando piruetas dignas de Buster Keaton y Harold Lloyd. Frente a esta nota de modernidad, el castillo en ruinas de la isla Negra, con sus peñas afiladas, sus torreones y sus escaleras de piedra, evocan los paisajes románticos de Caspar David Friedrich, las novelas de Walter Scott y los poemas de Novalis.

El séptimo álbum de Tintín es uno de los más populares y quizás uno de los más hermosos en términos visuales. Dentro de la trayectoria de Hergé, corrobora su horror hacia los totalitarismos y su simpatía por las monarquías parlamentarias como Reino Unido. La compasión hacia Ranko, una figura parecida al Yeti de Tintín en el Tíbet,  revela una vez más el profundo humanismo de Hergé, que invoca la responsabilidad del hombre en el cuidado de la naturaleza. Tintín nunca dejará de ser un boy-scout, pero en cada aventura madura un poco, aprendiendo cosas nuevas. En La isla Negra averiguará que los monstruos existen, pero no están en la naturaleza, sino en el interior del alma humana.

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