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Cuerpos que juegan juntos

De los niños nada se sabe

SIMONA VINCI

Anagrama, Barcelona, 183 págs.

Trad. de Anna Becciú y Ana María Moix

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La acción de De los niños nada se sabe, primera novela de Simona Vinci (Bolonia, 1970), se desarrolla en Granarolo de la Emilia, en la llanura del Po. La mayoría de los personajes viven en «uno de esos edificios como los que hay en todos los barrios periféricos» y es muy poco lo que conocemos de la zona: una placita, el quiosco de los helados, una explanada, un jardincito, puntos de referencia apenas descritos donde se encuentran los adolescentes con sus motocicletas y sus bicicletas, y donde juegan los niños. No vemos las calles, los establecimientos, a la gente mayor. Se trata de una sociedad con escasas referencias a la vida moderna, que afectan en todo caso a los jóvenes a través de la música que escuchan en la radio o en casetes.

La mayoría de los personajes viven en «uno de esos edificios como los que hay en todos los barrios periféricos, sí; pero por delante se abre el campo». Este espacio produce, de noche, «una impresión extraña. Una caja sonora, viva y llena, en la oscuridad de la llanura», cuyo eco nos llega durante el día. De este modo, la vida de estos muchachos se divide entre la periferia, donde se encuentra el edificio y el colegio, y la misteriosa libertad del campo, donde se encuentra la barraca de las iniciaciones sexuales, de la precoz y brutal iniciación a la vida adulta.

La acción de la novela ocurre en el verano de 1996 y está narrada en tercera persona, una tercera persona que crea un distanciamiento singular, puesto que la sensibilidad de la narradora aparece, de forma velada pero constante, a lo largo del libro. Los protagonistas son un grupo de chicos y chicas de diversas edades: Mirko, que se erigirá en jefe del grupo, de quince años; Luca, de catorce; Martina y Matteo, de diez y compañeros de clase, y la más pequeña, Gretta.

La novela tiene un después, el presente desde el que están narrados unos hechos que ocurrieron hace dos meses en el espacio de diez días, apenas empezadas las vacaciones de verano, de un verano diferente a todos los anteriores y que nos remite continuamente a un antes. La novela se carga así de una extraña, casi inverosímil nostalgia y de un dramático fatalismo, al que se unen los presentimientos propios de la tragedia que han de llevar al feroz desenlace.

Quienes han acusado a la escritora de morbosidad y de pedofilia han leído la novela como les convenía leerla. El centro de esta narración es, sin duda, la iniciación sexual del grupo, pero la verdadera dimensión no está en lo que narrativamente hay que considerar como la anécdota de los diez días en la barraca, sino en las consecuencias de esta «anécdota» en la sensibilidad de los personajes y, en último término, de la narradora y de los lectores.

La novela empieza, precisamente, por este «después de los hechos», que constantemente nos hace pensar en un antes, en cómo habrían sido las cosas de no haberse alterado el orden, de no haber sentido la bíblica necesidad de conocer. «Cuando Martina piensa en aquellos días, piensa: cuando yo era niña, pero sucedió hace apenas dos meses.» Ahora Luca se pasa las tardes en cama, «empalmando un sueño tras otro», «Matteo, en cambio, corre, corre como no ha corrido nunca».

Este tiempo perdido y añorado se refleja en la canción que canta Martina al principio del libro, mientras mira el campo de maíz, muy alto, «canta una de esas canciones que suelen cantar los niños, canciones que, al oírlas, nos recuerdan algo, no sabemos qué, acaso la época en que también las cantábamos», es decir, cuando también nosotros, lectores y narradora, éramos niños de quién sabe qué afortunada o desafortunada infancia. Es la canción que canta al final de la novela ante el cuerpo sin vida de Gretta, «algo tranquilo, que contenía el mínimo dolor posible de todo», que es, precisamente, el tono de la novela. Y la que canta, en la última página, sola frente al océano, como la hemos encontrado en la primera página.

La anécdota no es, por supuesto, tal anécdota. De los niños nada se sabe no porque los padres les quieran más o menos, sino porque la búsqueda de nuestros cuerpos, del misterio del cuerpo, es algo secreto que forma parte de nuestra naturaleza, y la naturaleza perversa de la sociedad de los adultos acecha para explotar, violentar y destruir estos cuerpos, que han perdido su inocencia. Antes del hecho Martina «nada se preguntaba acerca de su cuerpo, nunca lo contemplaba». Ya iniciada en los juegos prohibidos se dice: «No he pensado jamás que nuestros cuerpos pudieran hacer daño». Para comprobar, con la muerte de Gretta tras la terrible violación, que «un cuerpo que se desintegra no cuenta nada a nadie. ¿Para qué le sirven las cicatrices?».

En las páginas centrales, cuando los juegos de los niños en la barraca van adquiriendo un aspecto sórdido, siniestro, la descarnada violencia provoca la revulsión del lector. Una revulsión intensificada por el tono general de la narración donde el dolor no borra este «olor simple y puro […]. El olor, para siempre, de sus diez años. De esta historia».

Una historia sobre la soledad, el misterio, la inocencia y la pérdida de la inocencia, los juegos de la infancia y los juegos prohibidos, la culpa y la necesidad de pureza, sobre las heridas y las cicatrices. Las canciones que escuchan estos niños (de Southgarden, de Motherlove, de Oasis), son canciones con letras inquietantes que contrastan con la delicada gama de colores que nos acompañan como un sedante a lo largo del libro, a través de los ojos de la narradora, que mitiga el dolor para acrecentar la nostalgia de la pureza perdida, y a través de Martina, que ve, entre colores bellos y magníficos como lo son los sonidos, «campos fúnebres bajo un cielo pálido». La prosa de las traductoras, Ana Becciú y Ana María Moix, se lee con el mismo inquietante encanto que el original, manteniendo las sutiles tonalidades y entonaciones. Por el contrario, la portada no expresa el espíritu de una novela hecha de perversidad e inocencia.

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Ficha técnica

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