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Tintín en el Congo: un boy-scout en el corazón de las tinieblas

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Los universos que se expanden no alcanzan su esplendor hasta que se consolidan y desarrollan todas las fuerzas que participan en su devenir. Después de Tintín en el país de los soviets, Hergé mejoró su estilo y adquirió más pericia narrativa, pero aún era un principiante que pulía su talento, dibujando una página semanal. Todavía no era capaz de crear una trama compleja con personajes de irrepetible humanidad. Católico y conservador, sus prejuicios lastraban su trabajo. En aquellos años, Roma aún se movía en una perspectiva sumamente tradicionalista y se mostraba reacia a las libertades democráticas. La influencia del autoritario padre Wallez, antisemita y simpatizante del fascismo italiano, frenaba el proceso de maduración del joven Georges Remi, abocándole a repetir tópicos y estereotipos. Su visión de otras naciones o territorios surgía de valores que hoy nos parecen inadmisibles: la superioridad de la civilización europea sobre el resto de las culturas, el miedo al progreso y los cambios sociales, la hegemonía del hombre sobre la naturaleza. Tintín en el Congo atenta contra el igualitarismo democrático y la moderna sensibilidad ecológica. El joven reportero actúa como un matarife, abatiendo a quince antílopes, un cocodrilo, una serpiente pitón, un búfalo, un elefante, un mono y un rinoceronte, al que perfora la piel con un berbiquí para introducirle un cartucho de dinamita, pues las balas de su escopeta rebotan sin hacerle ni un rasguño. La explosión descuartiza al pobre animal, sin provocar en Tintín más que estupor. Hasta Milú se escandaliza, reconociendo que no soporta esas carnicerías. Años más tarde, Hergé señalaría que la objeción de Milú revela su malestar por los excesos cinegéticos de Tintín. Conviene recordar que en esas fechas la caza mayor era muy popular. Muchos europeos viajaban a África para conseguir trofeos de todas las especies, sin experimentar ningún pesar. Nadie se planteaba que los animales pudiesen tener algún derecho, salvo algunas voces marginales.

Hergé no quería enviar a Tintín y Milú al Congo, pero el padre Wallez insistió. Había que reivindicar el papel civilizador y evangelizador del hombre blanco en la colonia belga, ochenta veces más grande que la metrópoli. Los africanos también eran súbditos de Alberto I, tercer rey de los belgas, que había viajado al Congo en 1928 con su esposa, la reina Isabel. Hergé no tuvo otro remedio que posponer el ansiado viaje a América, donde su personaje podría contactar con los pieles rojas. «Zorro curioso», el apodo asignado a Georges Remi en sus años como boy-scout católico, siempre había fantaseado con las grandes llanuras, los ponis salvajes, las danzas rituales a la luz de la Luna y los tipis agrupados cerca de un río. En cambio, nunca había prestado mucha atención a la magia del continente negro. Esto explica que Tintín en el Congo carezca de la intensidad de álbumes posteriores, donde sí se advierte pasión, y minuciosidad a la hora de recrear paisajes y ciudades. Hergé se documentó con recortes de periódicos y revistas, folletos y fotografías, plasmando una perspectiva demasiado apegada a los lugares comunes. Nunca llegó a captar la verdadera atmósfera local. Sus paisajes parecen extraídos de un zoo o un parque y no de la naturaleza salvaje, libre aún de la mano del hombre. Consciente de sus defectos, Hergé consideraba que Tintín en el Congo era «un pecado de juventud», pero accedió a reelaborarlo y colorearlo en 1946, recortando su extensión hasta las sesenta y dos páginas que se establecieron como formato para la serie. Algunos deploran el resultado, afirmando que la edición en blanco y negro poseía más vitalidad y reflejaba mejor las peculiaridades del Congo. Si alguien quiere comprobarlo, debe consultar la edición facsímil que apareció en 1991 en Reino Unido. Ambas versiones desprenden una mirada paternalista sobre los africanos, a los que se describe como niños grandes, con la mente saturada de supersticiones. En su entrevista con Numa Sadul, Hergé se disculpó: «Me alimenté de los prejuicios del medio burgués en el que vivía… Estábamos en 1930. Lo único que sabía de este país era lo que la gente contaba en aquella época».

La posteridad impuso cambios significativos en el álbum. Los editores escandinavos se negaron a publicar la plancha donde el rinoceronte moría pulverizado por un cartucho de dinamita. En su lugar, se dibujó un incidente cómico. Tintín duerme bajo un árbol, el rinoceronte se acerca y el cuerno engancha su escopeta, el animal se asusta y el arma cae al suelo, lo cual hace que se dispare. Mientras el rinoceronte huye, la bala roza la cabeza del reportero de Le Petit Vingtième, haciendo volar su salacot. En el caso de la viñeta donde Tintín ejerce de maestro ante un grupo de niños congoleños, se cambió el contenido de su lección. En la versión original, señalaba el mapa de Bélgica, comentando: «Esta es vuestra patria». En la versión posterior, la política y la geografía eran reemplazadas por una clase de aritmética. En los dos casos, Milú advierte a Tintín que un par de alumnos cuchichean al fondo, ignorando sus explicaciones.

La edición de 1946 provocó que despareciera una breve referencia a España. Durante el viaje en barco hacia África, Tintín le comenta a su inseparable amigo de cuatro patas: «Ves, Milú, es Tenerife, la más grande de las islas Canarias. Como sin duda debes saber, las islas Canarias están situadas al noroeste del Sáhara. A lo lejos, se ve el puerto. Es Santa Cruz de Tenerife». No es la única omisión en el álbum reelaborado y coloreado. También desaparecen las referencias a Amberes, Boma, Matadi y no se menciona el nombre del barco en que viaja el reportero y su fox terrier, el Thysville. Algunas peripecias pueden parecer inverosímiles, pero no siempre es así. Milú confunde un cocodrilo con un tronco flotante. Michael Farr, autor del magnífico ensayo Tintín. El sueño y la realidad, nos cuenta que le pasó algo semejante cuando recogía plantas en la costa del lago Kariba, en Zimbabue. Durante unos segundos, caminó por un largo y rugoso tronco que resultó ser un cocodrilo. Hergé no es muy preciso en el terreno de la flora. Tintín se topa con un árbol de caucho y extrae su látex para improvisar una catapulta, con el propósito de lanzar una enorme piedra contra un búfalo. El Hevea brasiliensis ha conseguido aclimatarse a Malasia y otras regiones de Asia, pero no crece espontáneamente en la sabana. Sí acierta Hergé al mencionar un baobab, pero lo dibuja de una forma tal que podría ser cualquier otro árbol. Esta imprecisión convive con una sobreabundancia de tópicos: cazadores, misioneros, brujos, sociedades secretas, minas de diamantes. Es inevitable pensar en Las minas del rey Salomón, la novela de Henry Rider Haggard publicada en 1882 y felizmente adaptada al cine en 1950, con el apuesto Stewart Granger en el papel protagonista. Fernando Castillo afirma que Tintín en el Congo es «una recreación, infantil y desprovista de elementos dramáticos, de la obra conradiana El corazón de las tinieblas». Tintín no es Marlowe, con su mirada trágica y su voz caudalosa. Tampoco es un galán, como el Clark Gable de Mogambo, ni un tipo duro, como el John Wayne de Hatari. Solo es un boy-scout cuyas hazañas dejarán un rastro legendario en unos ingenuos nativos, que le recordarán como un nuevo «Boula matari» (rompedor de piedras), una expresión acuñada para el explorador blanco Henry Morton Stanley, que dinamitó los peñascos del río Congo.

Pese a sus limitaciones, Tintín en el Congo nos deja unas cuantas escenas memorables. En la edición de 1946, la primera viñeta incluye a Dupond y Dupont, observando al reportero adolescente de mechón pelirrojo desde el andén de una estación de tren, poco antes de partir. Entre los periodistas que despiden a Tintín, se encuentra una caricatura del propio Hergé y de Edgar-Pierre Jacobs, amigo y colaborador. Al igual que Hitchcock, Georges Remi disfrutaba introduciendo caricaturas de sí mismo en sus obras. Quizás porque era una forma de desdibujar los límites entre ficción y realidad. O tal vez porque así dejaba muy claro lo que repitió mil veces, imitando a Flaubert: «Tintín soy yo». Hergé explota el slapstick (humor cruento) con Milú, que rompe un espejo al inicio de la aventura y que encadenará una desgracia tras otra: se pelea con un loro que le pica la cola, cae al mar y casi lo devora un tiburón, sufre las picaduras de una nube de mosquitos, se libra de milagro de las fauces de un cocodrilo, un mono lo secuestra, se lo come una pitón. Eso sí, sale triunfante del encuentro con un león, suscitando la admiración de los perros nativos. En una aldea, será adorado como un rey, ocupando una silla mayestática. Tintín también afrontará toda clase de peripecias. Tom, un rufián enviado por Al Capone, intenta matarlo en varias ocasiones, aliándose con Muganga (que en swahili significa «el que cura»), un hechicero que envidia la popularidad del reportero y que pertenece a la sociedad secreta animista de los «aniotas», cuyo objetivo es sembrar el terror entre los blancos, disfrazándose de leopardos para atacarlos y acabar con sus vidas. Su atuendo está concebido para simular el asalto de un fiero depredador. No se trata solo de ocultar su identidad, sino de propagar la idea de que los hechiceros tienen poder sobre los animales salvajes. Tom, el villano, morirá devorado por los cocodrilos. Es una de las escasas muertes que aparecen en los álbumes de Tintín. En cambio, Gibbons, el jefe de la banda de forajidos enviada por Al Capone, será detenido con sus compinches. Hergé explotará las viñetas verticales para situar a Tintín en situaciones de peligro. Se salvará de un elefante enfurruñado subiéndose a un árbol. Colgará de una rama, balanceándose sobre una catarata. Siempre se salvará en el último instante. En varias ocasiones, socorrido por un misionero blanco de aspecto venerable, pero con la destreza de un cazador a la hora de empuñar un rifle.

Visualmente, destacan varios momentos. En primer lugar, la escena de la pequeña y rudimentaria locomotora que descarrila al chocar con el coche amarillo que conduce Tintín y que aparece en la portada, pero en color negro. Los pasajeros nativos visten de forma llamativa: canotier, cuellos duros con corbata, abrigos de invierno pese al calor, sombreros con plumas. Un carnaval simpático con un indudable parentesco con los alegres años veinte, cuando la inocencia parecía que se extendería por el mundo, espantando las guerras. Hergé recreó la única línea del Bajo-Congo que existía en 1930, el tren que cubría el trayecto Matadi-Leopoldville. En segundo lugar, el pequeño pase de cine que organiza Tintín para delatar la complicidad entre el blanco facineroso y el hechicero. Los espectadores confunden la filmación con el mundo real y arrojan sus lanzas contra la pantalla. De nuevo, ficción y realidad se funden, evocando las sombras de la caverna de Platón. Por último, el vuelo en avioneta que le devolverá a Europa. Cuando se despide del continente negro, sobrevolando la sabana, Tintín exclama: «América me espera».

Tintín en el Congo tuvo mucho éxito en los años treinta, pero cuando llegó la descolonización se convirtió en un álbum maldito. Durante el proceso de independencia de Zaire, mientras la sangre corría a raudales, las aventuras del reportero resultaban insoportablemente ingenuas. Sin embargo, cuando la confrontación finalizó, una revista de Zaire publicó el álbum y los lectores, lejos de ofenderse, celebraron la historieta. Absuelto por los zaireños, que por entonces sufrían la brutal dictadura de Mobutu Sese Seko, Tintín en el Congo volvió a las librerías de todo el mundo. A España no llegó hasta 1968 y nunca fue uno de los más demandados. De niño, yo lo leí con el mismo entusiasmo con que devoraba las novelas de Edgar Rice Burroughs, sin reparar en cuestiones políticas o morales. Hoy en día, continúo disfrutando con su candor y su deliciosa sencillez, que esquematiza el mundo hasta borrar todas sus perversiones. Tintín en el Congo no es un Ingres o un Veermer, pero sí una de esas piedras planas sobre las que dibujaba con tiza el pequeño Giotto di Bondone y que contempló por azar el pintor florentino Cimabue, decidiendo incorporarlo a su taller. Lo primitivo e imperfecto a veces tiene la frescura y la inocencia que no siempre encontramos en las obras maestras.

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