¿Enganchados o prisioneros?
La anécdota —mínima, trivial— que voy a contar como punto de partida parecerá a los lectores más jóvenes sacada del Paleolítico, pero sucedió a comienzos de este siglo. Claro que, si bien se piensa, con la aceleración histórica que vivimos, datar en esas fechas —unos tres lustros más o menos— viene a ser como hablar de la prehistoria, casi literalmente. Y, sin embargo, lo que quiero referir es precisamente el surgimiento de una actitud que hoy, de tan extendida, parece plenamente normal. Fue durante un examen de fin de curso. La mayoría de mis alumnos se habían ido marchando según terminaban y quedaban muy pocos por entregar sus papeles. Normalmente, pese a mis advertencias, quienes salían del aula se quedaban comentando sus impresiones en el pasillo, justo detrás de la puerta, montando una algarabía molesta para los que no habían acabado aún. En un momento determinado caí en la cuenta de que esta vez no se oía ruido alguno en el exterior. Agucé el oído y más bien percibí un silencio extraño, como un zumbido sordo, que me impulsó a abrir la puerta con cierta inquietud. Lo que vi me dejó asombrado: no menos de una quincena de alumnos se distribuían irregularmente por el hall de entrada a la clase, en los peldaños de la escalera, apoyados de pie en la pared o sentados en el suelo.