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Tintín en América

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¿Quién no ha soñado con ser un piel roja? Después de viajar a la Unión Soviética y al Congo, Tintín pudo cumplir su sueño de conocer el Nuevo Mundo. Desde sus años de boy-scout, Hergé sentía fascinación por los pueblos nativos de América del Norte. Su estilo de vida le parecía conjugar el amor a la libertad, el respeto por la naturaleza y una espontaneidad que ya no existía en las modernas sociedades industriales. Las aventuras de Tintín en América se publicaron en blanco y negro en Le Petit Vingtième entre 1931 y 1932. El álbum apareció en 1932. En 1946 se publicó una nueva versión en color. Aunque se mantuvo fiel al original, Hergé volvió a elaborar todas las planchas, corrigiendo ciertos errores de las viñetas y depurando aspectos del guión. En 1973, cuando se publicó por primera vez en Estados Unidos, los editores exigieron ciertos cambios. Aunque el Movimiento por los derechos civiles ya había logrado el fin de la segregación racial en el plano jurídico, la aparición de un negro en un cómic, especialmente si compartía viñetas con un blanco, aún despertaba rechazo, especialmente en los estados sureños. Hergé transigió con las exigencias, pero conservó la viñeta donde un sheriff borracho escucha en la radio cómo el día anterior han sido linchados cuarenta y cuatro negros. La universidad de Tuskegee, Alabama, contabilizó el linchamiento de 3.446 negros y 1.297 blancos –fundamentalmente, mexicanos y chicanos- entre 1882 y 1968. Hergé no quiso dejar de sumar su voz al clamor contra esa atrocidad. En la versión europea se conservó la presencia de afroamericanos, pero lo cierto es que su aparición es casi testimonial: una madre con su bebé, un gánster y el portero de un hotel. De todas formas, se aprecia un cambio respecto a Tintín en el Congo, donde se retrataba con paternalismo a los africanos. A Hergé ya no le importa señalar que los blancos, lejos de ser sabios y benévolos, muchas veces se dejaban llevar por odiosos prejuicios, recurriendo al terror que infunde la violencia para garantizar sus privilegios. 

Por primera y única vez, Hergé introduce en la trama a un personaje real: el famoso Al Capone, el dueño de Chicago. En la segunda viñeta de la primera plancha, aparece de espaldas y con un puro en la boca, ordenando a sus secuaces que liquiden al reportero, «un temible adversario». Más adelante, le vemos de frente, mofándose de Tintín. Con las manos en los bolsillos de su americana cruzada, se burla del «lechugino» que pretendía acabar con el rey de los gánsteres. Su ironía se esfumará más adelante, cuando el reportero adolescente del mechón naranja lo deja fuera de combate, maniatándole y amordazándole. En la primera versión, Al Capone aparecía con el rostro oculto por un pañuelo, pero en 1946 el gánster ya solo era una sombra que languidecía y no parecía arriesgado reproducir sus facciones. Con un demencia avanzada por culpa de una sífilis contraída en su juventud, había sido excarcelado y ya no era el enemigo público número uno, sino un mito en su declive. De hecho, fallecería un año después.

Al final del álbum, nos encontramos con otro enemigo público, pero esta vez ficticio: Roberto Rastapopoulos. No se menciona su nombre, pero su fisonomía es inconfundible. De smoking, con un cigarrillo en los labios, monóculo y con una condecoración, parece un simple magnate, pero su destino es ser el archienemigo de Tintín. Acompañado por una rubia que fuma un cigarrillo con boquilla, parece uno de esos villanos de la edad dorada de Hollywood, cuando el mal se asociaba a la sofisticación y cierto refinamiento. En la primera versión, otro comensal se dirigía a la joven sentada junto a Rastapopoulos, llamándola Mary Pikefort, en una clara alusión a Mary Pickford, pero en 1946 la estrella se había retirado y su fama viajaba hacia el olvido, por lo que se omitió el nombre. Personalmente, me recuerda a Jean Harlow, la «rubia platino» que inspiró a Marilyn Monroe y que se parodió a sí misma en Dinner at Eight (George Cukor, 1933). Un astro efímero que se apagó a los veintiséis años por culpa de una uremia.

Es probable que Hergé conociera películas como The Public Enemy, de William A. Wellman, Scarface, de Howard Hawks, Little Caesar, de Mervyn LeRoy o I Am a Fugitive From a Chain Gang, de Mervyn Leroy. Estrenadas entre 1931 y 1932, ninguna caía en la idealización del gánster, como sucedería más tarde con High Sierra, una obra de 1941 donde Raoul Walsh convertía a Roy Earle, interpretado por Humphrey Bogart, en una figura trágica y con una dureza salpicada de gestos de ternura. Earle protege a un anciano, ayuda a una joven coja y acoge a un perrito bizco. No hay nada de eso en los gánsteres de Hergé, cínicos, brutales y despiadados. No hay que olvidar que las tiras de Tintín aparecen en el suplemento infantil de un diario católico, Le Vingtième Siècle. Hergé nunca se apartará de los valores adquiridos en su niñez. Su mentalidad siempre será la de un boy-scout. O, si se prefiere, la de un humanista cristiano. Por consiguiente, no podía identificarse con un forajido que violaba todas las leyes humanas y divinas, sellando sus delitos con sangre inocente.

Tintín en América es el tercer álbum de Tintín. Aún está lejos la cuidadosa planificación y la rigurosa documentación que caracterizará a Hergé en sus futuros trabajos. En esta ocasión solo consultará un número especial de la revista satírica Le Crapouillot, dedicado a Estados Unidos, las Scènes de la vie future de Georges Duhamel y una obra divulgativa sobre los pueblos indígenas. A pesar de contar con pocos datos, la historia está más elaborada que en el álbum anterior, Tintín en el Congo. Ya no se trata de una simple cadena de ocurrencias, sino de una peripecia con un suspense bien administrado. El reportero quiere poner fin al reinado de Al Capone, amo y señor de Chicago. Siempre al filo del peligro, Tintín derrocha ingenio y coraje. Ya no es un cazador atolondrado que dispara contra todas las especies con cualquier pretexto, sino un joven que ha madurado y reflexiona antes de actuar. No es tan solo un héroe que monta a caballo, se defiende a puñetazos y, si no hay otra alternativa, empuña una pistola. También es un testigo de lo que sucede en la primera potencia mundial. Hergé nunca miró con simpatía a Estados Unidos, donde advirtió una amalgama de culto al dinero, fascinación por la tecnología y ambición sin límites. Si Tintín en el país de los soviets es un álbum anticomunista, Tintín en América es una fábula anticapitalista. No podía ser de otro modo inspirándose en la obra de Duhamel, que critica el «estilo de vida americano», basado en un maquinismo embrutecedor y deshumanizador. En 1931, Scènes de la vie future ya había vendido más de doscientos cuarenta mil ejemplares, suscitando un encendido debate en las páginas de Le Crapouillot, otra de las fuentes de Hergé. Influido por el padre Wallez, el joven dibujante desconfiaba de una sociedad que rendía culto al dinero y exaltaba lo moderno frente a lo antiguo y tradicional. Estados Unidos le parecía una nación materialista y banal. Aunque años después llegó a ser amigo de Andy Warhol, Hergé nunca renunció a esta visión negativa. Siempre se sintió más cómodo en la vieja Europa y solo manifestó admiración hacia las civilizaciones orientales, ceremoniosas, elegantes y espirituales.

Tintín en América transcurre entre el Chicago de los años veinte y una reserva de los Pies Negros, que incluye grandes llanuras vírgenes. Es la época de Al Capone y «los bandidos de toda especie campan por sus respetos». Su impunidad es tal que los agentes de la ley los saludan con deferencia. Aunque Hergé no lo menciona, se respira corrupción. Solo eso explica la impunidad del crimen organizado. El paisaje urbano es frío y poco acogedor. Hergé capta la atmósfera de unas calles donde los edificios, altos, simétricos y sin adornos en las fachadas, reflejan el triunfo de la arquitectura racionalista. Se ha sacrificado todo a lo funcional, ajustándose a una estética que canta las excelencias de los perfiles nítidos y depurados. Nada parece más adecuado que la «línea clara» de Hergé para recrear una urbe minimalista, donde han triunfado las ideas de Walter Gropius, Ludwig Mies van der Rohe y Le Corbusier. Las viñetas que recrean Chicago y Nueva York son particularmente atractivas. En la primera plancha, Tintín llega en tren a Chicago. Se asoma por la ventanilla para conocer las afueras. Hergé utiliza las vías del tren para crear una eficaz sensación de profundidad, revelando un creciente dominio de la perspectiva. Es una imagen que despierta expectación, anunciando el inicio de un viaje hacia lo desconocido.

En la plancha diez nos encontramos con una de las mejores viñetas del álbum. Tintín pasa de una ventana a otra, apoyándose en los alféizares de un rascacielos. Se juega la vida, pues se mueve en las alturas, exponiéndose a una caída fatal, pero es la única forma de sorprender a un gánster enmascarado que se aproxima por detrás con una pistola. Es una imagen muy cinematográfica, un plano picado que habría exigido una grúa y que muestra la desnudez de uno edificios que no han transigido con los ornamentos. Es inevitable pensar Charada (Stanley Donen, 1963), con una escena parecida, donde Cary Grant salta de un balcón a otro con agilidad felina.  La despedida triunfal de Tintín y Milú, homenajeados por una multitud que arroja confeti y papel de colores  al coche descapotable de la policía que los transporta, podría ser otro plano cinematográfico, pero esta vez Hergé escoge el contrapicado, resaltando la altura de los edificios. Símbolo de poder y progreso, los rascacielos exhiben todos los rasgos de la Modernidad: ambición sin límites, impulso prometeico, exaltación de la razón. Hergé nos ofrece una imagen más amable de Estados Unidos cuando Tintín contempla Manhattan desde la cubierta de un trasatlántico. Unas gaviotas sobrevuelan el mar mientras el reportero adolescente contempla la ciudad. De espaldas, con gabardina y acompañado por Milú, no parece aliviado, sino nostálgico. La brisa marina, lejos de resultar desapacible, introduce una nota melancólica.

Con Tintín en América, Hergé pudo al fin dibujar a sus queridos pieles rojas. Se documentó con el libro de René Thévenin y Paul Coze, Moeurs et Historie des Indiens Peaux-Rouges, lo cual le permitió ser muy preciso en los atuendos, los atributos tribales y los tipis o tiendas con forma cónica hecha con pieles de animales. La portada, con un jefe indio levantando un tomahawk y señalando amenazador a Tintín, que ha sido maniatado a un poste con sus ropas de cowboy, revela un excelente conocimiento de los atuendos de las tribus nativas. Las plumas y los collares han sido dibujados con sumo detalle. Nada se ha dejado al azar. Hergé visitaba asiduamente el Museo Etnográfico de Bruselas. Eso le permitió seleccionar las combinaciones de colores que señalaban algo importante, como haberle cortado el cuero cabelludo a un enemigo. Es lo que indica la pluma del primer indio con el que se cruzan Tintín y Milú. Sentado y envuelto en una manta, su expresión delata amargura. Casi parece un mendigo. En 1971, Hergé visitó una reserva india en compañía de Fanny, su segunda mujer. Gracias a la carta del padre Gall, un sacerdote belga apasionado por la cultura y las tradiciones de los indios, pudieron hablar con un nieto de Red Cloud. Allí descubrieron que la falta de expectativas había convertido el alcoholismo en un problema crónico. La pobreza y la decadencia de los indios –no hacía mucho tiempo, tan libres y orgullosos- causaron consternación en el matrimonio. «Ver a los descendientes de un pueblo tan grande reducidos a la desesperación –comentó Fanny- fue un espectáculo penoso». En los años treinta, aún prevalecía una imagen despectiva de los pueblos nativos, a los que se consideraba hordas de salvajes. Soy incapaz de recordar ninguna película anterior a Fort Apache, un film de John Ford estrenado en 1948, que hablara abiertamente de los abusos sufridos por los indios. Acusado de racista, Ford relataba –sin embargo- las miserias de las reservas, donde había tanta hambre como abundancia de alcohol barato, y no ocultaba la arrogancia del ejército con un pueblo derrotado y sometido, pero que no había perdido su coraje y su espíritu luchador. Hergé muestra la indefensión de los indios frente al hombre blanco. Cuando Tintín encuentra por azar un pozo de petróleo en el territorio de caza de los Pies Negros, de inmediato aparecen compañías y bancos dispuestos a comprar los derechos de explotación. El joven reportero les explica que no le pertenece a él, sino a los indios. Los hombres de negocios se olvidan de Tintín y ofrecen veinticinco dólares por el pozo. El trato, abusivo y humillante, será  avalado por las bayonetas de la Guardia Nacional, que expulsa a los Pies Negros de sus tierras. Veinticuatro horas más tarde ya se ha levantado una ciudad. Hergé utiliza una hipérbole para mostrar la voracidad de la sociedad industrial, donde la dignidad humana siempre es postergada por la búsqueda del beneficio económico. El único dios que reconoce el capitalismo es el dinero. En Tintín en el Congo, Hergé justificaba el colonialismo belga. Esta vez no habla en los mismos términos. Despliega una mirada más adulta, rebelándose contra los agravios infligidos a las culturas que aún viven de la agricultura y la caza. Se presionó a Hergé para que modificara su punto de vista sobre los indios, ofensivo para muchos estadounidenses, pero se negó a hacerlo.

La América que conoce Tintín vive bajo el frenesí de la producción, creando residuos que no siempre se reciclan. En el país del automóvil, es fácil cruzarse con chatarra salpicando los campos. El ansia de ganar dinero carcome los principios morales. En una fábrica de latas de carne en conserva, se utilizan perros, gatos y ratas, engañando al consumidor. Son los años de la Gran Depresión. Los obreros van a la huelga para protestar por los salarios bajos y los sindicatos están en manos de mafias. No hay mucha diferencia entre un empresario, un banquero o un gánster como Bobby Smiles. De hecho, Al Capone se considera un hombre de negocios. La precariedad laboral y las quiebras de empresas y negocios han ahogado los escrúpulos. Se impone sobrevivir de cualquier manera, sin perder el tiempo con objeciones morales.

En América, el vértigo de la vida moderna convive con la resistencia a la modernidad. En el mundo rural, los linchamientos son muy populares, casi una fiesta. Cuando Tintín es confundido con un asaltante de bancos, la multitud se disputa el privilegio de tirar de la cuerda. Aunque el linchamiento frustrado discurre de forma cómica, la sonrisa se hiela apenas reparamos en que no se trata de una fantasía, sino de algo tristemente real. En esas fechas, se vendían fotografías de los linchamientos, que los niños coleccionaban y los adultos utilizaban como postales hasta que el servicio de Correos lo prohibió. Hergé ya no pretende entretener, sino condenar una lacra que en 1998 seguía vigente, como prueba el asesinato de James Byrd Jr., un afroamericano linchado por tres supremacistas blancos en Jaspers, Texas.

Si tuviera que escoger una viñeta de Tintín en América, elegiría una visión panorámica de un grupo de indios galopando por las llanuras, con sus lanzas, sus plumas y sus Appaloosa. Aparece en la página 21. Los Pies Negros buscan a Tintín. Engañados por Bobby Smiles, creen que el reportero quiere apropiarse de sus territorios de caza. Es una imagen fascinante para cualquier niño de mi generación. Todos los que nacimos entre 1950 y 1970, soñamos con ser pieles rojas. Quizás hubo alguno que no abrigó ese deseo, pero si es así, lamento decir que se hizo adulto antes de tiempo. Siempre le quedará la opción de «hacer el indio». En una época dominada por el miedo a envejecer, no hay mejor remedio para quitarse años y recuperar la magia de la niñez, cuando aún no había lugar para el cinismo y el desencanto.

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