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Tú no eres nada

Los que sobraban

Götz Aly

Barcelona, Crítica, 2014

Trad. de Héctor Piquer Minguijón

368 pp. 24,90 €

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Fechada retroactivamente el 1 de septiembre de 1939, el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, Adolf Hitler firmó en octubre un documento redactado en su papel de cartas personal. Con una sola frase autorizaba a determinados médicos a facilitar una «muerte piadosa» [Gnadentod] a «enfermos incurables». Este documento se guardó en la caja fuerte de su despacho y no llegó nunca a publicarse, sino que sólo se copió para algunos colaboradores escogidos. Al igual que en la «solución final de la cuestión judía», Hitler se cuidó de no impartir ninguna orden por escrito, porque quería que fueran otros los corresponsables de hechos terribles y criminales que oficialmente se mantuvieron como «alto secreto».

Ya en Mein Kampf Hitler había sostenido que «la victoria del más fuerte y el exterminio del débil» eran una ley y el «deseo más íntimo» de la naturaleza, y había aplicado esta ley «férrea» a la historia en el sentido de un darwinismo social radical de la naturaleza. Desde el 1 de septiembre de 1939, la guerra exterior tenía su correspondencia en una guerra interior, que había de eliminar del cuerpo de la comunidad del pueblo [Volksgemeinschaft] a los elementos débiles y nocivos. «De la eutanasia a la solución final» reza el subtítulo de la obra de referencia de Henry Friedlander, The Origins of Nazi Genocide, aparecida en 1995. No es nada nuevo que las matanzas masivas de «vidas sin valor» fueron una preparación para el holocausto desde un punto de vista ideológico, organizativo y técnico. En las cámaras de gas fueron asesinados tanto niños discapacitados como judíos.

El historiador alemán Götz Aly ha investigado también durante décadas la conexión existente entre las diversas modalidades de asesinato del régimen nacionalsocialista. En su último libro, Die Belasteten (Los tarados o, en la traducción más libre de la versión española, Los que sobraban), recurre a numerosos estudios propios, que se remontan a 1981, sobre los «delitos médicos de la época nacionalsocialista». Ahora ha revisado en total más de un millar de páginas manuscritas y las ha reunido en una monografía. La compilación presenta un aspecto un poco asistemático, a pesar de lo cual se traduce en una lectura realmente fascinante, porque examina decisiones y hechos desconocidos, además de permitirnos conocer de cerca el destino estremecedor de víctimas concretas.

A Götz Aly, un autodidacta muy ducho en tareas periodísticas al que el gremio académico de los historiadores contemporáneos difícilmente puede negarle el debido reconocimiento como investigador del nacionalsocialismo, le sobra competencia para escribir textos con garra que prendan en sus lectores. No es conocido sólo por sus combativas polémicas, sino más aún por sus sorprendentes quiebros y sus provocadoras tesis, con las que combina elementos aparentemente incompatibles: el presunto bien con el mal, el supuesto progreso con la barbarie. Recientemente, en Hitlers Volksstaat (El Estado Popular de Hitler, 2005), puso de relieve cómo la «asistencia social» que recibió la comunidad del pueblo alemana fue posible gracias a las expropiaciones y conquistas, y en Warum die Deutschen? Warum die Juden? (2011; ¿Por qué los alemanes? ¿Por qué los judíos?, trad. de Héctor Piquer Minguijón, Barcelona, Crítica, 2012) explicó por qué los «apáticos» alemanes reaccionaron con envidia, resentimiento y una ilusión «igualitaria» ante el éxito de los más dinámicos judíos.

A primera vista, la carrera de algunos protagonistas de la eutanasia nacionalsocialista que empezaron como reformadores y acabaron como asesinos resulta también paradójica. El médico y catedrático Paul Nitsche se había distinguido, por ejemplo, como un psiquiatra cariñoso y humano, que abogaba por terapias diseñadas de forma absolutamente individual y por una asistencia abierta fuera de las instituciones psiquiátricas antes de dedicarse a las esterilizaciones forzosas en masa y, finalmente, a las matanzas forzosas. No menos desilusionante resulta que Aly nos informe de que, según una encuesta realizada en 1920 (!), tan solo el diez por ciento de los padres de niños considerados deficientes, tras ser preguntados por el director de una institución, rechazaron terminantemente «un acortamiento indoloro de la vida» de sus hijos. Los expertos en eutanasia del régimen nacionalsocialista podían remitirse a esta encuesta. De puertas adentro, muchos padres que se libraron de la carga de unos hijos que requerían de sus cuidados, se alegraron, por tanto, de estas acciones eutanásicas. Situados ante la disyuntiva de tener que ocuparse de ellos en casa, se mostraron conformes con la «buena muerte». El asesinato protegido brindó a muchos la oportunidad de no querer enterarse de ningún detalle. Aly ofrece, sin embargo, ejemplos de posturas contrarias que protegían enérgicamente la vida.

En el caso de la eutanasia nacionalsocialista, Aly sostiene que las consideraciones materiales fueron, por encima de todo, decisivas: «El cálculo de coste-beneficio fue desde el principio la base del asesinato de personas enfermas». Los principales políticos nacionalsocialistas y sus consejeros médicos tenían a enfermos incurables o niños discapacitados, dementes e «idiotas» por «comedores inservibles» que, y así lo expresó Goebbels, «gravan de tal modo el presupuesto social del país que apenas dejan medios y posibilidades para una actividad social constructiva». Theo Morell, el médico de cabecera de Hitler, había realizado un cálculo en un informe según el cual «cinco mil idiotas» comportaban anualmente unos costes tan altos que podrían pagarse empréstitos estatales por valor de doscientos millones de marcos al cinco por ciento de interés. ¡Vidas humanas, por tanto, a cambio de intereses de la deuda pública!

De acuerdo con el lema propagandístico «¡Tú no eres nada, el pueblo lo es todo!», el valor y la dignidad del individuo se habían subordinado a los más altos objetivos de la comunidad del pueblo. Cuanto más se prolongaba la guerra, más larga se hacía la lista de las víctimas: enfermos de tuberculosis, jóvenes con dificultades para ser educados, ancianos dementes, vagabundos, mendigos, criminales y prostitutas. La etiqueta médica «psicopático» era coincidente con el atributo «asocial», lo que en alemán se conoce como alguien «ajeno a la comunidad» [gemeinschaftsfremd]. En un manual de 1942, el artículo «Personalidades psicopáticas» establecía una clasificación según la cual “era encuadrable bajo la guillotina de esta definición todo aquel que fuera inestable, desprovisto de emociones, ávido de admiración, lábil emocional, inseguro, quejumbroso y pervertido sexual» (Aly). Como colmo del cinismo, médicos deseosos de hacer carrera extrajeron los cerebros a un gran número de «comedores inservibles» tras su asesinato con fines investigativos y en beneficio de la ciencia alemana.

Especialmente desgarradores son los numerosos casos individuales que recoge el libro de Aly. Walter Lauer, nacido en 1922 como hijo ilegítimo, padecía desde los siete años ataques epilépticos, pero aprendió a leer y escribir e ingresó con dieciséis años en un centro asistencial, donde trabajó en la zapatería. El 7 de abril de 1940, Walter Lauer escribió a su casa: «Querida madre, aunque me alegraría muchísimo que pudieras venir a visitarme, te ruego, sin embargo, que no hagas ahora el largo viaje, podrías echar a perder tu salud, y ahora habrá también probablemente grandes transportes de tropas. Cuando te sea posible, mándame un paquete de Pascua. Si padre pudiera visitarme cuando tenga vacaciones, no os costaría tanto dinero, porque padre viaja con el ejército a un precio reducido. Entonces podría hablar de todo con padre en la intimidad». Esta carta no le llegó jamás a su madre, sino que desapareció en los archivos de la institución. Un año después, el 29 de abril de 1941, Walter Lauer murió en las cámaras de gas del centro de eutanasia de Pirna-Sonnenstein, cerca de Dresde. Estas cartas revelan de forma vergonzante que las víctimas no vegetaban como si fueran animales e incluso consumían sus propios excrementos, como se sugería en la propaganda a favor de una «muerte piadosa». La carta citada de Walter Lauer no es sólo ortográfica, gramatical y semánticamente más correcta que muchos escritos oficiales, sino que demuestra, asimismo, una racionalidad, empatía y sentido de la responsabilidad considerables. El régimen condenó a muerte a este tipo de personas «enfermas». Además de epilépticos, también ciegos y sordomudos.

La eutanasia se aplicaba con la «máxima discreción» bajo supervisión médica por parte de las instituciones implicadas como «Acción T4» (que toma su nombre de la Tiergartenstraße 4 de Berlín, donde tenía su sede el servicio). Comenzó en enero de 1940, dependía directamente de la cancillería del Führer y concluyó en agosto de 1941. Hasta entonces fueron asesinados en seis centros que contaban con cámaras de gas un total de 70.273 enfermos mentales alemanes procedentes de instituciones psiquiátricas y asistenciales. El primer responsable de la Acción T4 (antes del arriba mencionado Paul Nitsche) instruyó en abril de 1941 a los presidentes de las audiencias provinciales y a los fiscales generales que habían recibido la orden de acudir a Berlín: «El paciente muere por causa de fallecimiento inventada; motivo,  secreto del Führer. Certificado de defunción. Fecha y causa de la muerte no concuerdan». La causa de la muerte era el gas. Al final la familia podía recoger una urna. Motivo inventado para la inmediata incineración: algo técnico relacionado con una epidemia. La urna se depositaba en la «oficina del cementerio más cercano», en caso de que esto no supusiera ningún problema.

A partir de mediados de julio de 1941, Clemens August Graf von Galen, el popular y valeroso obispo de Münster, pronunció tres sermones desde el púlpito en los que denunció la impiedad y la injusticia asesina del régimen nacionalsocialista. En su tercer sermón, el 3 de agosto de 1941, Galen se refirió explícitamente al asesinato de enfermos mentales, que se había hecho público, y condenó con toda dureza el exterminio de «vidas sin valor humano» [lebensunwerten Leben]. Resulta fácil imaginar lo que pudo pasar con soldados que habían sido heridos en el cerebro. La conmoción se apoderó profundamente de sus oyentes y el contenido de este mensaje se difundió a toda velocidad. Al mismo tiempo resultó cada vez más evidente que la guerra en el Este no iba a poder ganarse como una guerra relámpago, sino que habría de durar aún mucho tiempo e iba a suponer grandes e inesperadas pérdidas. En medio de este estado anímico, Hitler no quería que la población alemana se intranquilizara innecesariamente. El 24 de agosto de 1941 hizo que se interrumpiera bruscamente la Acción T4 por medio de una circular interna del partido.

Pero los asesinatos continuaron: de manera descentralizada, como una rutina silenciosa de las instituciones, camuflada y como «eutanasia salvaje» (Henry Friedlander) en las casas de la muerte, cuyos pacientes morían de hambre y de sobredosis de medicamentos. No pocos enfermos «asociales» [gemeinschatsfremde] acabaron finalmente en los campos de concentración. Hasta el final de la guerra se asesinó a más de doscientas mil personas después de haber sido diagnosticadas como «vidas sin valor». El régimen pudo cometer el asesinato por eutanasia en pleno territorio alemán con ciudadanos alemanes como una prueba llevada a cabo con éxito para el holocausto. La conclusión de Götz Aly es: «Quien permite que su propia tía, que padece una esquizofrenia, muera en la cámara de gas, o que a su hijo de cinco años con una parálisis espástica le pongan una inyección mortífera, no se preocupará de la suerte de los judíos, proscritos como enemigos del mundo y del pueblo». Adornadas y legitimadas pseudocientíficamente, las definiciones y el sistema de los «enemigos del pueblo», los enfermos hereditarios y los discapacitados, los «asociales» y los «enemigos raciales» acabaron por fundirse hasta resultar irreconocibles. El régimen nacionalsocialista previó el exterminio para todos aquellos afectados casualmente por una u otra de estas etiquetas.

Traducción de Luis Gago

Este artículo ha sido escrito por Jochen Köhler especialmente para Revista de Libros

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