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Tiempo para la ira (I)

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En otoño de 1922, la Galleria Pesaro de Milán acogió la primera exposición colectiva del grupo de artistas pronto conocidos como Novecento Italiano, quienes, junto a los pintores romanos reunidos alrededor de la revista Valori Plastici, conforman el grueso de un movimiento significativamente denominado «Vuelta al orden». Durante los primeros meses de este año, hemos podido ver en la Fundación Mapfre de Madrid una exposición a ellos dedicada, jalonada así por la obra de artistas tan notables como Giorgio de Chirico y su hermano Alberto Savinio, Felice Casorati o Giorgio Morandi. Retorno a la belleza es el título elegido por los organizadores, pero merece la pena tomar en consideración el sentido del «orden» al que pretendían regresar los miembros del movimiento y las razones que explican ese deseo de restauración: la Primera Guerra Mundial había dejado Europa llena de cadáveres y se imponía un sentimiento de nostalgia por la armonía perdida. No es casualidad que el mismísimo Benito Mussolini asistiera a esa exposición inicial, cercanos como eran muchos de los novecentistas a una familia política que el 30 de octubre de ese mismo año se había hecho con el poder en la joven Italia. Y, sin embargo, los cuadros son de un hermetismo refractario a la propaganda fascista: su fría belleza metafísica da forma a una peculiar nostalgia que insinúa calladamente las huellas del trauma bélico. Ya que, ¿de qué manera podía volverse al pasado premoderno tras las tempestades de acero desencadenadas por la Gran Guerra? ¿Acaso era posible olvidar que multitudes enfebrecidas, animadas por intelectuales de prestigio, habían celebrado el comienzo de las hostilidades?

Apenas tres años antes, en septiembre de 1919, el poeta Gabriele D’Annunzio y los dos mil hombres que actuaban a sus órdenes ocuparon la ciudad adriática de Fiume, perteneciente a la «Madre Italia» que debía permanecer unida. Declarándose Duce del Estado Libre de Fiume, D’Annunzio ejerció el poder mediante una influyente parafernalia: inventó el saludo nazi, diseñó un uniforme negro adornado por signos piratas y pronunció a diario discursos incendiarios desde el balcón de su palacete. Voluntarios de toda Europa se unieron a él, hasta el punto de que el poeta italiano empezó a verse a sí mismo como líder de una revuelta internacional. Su experimento duró quince meses, detenido por el bombardeo de la ciudad por parte de la armada italiana. Pero su insólito gesto ?que tanto recuerda la violenta insurrección del escritor japonés Yukio Mishima en 1970, cuyo fallido objetivo era devolver al emperador al poder? tuvo inmediata continuidad en el movimiento de masas liderado por Mussolini, cuya invasión de Etiopía  llegó a celebrar D’Annunzio con entusiasmo tres años antes de morir. Es tentador ver aquí la huella de Filippo Marinetti, ideólogo del futurismo, quien había escrito en el célebre manifiesto de su movimiento, publicado en 1909, que era necesario «glorificar la guerra, el militarismo, el patriotismo, la acción destructiva de los anarquistas, las ideas hermosas por las que uno muere, el desprecio por las mujeres». D’Annunzio y los futuristas trataban de destruir el mismo orden que los novecentistas anhelaban en vano recuperar.

Hoy como ayer, pues, distintas realidades coexisten en un mismo momento histórico, que a su vez soporta en todo momento la carga de un pasado convertido en espacio de disputa ideológica. Respiramos tranquilos ahora que la primera vuelta de las elecciones francesas ha dado la victoria a Emmanuel Macron, pero no debemos pasar por alto que la suma de los votos favorables al populismo de derechas y de izquierdas, representados respectivamente por Marine Le Pen y Jean-Luc Mélenchon, asciende al 41%: una inquietante confluencia de los extremos que remite al ominoso período de entreguerras. Fue sintomático que, en plena campaña, un valiente Macron sostuviera que Francia debería pedir perdón por la colonización de Argelia, para escándalo inmediato de muchos franceses; no menos relevante fue la negativa de Marine Le Pen a reconocer la responsabilidad del Estado francés en las deportaciones masivas de judíos a Auschwitz. Es difícil saber dónde estamos y qué suelo pisamos: vivimos unos años de incertidumbre y aprensión, dominados por la infelicidad general y numerosos brotes de cólera.

Pues bien, una de las sensaciones editoriales del año en el mundo anglosajón es un libro que proporciona una original respuesta a esta pregunta: su título es Age of Anger. A History of the Present y su autor es Pankaj Mishra, escritor británico de origen indio que publica regularmente en Bloomberg y The Guardian, entre otros medios de vocación internacional. Su trabajo, que pide a gritos una traducción al español, hace buen tándem con The Road to Somewhere, el libro de David Goodhart al que ya nos hemos referido en este blog: la justificación del giro conservador experimentado por un pensador liberal que defiende la necesidad de equilibrar las demandas de los arraigados que se sienten ciudadanos de una nación concreta y los cosmopolitas que se desenvuelven sin mayores problemas en el espacio de flujos global. En ambos casos, nos encontramos con intentos de explicar el auge del populismo y el nativismo, aun cuando el punto de partida de ambos autores sea distinto y ninguno de ellos ?eso siempre es lo más díficil? proponga soluciones viables. Se trata, con todo, de explicaciones comprensivas con los fenómenos observados: ambos pensadores creen que la ira contemporánea está justificada y demandan del liberalismo un mea culpa que acabe definitivamente con las ensoñaciones teleológicas del fin democrático de la historia.

Es Mishra, en quien nos centraremos, quien más abiertamente eleva una enmienda a la totalidad contra la modernidad liberal. Y es él quien evoca la insurrección de D’Annunzio debido a su valor sintomático, estableciendo un línea directa entre ese pasado y nuestro presente:

Hoy, cuando radicales alienados de todo el mundo corren a unirse a movimientos violentos, misóginos y sexualmente transgresores, y todas las culturas políticas sufren el ataque de los demagogos, la secesión de D’Annunzio ?moral, intelectual y estética, además de militar? respecto de una sociedad evidentemente irredimible parece un punto de inflexión en la historia de nuestro presente: una de las muchas iluminadoras coyunturas que habíamos olvidado.

Para Mishra, son individuos frustrados como el poeta italiano quienes han creado nuevas formas de hacer política desde el siglo XVIII hasta nuestros días. Y son ellos, en buena medida, quienes nos permiten responder a la pregunta acerca del descarrilamiento de la modernidad occidental: ¿por qué todo el mundo está enfadado cuando hay más prosperidad y justicia que nunca? ¿De dónde vienen el resentimiento, la indignación, el descontento? ¿Cómo podemos explicar este inesperado tiempo de ira?

Su respuesta es que el mito del progreso nos ha hecho ciegos a la verdadera naturaleza de los distintos episodios de violencia, racismo e imperialismo que atraviesan la historia de los últimos siglos. En lugar de accidentes en el itinerario racional que conduce de la bárbara premodernidad a la civilizada ilustración, esa violencia es parte inevitable del proyecto liberal, y quien no consiga comprenderlo tampoco puede entender el mundo contemporáneo. Hemos producido una «historia saneada» ?la misma que explica las reacciones contra los comentarios de Macron sobre la Argelia colonizada? que nos incapacita para ponernos en el punto de vista del otro: siendo el otro la víctima desconcertada de la modernidad. Occidente habría ocultado la iniciación brutal de sus propias sociedades en la modernidad política y económica, convirtiendo a los regímenes nazi, comunista e italiano en chivos expiatorios de un proceso mucho más amplio y multiforme. Mishra llega a decir que «la historia de la modernización es antes una historia de caos y violencia que de convergencia pacífica», empeorada en los últimos años por un estancamiento económico que vacía la promesa material del capitalismo liberal. Es la extensión de la modernidad al resto del planeta lo que explica, en buena medida, nuestro actual predicamento:

el desorden político, económico y social sin precedentes que acompañó el ascenso de la economía capitalista industrial en la Europa del siglo XIX, así como dos guerras mundiales, regímenes totalitarios y genocidios en la primera mitad del XXI, está infectando ahora regiones más vastas y poblaciones más amplias.

A consecuencia de ello, muchos individuos viven con miedo en un mundo en el que las fuerzas que determinan nuestras vidas resultan opacas. En este contexto, Mishra combina la crítica frontal de la modernidad con el elogio moderado de la premodernidad: por más opresivos que pudieran ser los vínculos tradicionales, permitían coexistir a los seres humanos en las sociedades donde nacían. Yuval Noah Harari ha ido más lejos al afirmar que la revolución neolítica acabó con la felicidad humana, pero no todos los días podemos ser tan tajantes. Para Mishra, aunque ahora gozamos de libertad, es una libertad sostenida en el vacío: precisamente aquello que rechazan los ciudadanos arraigados de Goodhart. Por todo esto, Mishra se propone «desmantelar la arquitectura conceptual e intelectual de las historia de los ganadores en Occidente», regresando a las convulsiones de la primera modernidad a fin de iluminar nuestra época. A sabiendas de que la historia nunca se repite: hoy no es ayer, pero sólo el ayer nos permite explicar el hoy.

Su libro es, así, una historia intelectual, intensa y a veces confusa, que él mismo ofrece, en cambio, como la exploración de un clima de idas, una estructura de sentimientos y una disposición cognitiva: las consecuencias del extraordinario acontecimiento que es la modernidad. Mishra se alinea aquí con la concepción de esta última auspiciada por el filósofo marxista Marshall Berman, quien sostiene que

ser moderno es encontrarse en un entorno que nos promete aventura, poder, alegría, crecimiento, transformación de nosotros y del mundo, pero que al mismo tiempo amenaza con destruir todo lo que tenemos, todo lo que sabemos, todo lo que somos.

En ese presente común, las comunicaciones digitales de nuestros días comprimen aún más el espacio de la convivencia, creando una jaula claustrofóbica en la que el deseo mimético y la comparación con los demás generan sin cesar frustración y resentimiento. ¡Instagram es alienación!

Si la historia de Mishra tiene un protagonista, de hecho, es el «joven alienado» que experimenta una profunda inadecuación en la sociedad comercial y trata de superarla mediante un ambicioso programa político alimentado por el resentimiento. Esa sería la historia de Rousseau, que habría dejado establecido en sus escritos el movimiento clave en esta reacción: el paso del victimismo personal al supremacismo moral, auténtica dialéctica de esa emoción política clave que Mishra describe como «la metafísica por defecto del mundo moderno». Jóvenes resentidos serían, así, tanto Timothy McVeigh, autor del atentado que mató a ciento sesenta y ocho personas en Oklahoma en 1995, como Anwar-al-Awlaki, quien detonó una bomba en el párking del World Trade Center en 1993, matando a seis personas e hiriendo a varias miles. Mishra otorga un gran valor al hecho de que McVeigh conociese años después, en una prisión de Colorado, a Ramzi Ahmed Yousef, ideólogo del atentado de Nueva York. Máxime cuando Yousef, a quien describe como miembro de la primera generación de yihadistas de vida globalizada, dijo tras la ejecución de McVeigh que jamás había conocido a nadie con una personalidad tan parecida a la suya. De ahí la analogía que traza Mishra:

Cristianos marginados de cuello azul en el Medio Oeste estadounidense y la Polonia poscomunista, así como jóvenes barbudos islamistas en Francia impulsan una narración de victimismo y lucha heroica entre el piadoso y el impío, el auténtico y el inauténtico. Sus blogs, vídeos de YouTube y encarnaciones en las redes sociales son un espejo de las del otro, hasta el punto de compartir teorías conspirativas sobre el judaísmo transnacional.

A ellos puede añadirse Anders Breivik, autor de la matanza en Noruega en 2011, imitado después por el adolescente germano-iraní que mató a nueve personas en Múnich el día del aniversario del ataque de Breivik, cuyo retrato era la foto del perfil de WhatsApp de su emulador. Mishra no cree que la religión tenga nada que ver con los atentados islamistas, sobre todo si atendemos a la vida de los terroristas antes de su «conversión»: mujeriegos, aficionados al alcohol y las drogas, disolutos. La islamofobia sería más bien un oportuno enemigo que responde a la larga historia de representaciones del Otro oriental desde el siglo XVIII, caricatura cuya función habría sido afirmar nuestra propia superioridad civilizatoria.

Mishra hace un repaso a la oferta ideológica destinada a ofrecer a los desorientados habitantes de la modernidad una alternativa a la concepción liberal del sujeto como maximizador racional. A su juicio, la experiencia moderna no contiene una oferta de sentido capaz de mitigar los efectos desestabilizadores de la transformación social y el resultado se expresa en un catálogo de reacciones potencialmente violentas: nihilismo, nacionalismo, racismo, nativismo. Todos ellos, fenómenos modernos, aunque se vistan con ropajes tradicionales. Son especialmente interesantes las páginas que dedicadas a la historia intelectual del nacionalismo, desde sus orígenes en el Sturm und Drang alemán ?que defiende el Volk y la Kultur autóctona frente a la Zivilisation afrancesada? hasta la influyente obra de Adam Mickiewicz en Polonia y Giuseppe Mazzini en Italia. Se incluye aquí un fascinante estudio del nacionalismo hindú que lleva décadas alentando el primer ministro Narendra Modi: en origen una mezcla de darwinismo social, teosofía decimonónica y fabianismo de izquierda. Es decir, una combinación ecléctica que debe mucho a las peripecias biográficas de Vinaiak Savarkar, principal ideólogo del hinduismo, que pasó sus años universitarios en Inglaterra en contacto con las corrientes intelectuales de su tiempo. También se ocupa de la propaganda por el hecho anarquista e identifica en Bakunin al profeta de la libertad total. Todos estos demagogos e iluminados tienen éxito, advierte Mishra, por el fracaso de las elites a la hora de responder a las convulsiones provocadas por una modernización impuesta ?entonces como ahora? desde arriba.

No cabe duda de que las tesis de Age of Anger son fascinantes. Pero, ¿son verosímiles? Y, aun si lo son, ¿qué alternativas hay a la modernidad liberal? De eso nos ocuparemos la semana que viene.

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Ficha técnica

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