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Actualidad y refutación de la política heroica (y II)

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¿Por qué creemos que la mayor parte de los problemas sociales podrían resolverse si concurriese la suficiente «voluntad política», capaz de poner en marcha las acciones decisivas correspondientes en cada caso? No cabe duda de que buena parte de la fuerza que han ganado los populismos contemporáneos procede de su autodescripción como actores políticos no convencionales dispuestos, ante los titubeos o los pretextos de los partidos mainstream, a hacer aquello que hay que hacer: las crisis aumentan la demanda de héroes. Y si en un par de entradas anteriores de este blog exploramos las razones por las cuales la política no es omnipotente y se encuentra –tanto constitutiva como sobrevenidamente– sujeta a límites crecientes, la semana pasada abríamos una reflexión distinta: la que trata de encontrar algunas causas que nos permitan explicar la creencia en lo contrario. Es decir, las raíces de la idea de que la voluntad política basta para moldear la realidad conforme a nuestros deseos.

En primer lugar se apuntó hacia la queja formulada por Hannah Arendt, nostálgica de la polis griega que asociamos a una práctica política noble y persuasiva, ante el ascenso de lo social como tema fundamental de la política moderna. Dado que lo social –vale decir, el campo de las necesidades económicas– ha opacado lo político, habríamos olvidado la capacidad de ésta para afirmarse autónomamente como conversación pública de tintes agonistas en torno a distintas concepciones del bien. Quedan por señalar, sin ánimo exhaustivo, otras dos posibles razones.

2. La excepcionalidad de la acción política

Un segundo problema que plantea la influyente concepción de la acción política defendida por Hannah Arendt tiene que ver con su excepcionalidad. Ya que sólo mediante la acción política, según la filósofa alemana, descubrimos quiénes somos y nos revelamos a los demás: el resto es oscuridad. Se lleva así a término una romantización de la acción política cuya premisa es la propia romantización del individuo, obligado, en una sociedad de masas, a distinguirse de los demás. Una prescripción, por distintas razones, altamente problemática.

Para empezar, la acción estrictamente política descrita por Arendt se desarrolla en la esfera pública, «único lugar donde los hombres podían mostrar real e invariablemente quiénes eran» con arreglo a su modelo atenienseHannah Arendt, La condición humana, trad. de Ramón Gil Novales, Barcelona, Paidós, 1993.. Arendt es consciente del inevitable problema de la escala y reconoce que cuanto mayor sea la población en un determinado cuerpo político, «mayor posibilidad tendrá lo social sobre lo político de constituir la esfera pública». Se deduciría de aquí, no sin razón, que lo local es el único posible refugio del romanticismo político. En todo caso, el tipo de política cuyo declive lamenta nuestra autora tiene en su centro la acción del individuo:

Mediante la acción y el discurso, los hombres muestran quiénes son, revelan activamente su única y personal identidad y hacen su aparición en el mundo humano, mientras que su identidad física se presenta bajo la forma única del cuerpo y el sonido de la voz, sin necesidad de ninguna actividad propia.

De este modo, la acción política es una forma de natividad. Se trata de un segundo nacimiento, que se produce cuando el individuo se mide a los demás en la esfera pública. De modo que quien carece de vida política permanece sin identidad. Pero, dado que en las modernas sociedades de masas no podemos institucionalizar la acción pública de cada sujeto por razones de escala, Arendt suaviza los requisitos para considerar como pública una acción: la esfera pública no es ya un espacio formal más o menos delimitado institucionalmente, sino un «espacio de aparición» en sentido amplio, esto es, «el espacio donde yo aparezco ante otros como otros aparecen ante mí, donde los hombres no existen meramente como otras cosas vivas o inanimadas, sino que hacen su aparición de manera explícita».

Obsérvese cómo se plantea aquí un problema relacionado también con la escala y la pluralidad de las sociedades. Si cada individuo tiene que implicarse en acciones políticas de contenido deliberativo para volver a nacer, esta vez como ciudadanos, ¿cómo conceder visibilidad a todos los individuos en una sociedad de masas? La solución de Arendt no parece suficiente, porque la realización política de todos los ciudadanos a través de la acción pública sólo puede conducir a la ingobernabilidad, salvo que evitemos toda formalización y reduzcamos drásticamente el criterio de la visibilidad.  Desembocaríamos entonces en algo parecido a la esfera pública contemporánea: un espacio amorfo y magmático donde la acción de contenido explícitamente político es tan solo una de muchas posibilidades para la realización del individuo, inclinado también a salir a patinar o apuntarse a clases de yoga.

Por otro lado, sostener que no ha nacido el sujeto incapaz de distinguirse de los demás supone incurrir en una concepción romantizante de la individualidad que en nada se diferencia de los llamamientos publicitarios a ser uno mismo o rebelarse contra el conformismo ambiental. Se otorga así prioridad a una concepción expresiva del sujeto, en la misma medida en que se desdeña a quien permanece recluido en su esfera privada sin molestar a nadie. En realidad, una sociedad cuyo funcionamiento dependiera de la individuación de todos sus ciudadanos a través de una acción política institucionalizada tendrá graves problemas operativos: una gran asamblea permanente es, sencillamente, inviable.

Por eso mismo, pensadores como Jürgen Habermas y Peter Sloterdijk localizan en la esfera estética el espacio adecuado para que el sujeto romántico despliegue su subjetividad rebelde. Si ésta da el salto a la política, el canal adecuado será a su vez la esfera civil, donde los movimientos sociales o las acciones informales contribuyen al cambio cultural que preludia –o al menos trata de preparar– el cambio político. Todos no podemos ser políticamente románticos: he ahí, si bien se mira, otro problema de escala. Así que podríamos incluso pensar en el romántico como un especialista, alguien que cumple una determinada función en las democracias reformistas, proporcionando maximalismos retóricos que sirven para influir sobre los marcos culturales vigentes y facilitar con ello los minimalismos subsiguientes.

De hecho, la acción individual significativa se ha desplazado en nuestra sociedad de masas hacia otras esferas distintas de la política. Eso incluye la esfera pública, que conoce ahora un nuevo vigor expresivo a consecuencia del giro digital; la esfera cívica, donde los movimientos sociales y las prácticas de solidaridad no han dejado de aumentar en número; la esfera económica, donde la digitalización crea posibilidades nuevas para el autoempleo o el intercambio global; y, señaladamente, la esfera cultural, donde individuos y grupos se ocupan de practicar juegos de lenguaje y transmitir contenidos simbólicos que operan como mecanismos de distinción, en el sentido de Pierre BourdieuPierre Bourdieu, La distinción. Criterio y bases sociales del gusto, trad. de María del Carmen Ruiz Elvira, Madrid, Taurus, 2012.. Hay, pues, otras formas de natividad en el sentido que da Arendt a este concepto: son formas potencialmente relacionadas con la política, pero no explícitamente políticas.

3. La plasticidad de lo real

También podemos establecer una relación entre la ilusión de potencia que acompaña a la imagen romántica de la política y el éxito del giro lingüístico que hace posible concebir la realidad como una construcción discursiva.  Ya que, si la realidad ha sido construida lingüística y simbólicamente, ¿no podemos reconstruirla por completo a través de otro lenguaje y otros símbolos? Si la realidad es plástica, ¿no es infinitamente plástica?

El marxismo de veta gramsciana, con su énfasis en la cultura popular como depósito lingüístico y semántico, ha dado nueva vida a esta idea. Así, por ejemplo, Ernesto Laclau y Chantal Mouffe conciben la política como una actividad que permite desvelar que el orden social existente es siempre, por definición, contingente; aunque nos parezca naturalErnesto Laclau y Chantal Mouffe, Hegemony and Socialist Strategy, Londres, Verso, 1985; Ernesto Laclau, New Reflections on the Revolution of Our Time, Londres, Verso, 1990.. Porque no puede sino ser contingente, ya que evidentemente podría ser distinto a como es si la historia hubiera tomado algunos giros diferentes. Resulta de aquí la impresión de que, con la debida articulación política, ninguna finalidad social es irrealizable, porque para realizarla bastaría con cambiar el lenguaje que le da forma: cambiar el discurso, en definitiva, es cambiar la realidad.

Para Laclau y Mouffe, el entero orden social es concebido como un discurso, esto es, como un sistema simbólico estructurado de manera análoga al lenguaje y referido por ello al conjunto de prácticas y significados que constituyen el orden social. Ya que las identidades de los grupos sociales y los significados de los términos políticos son variables, la sociedad nunca está del todo cerrada, permanece siempre abierta al cambio. Los distintos discursos que la constituyen están construidos mediante la fijación de fronteras políticas entre distintos sujetos mediante el ejercicio del poder, de forma que algunos elementos son incluidos en el discurso y otros no. La fuerza hegemónica trata de universalizar sus valores y normas, haciendo que parezcan naturales y no contingentes. Sin embargo, esa contingencia puede ser redescubierta por medios políticos, por ejemplo a través de un liderazgo que así lo señale. De ahí, contra Marx, la primacía de la política.

Sin embargo, frente a la hipótesis de una realidad infinitamente maleable, que convierte a la política en pura potencia creadora de realidades, se alzan algunos escepticismos –liberal, conservador, evolucionista– que descreen de semejante plasticidad. Especialmente interesante es la idea liberal de que existen ciertos «órdenes espontáneos», que para un evolucionista fungirían como «cualidades emergentes»: configuraciones sociales que, a pesar de ser creación humana, no obedecen a un diseño consciente originario. Ejemplos son el lenguaje, el mercado, las costumbres. Ahora bien, que estos órdenes hayan surgido espontáneamente como el producto no coordinado de la interacción social no significa que escapen a la jurisdicción de la política, ni que sea imposible someterlos a control y rediseño. Sucede que la capacidad de la política para lograr los efectos deseados con su intervención es limitada. Digamos que, en todos estos casos, la política se ve obligada a negociar con la realidad, en lugar de crearla por sí sola.

Naturalmente, solemos experimentar recelo ante aquellos procesos y mecanismos sociales que operan espontáneamente a partir de la coordinación automática de múltiples actores, en lugar de descansar en procedimientos definidos de decisión y desarrollados en el marco de instituciones formalizadas. Necesitamos causas, responsables, explicaciones. Y solemos pensar que, si nos sentamos a tomar decisiones concertadas, éstas serán forzosamente mejores que las derivadas de una interacción no reglada entre distintos actores, individuales y colectivos bajo el marco regulador establecido por el Estado. Esa coordinación espontánea, que naturalmente produce también episodios de descoordinación, no sólo es producto de nuestras acciones: también lo es de las argumentaciones y acuerdos privados que abundan en la vida social. Sucede que no son acciones concertadas, o lo son solamente entre algunos actores. Y pareciera que solamente la política concertada, institucionalizada, puede ser categorizada como tal.

En relación con esto, Mark Pennington se ha referido a un «liberalismo epistemológico» que, con autores como Friedrich Hayek a la cabeza, subrayaría la importancia de las formas extralingüísticas de comunicación, poniendo de manifiesto de paso la función comunicativa de los mercadosMark Pennington, «Hayekian Political Economy and the Limits of Deliberative Democracy», Political Studies, vol. 51, núm. 4 (2003), pp. 722-739.. Éstos no sólo serían mecanismos de asignación de recursos a partir de la expresión de preferencias, reflejadas en el sistema de precios, sino todo un sistema de información a través del cual la sociedad se da forma a sí misma. Es, sostiene Pennington, un sistema que organiza descentralizadamente una cantidad y variedad de información que un organismo centralizado no podría planificar eficazmente. Los mercados son, en este sentido, epistemológicamente productivos (aunque, como sabemos, también disruptivos). En palabras de Hayek himself:

El proceso intelectual es en la práctica sólo un proceso de elaboración, selección y eliminación de ideas ya formadas. Y el flujo de nuevas ideas, en gran medida, proviene de la esfera en que la acción, a menudo una acción no racional, y los sucesos materiales influyen unos sobre otrosFriedrich Hayek, The Constitution of Liberty, Londres, Routledge, 2008, p. 32..

Ya hemos visto que Arendt no admitiría bajo ningún concepto la nobleza de acciones semejantes, aunque no niega su utilidad. Habermas, por su parte, aunque escéptico con el romanticismo político, prima asimismo las formas deliberativas de comunicación. Sin embargo, como ha señalado Peter Sloterdijk, sería conveniente no desatender la dimensión material de la acción comunicativa:

Habermas nunca ha querido admitir que entre nosotros, cuando nos «comunicamos», no se trata de un simple intercambio de frases con pretensiones de verdad, sino igualmente, o más aún, de la entrega, devolución y transmisión de bienes, tanto en el sentido material como simbólico de la palabraPeter Sloterdijk, Fiscalidad voluntaria y responsabilidad ciudadana, trad. de Isidoro Reguera, Madrid, Siruela, 2014, p. 69..

Resulta así, por tanto, que una gran parte del conocimiento relevante necesario para el aprendizaje social es tácito y permanece inarticulado. Tratar de regularlo desde la política suele tener efectos contraproducentes, como pone de manifiesto cualquier análisis del control estatal de precios. La idea contraria, que suele enraizarse en una negación de la complejidad de los mecanismos espontáneos descritos, alimenta la creencia en la omnipotencia de la política, algunas de cuyas causas se han tratado de presentar aquí.
Nada de esto, conviene insistir, va en detrimento de la potencia de la política, que constituye el imprescindible instrumento de que disponen los seres humanos para organizar su vida colectiva. ¡En absoluto! Pero sí que alerta sobre la necesidad de reconocer que esa potencia está sometida a límites o constricciones que conviene reconocer a fin de evitar frustraciones innecesarias o aventurerismos destructivos. Los cementerios no sólo están llenos de hombres imprescindibles; también descansan en ellos las víctimas de muchas creencias prescindibles. Y la fe en una política heroica, plenipotenciaria, es una de ellas.


 

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