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Tal vez ese fusil…

DIARIOS, LA HIERBA CRECE DESPACIO

Ignacio Carrión

Edaf, Madrid

988 pp.

36 €

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Con esta conclusión tan abierta (entrada de mayo, sin especificar día ni hora, como sí hace en tantas muestras del copioso volumen) despacha momentáneamente Ignacio Carrión sus Diarios, titulados con afán entre poético y melancólico (lo que no es necesariamente un pleonasmo) La hierba crece despacio. Y tan despacio que se extienden, en un camino sin duda tortuoso (aquí nadie va a morirse de risa como el juez que en alguna de las páginas del libro procede a levantar el cadáver de un viandante, tendido durante horas ante El Corte Inglés), que arranca en Viena, el 24 de septiembre de 1961, adonde Carrión ha llegado por consejo del doctor Barcia Goyanes para hacerse tratar de una dolencia psíquica que provoca en él temblores compulsivos. Barcia Goyanes, gallego de 1901 y autor de algún libro sobre el Quijote nada desdeñable, lleva ya un buen zapatazo en la «Nota del autor» que precede al volumen, y en la que igualmente se nos dice que Diarios alberga tan solo el quince por ciento del material manuscrito (a pluma, en 161 cuadernos) por este periodista, nacido en San Sebastián en 1938. Y recriado en Valencia, donde da con Barcia Goyanes, un elemento hoy en vías de beatificación, último psiquiatra de la madre del dietarista, un personaje dramático (también melodramático, entre arrebatos dipsomaníacos y ataques de histeria) y de solvencia económica, que es lo que permite el más que discreto pasar de Carrión en su juventud (estancia en Viena incluida, por lo demás la que da pretexto –e importantes textos– a los Diarios). Supuesto que uno escriba para reinventar el pasado, y ajustar cuentas con él, no parece descaminado que la labor dietarista implique –ya puestos– poner en solfa el entorno, familiar y profesional sobre todo, bus­cando coartadas para esa función autoconmiserativa (el pudor que presente estará en función de la brillantez expresiva del sujeto; y Carrión por cierto que la tiene) que el diario comme il faut trae consigo. Ya se trate de los de Gide, Gree­ne, Jünger, Ionesco o –naturalmente– Cesare Pavese, a quien Carrión llega a citar literalmente sin remitirse a la fuente (adrede, es de suponer, por conocido). Y todos estos autores, en un curioso juego metaliterario, se muestran en diferentes momentos del volumen de Ignacio Carrión, quien también se acuerda de Kafka, y de su memorable Carta al padre en alguno de los lances protagonizados por el suyo, sometido él también (aunque sin ser dietarista) al proceso autoconmiserativo antes comentado. Y es que don Celso Carrión llevaba, consciente de su cruz y con la consiguiente resignación cristiana, las chifladuras de su mujer, tratadas por Barcia Goyanes. Se comprenderá que un autor, que además va encomendando sus confidencias al refugio tan íntimo de un diario, empeño de adolescentes o estajanovistas de la escritura (como parece el caso), que no se corta lo más mínimo al hablar de sus familiares (en lo que se diferencia de los memorialistas, normalmente empeñados en comunicarnos hasta el último entresijo, casi siempre favorable, de sus ancestros), menos lo hará al tratarse de amigos, conocidos o saludados (por remitirnos a la clasificación de Josep Pla, otro que tal danzaba en el salón de baile dietarista).

Y dejando a los muertos aparte, que no van a quejarse en exceso (cruel y antológico el retrato que aquí se hace de Camilo José Cela, y no le va a la zaga el de Loyola de Palacio «con la nariz roja», que «va adquiriendo más coloración a medida que bebe cava», p. 879), poco halagados quedarán con la escritura carrionesca gentes como Luis María Anson, Pedro J. Ramírez, Agatha Ruiz de la Prada, Jesús Polanco (y su caja navideña descompensada, lo que daría para un relato breve), Francisco Umbral, Arturo Pérez-Reverte, Juan Cruz, Rosa Montero, Almudena Grandes, y un largo etcétera, disponible –al cabo– en el utilísimo índice onomástico del volumen. Y es que Ignacio Carrión, librero en un principio (librería Lope de Vega en Valencia, donde el autor tiene un lance erótico delicioso con una empleadita), luego recorrería en camino intrincado lugares claves de la prensa española, desde Efe y Blanco y Negro hasta El País, pasando por ABC, Cambio 16 y Diario 16, en varios de estos casos trabajando como corresponsal en Inglaterra y Estados Unidos, ha ejercido de periodista todoterreno, lo que lo llevó a moverse como pez en el agua en los media (y de ahí los retratos inmisericordes de algunos de los citados con anterioridad, y de otros como Ramón Hernández o Vicente Verdú, aunque en este caso su defenestrador no sea Carrión sino Juan José Millás, quien es citado a la hora del juicio viperino no sabemos si con su aquiescencia) pero también a entrevistar a elementos como Sharon Stone, Naguib Mahfuz o Madonna, por un lado, José María Aznar (quien tampoco dará botes de alegría cuando lea su semblanza), Jesús Aguirre o monseñor Argaya, por el otro, o –salvando las distancias– a gentes del pelaje de Raphael o Jesulín de Ubrique, cuyas respuestas, bien que cribadas, también aparecen en estos Diarios en interesante efecto deconstructivo.

Como, cambiando de tercio, resultan llamativas las interioridades del proceso en que fue elaborándose la novela de Carrión, Cruzar el Danubio, premio Nadal de 1995. También da cuenta de las críticas, bastante reticentes, que el libro recibió, lo que lleva a Carrión, siempre dispuesto a entrar al trapo, a criticar ácidamente a los críticos (sobre todo a Ricardo Senabre, quien aquí queda como chupa de dómine). Ahí, en esas páginas, está Carmen Balcells, y también en aquellas donde vemos el proceso de edición, en principio demorado por razones comerciales, de un libro de no fácil venta como el que estamos comentando. Y, por cierto, que Cruzando el Danubio, vaya por Dios, es novela en clave igualmente, lo que supuso el subsiguiente conflicto familiar que aquí se nos narra. Novela dentro de los diarios (o a la inversa), en juego semejante al de las muñecas rusas o cajas chinas. Estos Diarios, en fin, de lectura entregada (pues crean atmósferas y dan datos exhaustivos sobre un tiempo y un país –y aun países– desde la posición de un observador privilegiado) parecen obligados para amantes del género, pero también de quienes crean en la literatura, y en la vida por tanto, como un camino amargo donde las rosas casi nunca son de verdad sino de papel, como en Valle-Inclán.

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Ficha técnica

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