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STANLEY KUBRICK. EYES WIDE SHUT

EYES WIDE SHUT

STANLEY KUBRICK

Eyes Wide Shut, de Stanley Kubrick, está distribuida por Warner.

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De su pasado y de su presente se sabe casi todo. Además, los telediarios en horas de máxima audiencia se han encargado de velar por su rentabilidad económica repitiendo hasta la saciedad el reclamo de los límpidos desnudos de Nicole Kidman y Tom Cruise ante el espejo. Pero ¿pasará esta película a la filmografía de Kubrick como una obra maestra más, o quedará como algo menor, un empeño fallido, lleno, eso sí, de destellos de extraordinaria calidad que, sin embargo, no acaban de deslumbrar como conjunto?

Meticuloso como era, le preocupaba a Kubrick preservar los valores universales de la novela en la que se inspira, aquel Relato soñado de Arthur Schnitzler. El mismo Cruise lo explica de modo indirecto cuando, entrevistado sobre la película, se pregunta retóricamente quién no es capaz de entender esa desconfianza que surge entre marido y mujer la noche de las confidencias.

Frederick Raphael, el guionista elegido por Kubrick, que trabajó cerca de dos años en el guión, y el propio Kubrick discutieron abundantemente sobre la obra de Schnitzler. Comentaron que el autor era judío como ellos, que perteneció al círculo de Freud, discutieron el carácter soñado o no del relato –no hay que olvidar la literalidad de su título–, el aspecto de puntual pesadilla que a veces tiene, la naturaleza de la orgía que acentuaba ese carácter; hablaron de los celos sobrevenidos en la intimidad del matrimonio; pero pasaron por alto algo que se me antoja, vista la película, trascendente: la fuerte impregnación psicologista que existía en la Viena de hace cien años, con un Freud en la plenitud de su seducción, algo que como es obvio no existe en la Nueva York de nuestros días.

Cuando Fridolin y Albertine, los personajes ideados por Schnitzler, se hacen imprudentes revelaciones sobre sus deseos eróticos más escondidos, se están al mismo tiempo postulando casi inconscientemente como conejillos de Indias movidos por el freudianismo ambiental para experimentar sobre sí mismos una especie de peligroso juego de la verdad. Eso de ninguna manera ocurre con Bill y Alice, el trasunto de aquéllos en la película de Kubrick, interpretados por Cruise y Kidman. Y así lo que en el relato era natural y espontáneo, incluso en su ambigüedad como algo vivido o soñado, en la película no lo es, acaso porque director y guionista sabían muy bien, y así se lo reconocen el uno al otro, que ninguna película de un sueño había sido nunca un éxito de taquilla.

De modo que el traslado de la acción a la Nueva York de nuestros días hace necesario que Alice tome más de una copa para coquetear ostensiblemente con un don Juan ocasional y se fume además un porro para entrar en ese terreno de las confidencias peligrosas con su marido. Luego, la reacción de éste, es ya menos universal que previsible. De un lado, porque carece del acicate de haber elegido voluntariamente el transitar por ese terreno peligroso. De otro, porque el actor Cruise, con su aspecto de eterno adolescente, transmite una fragilidad de la que carecía Fridolin, la misma que transmiten algunos maridos empequeñecidos al lado de su estupenda mujer. Sus celos más que universales resultan algo particulares.

Difícil explicación tiene el empeño de Kubrick en que un matrimonio de actores desempeñara el papel del matrimonio ficticio. Sorprende porque parecía apuntar en la misma dirección de cuanto aquí decimos. Kubrick buscaría potenciar su historia colocando a un matrimonio real ante esa catarsis del juego de la verdad –de ahí quizá las noventa y cinco tomas de la escena en cuestión–. Y sorprende porque al ser la ficción una representación artística de la vida, con esa elección Kubrick parecía estar mostrando desconfianza hacia sus propias fuerzas.

Haber conservado el tiempo y el lugar de la acción de la novela hubiera evitado las dificultades mayores. La de la orgía, por ejemplo. Hemos apuntado su ambigua naturaleza, añadamos ahora su posible valor simbólico, como metáfora del riesgo de la indagación de Fridolin, algo que se pierde por completo con su trasplante a Nueva York. Kubrick sabía de su dificultad y lo discutió abundantemente con su guionista. Éste le propuso dos modelos de orgías, una, real, en la Roma renacentista con el papa Borgia como gran protagonista, otra, imaginada, la de «los libres», una sociedad de hombres poderosos de la Norteamérica de los Kennedy. El resultado parece un híbrido de ambas. La música de fondo y la plástica evocan una especie de misa satánica o, en cualquier caso, ritos religiosos de sociedades secretas, pero las máscaras tienen un claro influjo goyesco que remiten a su vez a aquelarres. El resultado, aunque estéticamente muy logrado, adolece de estatismo y desde luego evoca cualquier cosa menos la finalidad hedonista que se supone a las orgías. Pienso –y discúlpeseme el atrevimiento– en lo que hubiera sido con el desparpajo de Almodóvar y me regocijo. Una orgía es un exceso para satisfacer deseos carnales o, como dice el diccionario, un desenfreno en la satisfacción de apetitos y pasiones, pero no una disciplinada misa satánica con un colofón erótico en el que si alguien se desvía medio centímetro del rígido protocolo corre serio peligro de ser mutilado y muerto.

A uno le quedan dudas sobre qué hubiera hecho con la película Kubrick de no haber desaparecido tan abruptamente, tan abruptamente al menos como ese final de Eyes…, sorprendente en el autor de 2001 Odisea del espacio, cuyo onírico final era tan angustioso y enigmático como larguísimo. Quizá la literatura esté todavía unos palmos por encima del cine en lo que se refiere a recrear en la ambigüedad una historia. No hay que olvidar que el cine, al manejar tan desmesurados presupuestos, obliga a la cautela. Pero entonces no hay que extrañarse de que luego las cosas sean como son. Unas palabras finales sobre los actores. Cruise tiene una estampa muy hecha a lo largo de su carrera de galán providencial, o providencialista, como para incorporar a un médico serio y renombrado de Nueva York. La imagen de Cruise puede más que el doctor Hartford al que interpreta. Lo que no ocurre con ella, Kidman, que realiza una interpretación estupenda, con el punto de morbo y de seducción conveniente.

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Ficha técnica

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