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Emblemas de Nueva York

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Pocos días después, con el cerebro y la retina saturados de las imágenes del Boeing 757 penetrando una y otra vez en la torre sur con la aparente facilidad con que el cuchillo se introduce en el bloque de mantequilla del desayuno, cuando el horror y el estupor y el asco y de nuevo el horror dieron paso al cansancio, según ese perverso proceso de la postmodernidad por el que uno no termina nunca de distinguir del todo entre la realidad del mundo y la hiperrealidad suscitada por los medios y la cultura, recordé que en ese mismo espacio, hoy dramáticamente vacío, había nacido Nueva York. El modo en que esta ciudad -logaritmo de otras ciudades, la llamó el poeta John Ashbery– ha llegado a ser parte de nosotros (de los que la aman, de los que la odian, de los que la aman y la odian), se relaciona con el hecho de que, desde muy pronto, se le atribuyó la condición de símbolo de nuestro presente y conjetura de nuestro futuro. La literatura y, sobre todo, el cine, se encargaron de difundir el mensaje, proporcionando representaciones, metáforas e imágenes que no han cesado de alimentar el imaginario colectivo. Los mártires asesinos que el martes 11 de septiembre iniciaron la tragedia clavando los aviones en las Torres Gemelas –templos de Mammón de la ciudad corrupta y deseable–, impacientes por obtener el supremo honor de contemplar el rostro de Alá y de gozar de la eternidad hiperreal del Paraíso, también se habían nutrido de ellas, conocían el poder de su simbolismo. Eran, en cierto modo, también suyas. A pesar de Huntington, a quien estos días algunos han ascendido al rango de profeta, a estas alturas no hay más que una sola civilización más o menos globalizada. El famoso choque (clash) no viene de fuera. Las torres del World Trade Center («las últimas erecciones del gobernador Nelson Rockefeller», proclamaba el chiste de entonces) han sido durante casi tres décadas el emblema de la ciudad, un mastodóntico logo que facilitaba la metonimia cultural globalizada. En 1973, cuando Minoru Yamasaki –un lejano discípulo de Mies van der Rohe– y sus socios las dieron por terminadas, ya se habían convertido en el punto de referencia del downtown Manhattan: ahora, tras su desaparición, somos bastante más conscientes de su antigua omnipresencia. Pero no han sido el único emblema de la ciudad: antes le tocó el turno al Empire State, que sustituyo al Chrysler, que sustituyó al Woolworth (desde cuyo último piso exclamaba en 1916 un entusiasmado Juan Ramón Jiménez: ¡Oh!, qué cielo más nuevo –qué alegría–), que, a su vez sustituyó al Singer, un edificio que acaba de perder el triste honor de ser, hasta ahora, el más alto edificio del mundo jamás destruido (fue demolido en 1970 para poder construir, precisamente, el World Trade Center). De manera que Nueva York, the city that never sleeps, según Frank Sinatra, «la ciudad sin sueño», según García Lorca (No duerme nadie por el cielo. Nadie, nadie. / No duerme nadie) tuvo siempre un santuario laico que destacaba en un skyline diferente para cada generación. Esta metrópoli vibrante e insomne, en la que «se puede sentir el jazz en el aire» (Thelonius Monk), y cuya esencia es el cambio y la transformación, volverá a construir su emblema. Eso no es lo grave. Que nada volverá a ser igual a partir de ahora, tampoco en Manhattan, ha sido el truismo más repetido por políticos, comentaristas y el común de las gentes durante la semana siguiente al ataque terrorista, cuando el dolor, la rabia y el estupor llevaban la voz cantante. Claro que, si uno se pone a pensar, siempre hubo algo por lo que las cosas –todo: lo individual y lo colectivo– dejaron de ser igual que antes a partir de un momento dado. Lo que nos remite de nuevo a la cuestión de la pérdida. Ya se ha señalado: hemos visto la tragedia en directo, pero no hemos visto morir a nadie. En esta sociedad en la que todo parece estar gobernado por el espectáculo, la muerte, igual que en la guerra del Golfo, sucedía fuera de campo, como si esas explosiones ámbar, naranja y negro y la nube gigantesca de humo de color platino sobre Manhattan no tuvieran nada que ver con ella. Los cuerpos que caían a plomo desde lo alto de las torres o las últimas grabaciones de quienes sabían que iban a morir aparecían como algo ominoso y terrible, pero también dotado de un punto de lejanía y misterio, como si esas voces desencarnadas y esas siluetas abstractas formaran parte de un rompecabezas de colores y sonidos del que aún no hubiéramos intuido la trama. El cine norteamericano ha estado preparándonos para la catástrofe desde hace mucho tiempo: nos habíamos acostumbrado tanto a que la ciudad podría ser atacada por sucesivas encarnaciones del mal (King Kong, invasores extraterrestes, superdelincuentes internacionales o terroristas árabes) que, cuando sucedió, nos quedamos mudos. Claro que en el cine los muertos, que se ven, son de mentira, por mucho que sea el gore empleado para suscitar nuestra repugnancia o nuestro miedo. Y ahora, aunque no los hayamos visto, sabemos que estaban ahí, bajo los escombros, reducidos a fragmentos orgánicos irreconocibles. Parecía, por tanto, que el cine nos había familiarizado con la posibilidad de la hecatombe. Las películas de catástrofes –igual que la célebre retransmisión de La guerra de los mundos, versión Orson Welles– obtenían su popularidad del hecho de que nos enfrentaban con la destrucción de lo que amábamos. Pero ese flirteo con el desastre repleto de estremecimientos cómplices no nos ha servido de nada: los últimos gigantes de Manhattan se desplomaron una y otra vez en nuestras pantallas, antes de que pudiéramos darnos cuenta de que lo que estábamos contemplando no se trataba de otro videoclip de dudoso gusto. Antes de que nos percatáramos de que, en efecto, para nuestra generación ya había llegado el momento a partir del cual «nada sería igual». Las grandes palabras llenas de estremecimientos religiosos –la lucha del Bien contra el Mal, el ajuste de cuentas, la guerra santa, la unión sagrada– pronunciadas por unos y otros en los días siguientes al ataque terrorista– no dejan demasiado campo para el optimismo ante lo que ha de venir, incluida una eventual guerra que se anuncia larga y cruel, y cuya eficacia se pone en entredicho, entre otras graves razones, por la propia imposibilidad de designar al enemigo de forma clara. Pero eso es otra historia: la Historia (que no ha acabado, como se comprueba a cada instante). Días después del horror, he recordado mi Nueva York –tan válido como el de cualquier otro, incluso como el de quien nunca puso los pies en su suelo– con extrañeza. La angustia ante los miles de muertos y la preocupación por el rumbo que pudiera tomar «la primera guerra del siglo XXI » han dejado paso a una especie de nostalgia culposa: parece que uno no se debería permitir pensar en algo tan obscenamente (obsceno: fuera de la escena) personal en momentos como estos. Y, sin embargo, no puedo evitar la recurrencia de mi imagen de Manhattan: una imagen vulgar, de tarjeta postal, que se grabó en la memoria una tarde en Hoboken, en la otra orilla del Hudson, mientras el sol se hundía lentamente en el oeste y los edificios desaparecidos adquirían la misma cualidad abstracta y vibrante de ciertos bodegones de Morandi.

REFERENCIAS
Huntington, Samuel P.: El choque de las civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial. Paidós. Barcelona, 1997.
Corbett, William: New York Literary Lights. Graywolf Press. Saint Paul, Minnesota, 1998.
Jiménez, Juan Ramón: Diario de un poeta recién casado. Edición de Michael P. Predmore. Cátedra. Madrid, 1998.
García Lorca, Federico: «Poeta en Nueva York» en Obras completas. Aguilar. Madrid, 1993.

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