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No es mucho lo que se sabe de Marc Forster, el director de esta película, un suizo afincado en los Estados Unidos de América. Graduado por la NYU Film School, su carrera profesional es todavía incipiente. Antes de Monster's Ball ha rodado un único largometraje, Everything Put Together, algo así como «Todo junto», estrenada en el Sundance Film Festival del año 2000, sin que llegara a ser conocida por el gran público. Esta es, pues, su segunda película y para poder dirigirla tuvieron que pasar algunas cosas. La más determinante, que sus guionistas, dos actores en paro con residencia en Los Ángeles, Will Rokos y Milo Addica, se resistieran a las fuertes presiones de los grandes estudios para limar algunas asperezas del guión. No se trataba tanto de una cuestión ideológica –la búsqueda de lo políticamente correcto– como de acomodarse a los gustos de un público de masas. Si la película era dirigida por directores acreditados, como Oliver Stone o Sean Penn, e interpretada por actores como Robert de Niro o Tommy Lee Jones ––todos estuvieron a punto de hacerlo–, el presupuesto se iba al cielo. Había, por tanto, que asegurar la taquilla retocando el guión. Afortunadamente, Rokos y Addica soportaron estoicamente los cantos de sirena. Y aquí tenemos esta Monster's Ball limpia de polvo y paja, dirigida con sorprendente talento por un Marc Forster del que no sabemos ni la edad que tiene, producida por Lions Gate Film, con un presupuesto por debajo de lo habitual, gracias en parte a que su actores más conocidos, entre ellos la recientemente laureada con un Oscar Halle Berry, por su interpretación en esta película, y el no menos excelente Billy Bob Thornton aceptaran emolumentos muy inferiores a los que normalmente cobran. Monster's Ball se rodó en cinco semanas entre mayo y junio de 2001 en los alrededores de Nueva Orleans y en la Penitenciaría del Estado de Luisiana en la localidad de Angola. En el elenco de actores figuraban desde luego sus dos guionistas, Rokos y Addica, a los que tanto debe la película, pero también alguna figura conocida del rap como Sean Combs, en el papel de Lawrence Musgrove, o Mos Def, en el de vecino de los Grotowski, e incluso algún actor no profesional seleccionado en un casting local, como el niño Coronji Calhoun, el bulímico y monstruoso hijo de Leticia. Tiene Monster's Ball todo lo que Hollywood ha popularizado hasta degenerar en tópico: la imponente penitenciaría, el corredor de la muerte, el negro condenado a la silla eléctrica. Pero igual que ocurre con alguna de esas frases que se gastan de tanto repetirlas, hasta que el genio creador, a veces con la simple modificación del orden de alguno de sus elementos, encuentra el modo de llenarlas de savia nueva; así, Monster's Ball se evade del género al que parecía condenada y se transforma en una singularísima historia de amor, y de algo más. Las primeras secuencias, no obstante algunas peculiaridades, apuntaban con mucha fuerza hacia esos senderos de rutina, con todas sus servidumbres de obligado cumplimiento en las películas sobre el corredor de la muerte, locución exclusivamente norteamericana que a sensibilidades europeas remite a tiempos periclitados de horror medieval, ese arrastrar de cadenas, esa angostura de paredes, esa vigilancia continua, esas restricciones de la libertad individual apenas relajadas ni siquiera la víspera de la muerte programada. Pero lo que parecía ir por camino tan trillado toma pronto nuevos derroteros, y lo que se nos cuenta ahora es la peripecia vital del carcelero, antes, durante y sobre todo poco después de la ejecución. Una peripecia, como no podía ser menos, hondamente dramática, que además, y sin necesidad de que intervengan más que un puñado de personajes, se abre con naturalidad hasta abarcar todo un entorno de imposición y violencia. Cuando Hank Grotowski, el oficial de prisiones interpretado por Billy Bob Thornton, viaja al volante de su coche para formalizar su dimisión ante la misma autoridad que lo había nombrado, atraviesa las anchuras de un gran río y surca carreteras en medio de campos de cultivo, cuyo paisaje de fondo se halla dominado por guardias a caballo y por docenas de presos que trabajan encadenados de pies y manos en las cunetas y en los cultivos. Tanta parece la violencia embalsada que la impresión no puede ser otra que la de una sociedad en guerra, en guerra acaso contra sí misma. Y Hank, al realizar ese viaje, parece decidido a firmar la paz. Antes este mismo Hank le había dicho a su hijo Sonny (Heath Ledger): «No te preocupes. Verás cómo no resulta difícil. En Inglaterra a los condenados a muerte les hacían una fiesta la víspera de su ejecución. Se le llamaba el baile del monstruo». Y nada más sabemos de este baile de monstruos que da título a la película. Un título cuya carga simbólica, si alguna, no llegamos a entender del todo, puesto que en cualquier caso, sea lo que sea, ello no se produce la víspera, sino precisamente al día o días siguientes al de la ejecución. A Hank le preocupa que su hijo, guardián de prisiones como él, no sepa estar a la altura de las circunstancias cuando llegue el momento de llevar a la silla eléctrica al convicto negro Lawrence Musgrowe (Sean Combs). Ambos trabajan en el corredor de la muerte. Hank, en cambio, sí que ha sabido hacer de sí mismo un hombre a la altura de las circunstancias, o sea, las marcadas por su padre, el viejo guardia de prisiones retirado, racista y machista virulento, interpretado por Peter Boyle. «Tu madre se suicidó –le dice a su hijo–. En definitiva, me falló. Pero desde que se mató tuve más coños que nunca antes había tenido». En realidad, bastan muy pocas palabras y muy pocas imágenes para definirlos. Hank y Sonny, su hijo, se desfogan sexualmente, por separado naturalmente, pero con la misma prostituta y en el mismo motel. Ambos hacen el amor de la misma manera, de pie, por detrás y sin mirar a la cara, en lo que parece más una acción onanista. Amar, para estos dos hombres, quizá por diferentes razones, parece un verbo intransitivo.Los tres Grotowski viven solos en la casona familiar. El abuelo en una silla de ruedas o apoyado en una andadera, y dependiente de una botella de oxígeno, sin poder salir de casa, sin apenas valerse por sí mismo. Hank, responsable y consciente, atenazado por una seriedad que es pesadumbre y la huella de la amargura en el rostro, una amargura continua y sólo domeñada por su disciplina. Y Sonny, casi un muchacho todavía, amigo de sus vecinos negros, compasivo, con una humanidad a flor de piel. En el jardín de la casa, agreste y amplio, hay dos tumbas. Una pertenece a la madre de Hank, otra a su esposa. El reproche de cada padre a su hijo será el parecido de cada uno de ellos con su madre. Se condena así la otra sensibilidad, la femenina. Pronto habrá una tercera tumba. Entonces el peso de los muertos se hará insoportable para los vivos. Hank Grotowski parece sentir el tirón contrapuesto de la intemperancia machista del padre y la bondad del hijo, como en uno de aquellos terribles castigos tártaros en que se tienen las extremidades atadas a cuatro caballos dispuestos a emprender un súbito galope en direcciones opuestas. En su rostro, ya lo hemos dicho, se dibuja ese rictus de lo que puede suceder, el difícil equilibrio que gobierna su vida. Sobria, magnífica interpretación de Billy Bob Thornton. Si los caballos se disparan, él quedará desmembrado. Pero, ¿qué tiene que ver toda esta familia de blancos sureños con el pobre negro que acaba de ser ejecutado? Mucho, aunque no sea el propósito de estas líneas contar el desarrollo de la película. El joven Sonny siente arcadas y devuelve mientras lleva hacia la silla eléctrica al condenado, lo que provoca la indignación del padre que, ya en la intimidad del hogar, reacciona con saña. «¿Me odias?», le pregunta el hijo. «Siempre te he odiado», le responde Hank. El hijo, que primero se defiende contra la violencia del padre esgrimiendo una pistola, acaba pegándose un tiro en el corazón. Que de aquí, de tanta dureza y crueldad, narradas con intensidad y economía de medios, entre silencios, gestos, miradas, pasemos a una historia de amor y comprensión de un cierto lirismo, no es ciertamente fácil, pero resulta clave para entender la aparentemente súbita transformación que se opera en Hank. Después de un cataclismo tal, ninguna persona puede ser la misma. Y eso es lo que parecen convenir espectador y director de la película. El proceso es rápido, pero verosímil. La extraordinaria interpretación de los actores principales ayuda mucho a ello. Hank, tan pendiente de su padre ––cuyas taras mentales son mayores que las físicas– como de su joven hijo, al que no parece haber sabido educar con la dureza necesaria –la que han empleado con él–, no dice lo que piensa cuando afirma que lo odia. El espectador ha comprendido lo que acaso todavía no sabe el propio personaje: el erróneo código en el que ha sido educado no le permite vivir en paz con los demás, no desde luego con su propio hijo. El asunto es complejo y esa complejidad está en la interpretación que del personaje hace Billy Bob Thornton. Por eso, cuando afirma que le odia está en realidad reconociendo que odia que el hijo no haya aceptado ese mismo código, abrumado por su superioridad moral. Y lo que acaso en una novela hubiera necesitado de páginas y páginas, aquí se consigue con unas pocas imágenes. Bien es verdad que ayuda a ello el tono general de la película, con esa plasticidad casi perfecta que a veces logra el cine americano. Ambientes opacos, de una oscuridad opresiva, lo que no significa, como a veces ocurre en nuestro cine, que haya falta de iluminación. La luz se administra como en una pintura, dota al ambiente de emoción, es mucho más que un estilo o que una caligrafía, es parte de la propia narración. Hay que reconocer que el poder de convicción del cine americano, cuando no cae en la banalidad por tener la mira puesta únicamente en el éxito de taquilla, ha alcanzado cotas difícilmente superables por ninguna otra cinematografía. No me extraña el premio de interpretación conseguido por la bellísima Berry. Su escena de amor con Billy Bob Thornton es magnífica. Abatida por el reciente atropello de su hijo, ha bebido unos tragos de whisky, y, entre el dolor y el consuelo, se inclina por éste. Hay entonces un encuentro amoroso cargado de humanidad. La primera vez que en el cine una escena de sexo parece verdaderamente necesaria. Hank, azorado, poco ducho en el trato con mujeres, retraído por sus prejuicios, pero sensible siempre, sin saber qué hacer con las manos, dice: «No sé qué esperas que haga». Ella le contesta: «Que me hagas sentir bien». Y se le ofrece en una solidaridad amorosa que trasciende y sublima lo concreto del abrazo. Llena de angustia, de desazón, de humanidad y ternura, una de esas escenas que se quedan grabadas en la retina como un trozo de vida, como una estampa de carne y hueso que remueve las fibras del espectador al confundirla con los registros más intensos de la propia memoria de cada uno de nosotros. Supongo que volveremos a oír pronto los nombres de este director Marc Forster y de estos curiosos guionistas, Rokos y Addica, que tan heroicamente han sabido defender las virtudes de su guión, acaso cambiada ya su profesión de actores por la de guionistas para la que parecen estar tan bien dotados. Se nota que el guión estaba concebido con idea de realizar una película de bajo presupuesto: los personajes son muy pocos y los escenarios no son complicados. Quizá por eso, y porque escrito en 1995 debió soportar revisiones y correcciones, tiene una carga –a veces simbólica, a veces algo truculenta– un tanto excesiva, que afortunadamente quedó muy mitigada en el rodaje. Un ejemplo: cuando en el final, mientras Hank ha ido a comprar un par de helados de chocolate, Leticia descubre unos dibujos hechos por su marido, el ajusticiado Musgrove, de los rostros de Hank y su hijo Sonny y comprende que han sido los guardianes encargados de llevarlo a la silla eléctrica, el espectador teme que la reacción de ella dé un giro inesperado a la película. Afortunadamente no es así, y este elemento, igual que aquellos otros de muertes y coincidencias que parecen abrumar el guión en sus inicios, se absorben con naturalidad por la acción de la película, como la misma vida absorbe todos los acontecimientos de que está hecha por muy raros y singulares que puedan perecernos. Lo que no es desde luego poca virtud.

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