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La seducción totalitaria

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No puedo imaginar lo que representa vivir confinado, afrontando cada día la posibilidad de morir por cualquier nimiedad. No logro concebir el temor, la inseguridad, la indefensión del que ha sido deportado a un campo de concentración por atreverse a desafiar a un Estado totalitario, pertenecer a una minoría racial o haber deslizado una frase imprudente en un lugar público. La delación es uno de los pilares de los regímenes que utilizan el terror para intimidar y silenciar a los ciudadanos. En mi jardín, hay una valla metálica que permite contemplar la estepa castellana, con sus planicies interminables y sus austeros pedregales. Cuando llueve, los campos de trigo y cebada se transforman en barrizales, que convierten cualquier paseo en algo penoso e ingrato. En Si esto es un hombre (1946), Primo Levi relata que en Auschwitz les entregaban como único calzado unos incómodos zuecos. Era una forma de tortura y humillación, pues enseguida se formaban llagas y cada paso representaba una pirueta grotesca, que despertaba las burlas de los kapos y los SS. Puedo representar esa vivencia, pero no apropiármela, pues se halla fuera del campo de mis experiencias personales.

La Shoah ya no es un simple acontecimiento histórico, sino una nueva categoría cultural que no cesa de inspirar libros, películas, cuadros y cómics. A veces, el tema produce hastío, pero el compromiso moral con las víctimas nos exige que no rehuyamos su dolor. La memoria es nuestro deber con los muertos, particularmente cuando han perdido la vida de una forma injusta y cruenta. Por desgracia, las víctimas del Gulag han sido relegadas a un trágico segundo plano. De hecho, algunos se ofenden cuando se establecen analogías con el Lager nazi. Son muchos los que ignoran que el pacto de no agresión entre Hitler y Stalin incluyó la entrega de los comunistas alemanes refugiados en la Unión Soviética. Para la mayoría, significó pasar de un campo de concentración a otro, pues ya cumplían condenas por «trotskistas» o «actos contrarrevolucionarios». Es el caso de Margarete Buber-Neumann, que pasó dos años en Siberia por ser la «esposa de un enemigo del pueblo» y cinco en Ravensbrück, el mayor campo de concentración de mujeres en suelo alemán. Su marido era el comunista alemán Heinz Neumann, fusilado en 1937 por las autoridades soviéticas. Nunca le comunicaron la noticia, ni le informaron sobre el paradero de sus restos.

La crisis económica que empezó en 2008 ha propiciado el regreso del estalinismo. Es un fenómeno marginal, pero inquietante. Los que alaban su legado se apoyan en las tesis revisionistas del historiador belga Ludo Martens, que intentó rehabilitar al dictador georgiano en Otra mirada sobre Stalin (1994). Martens se define como «prosoviético», «prochino», «procubano» y «proalbanés», intentando unificar las cuatro grandes tendencias del marxismo-leninismo, y acusa a Aleksandr Solzhenitsyn de ser el portavoz de burgueses, zaristas, pronazis, explotadores, kulaks y mafiosos, una insignificante minoría que «sufrió la legítima represión de un Estado socialista». En Tierras de sangre (2011), el historiador Timothy Snyder ofrece una versión mucho más creíble, después de exhumar archivos y leer cuidadosamente documentos desclasificados. Entre 1932 y 1933, murieron en Ucrania unos 3,3 millones de personas por inanición o por enfermedades relacionadas con el hambre. El censo soviético de 1937 reflejaba un descenso de ocho millones en las poblaciones de Ucrania, Kazajistán y Rusia. Stalin ordenó que se destruyeran los datos y se fusilara a los demógrafos implicados en la investigación. La colectivización forzosa, responsable de este genocidio, incluyó la requisa de las semillas de siembra, base de la agricultura y elemento básico de la supervivencia. Arthur Koestler viajó a la Unión Soviética con el firme propósito de contribuir a la construcción del socialismo, pero en la estación de Járkov presenció los efectos de la colectivización y la lucha contra los kulaks: niños con la apariencia de «embriones extraídos de frascos de alcohol», madres campesinas acercando «a las ventanas del vagón a horribles criaturas de enormes cabezas bamboleantes, miembros como palillos y vientres hinchados». Abundaron los casos de canibalismo: «Madre dice que, si se muere, nos la comamos». Muchos niños ucranios escucharon este terrible consejo. Después de la gran hambruna (también conocida como Holodomor), las calamidades prosiguieron con el Gran Terror. Entre 1937 y 1938, cerca de setecientos mil ciudadanos soviéticos fueron ejecutados sumariamente. El 7 de noviembre de 1937, vigésimo aniversario de la revolución bolchevique, Stalin hizo un brindis anunciando claramente sus intenciones: «Destruiremos sin piedad a todo aquel que, por sus hechos o por sus pensamientos –sí, ¡sus pensamientos!– amenace la unidad del Estado socialista. ¡Por la completa destrucción de todos los enemigos, de ellos y de su estirpe!» En los meses siguientes, se ejecutó a la mitad de los generales del Ejército Rojo y a noventa y ocho de los ciento treinta y cuatro miembros del Comité Central que habían participado en el congreso del Partido de 1934. Stalin autorizó personalmente el uso de la tortura el 21 de julio de 1937. Las troikas –tribunales compuestos por tres comisarios políticos– celebraban farsas judiciales a un ritmo de setenta causas a la hora. En Omsk se llegó a sentenciar a 1.301 personas en una noche. Los verdugos eran siempre agentes del NKVD, que trabajaban en grupos de tres. Dos sujetaban al reo y el tercero le pegaba un tiro en la base del cráneo y otro en la sien. En algo menos de un año, un equipo de quince hombres del NKVD asesinó a 20.761 personas en Butovo, a las afueras de Moscú. Durante el Gran Terror, se liquidó a doscientas cincuenta mil personas por razones étnicas. Ochenta y cinco mil eran polacos. Stalin felicitó a Nikolái Yezhov, Comisario del Pueblo de Asuntos Interiores, por su eficacia letal. En 1940, el número de víctimas polacas se incrementaría con la masacre de Katyn, donde un NKVD dirigido por Lavrenti Beria exterminó a casi veintidós mil personas que ocupaban puestos de responsabilidad en el ejército, la policía, la universidad, la administración, la actividad empresarial o la Iglesia católica. Hacia el final de su existencia, Stalin encontró un nuevo enemigo. El 1 de diciembre de 1952 declaró ante el Politburó: «Todo sionista es agente del espionaje estadounidense». Docenas de médicos judíos fueron arrestados, incluido Mirón Vovsi, médico personal del dictador, pero la muerte del padrecito Stalin el 1 de marzo de 1953 atenuó y, finalmente, paralizó lo que podría haber sido una nueva purga, esta vez de tintes antisemitas.

No descubro nada nuevo, pero sí considero importante subrayar dos cuestiones. En primer lugar, la lucha contra el totalitarismo incluye al comunismo, una ideología que ejerce la violencia revolucionaria antes y después de conquistar el poder. El revisionismo de Ludo Martens es tan abominable como el de Paul Raissinier, quien en 1950 inició el negacionismo de la Shoah con el panfleto titulado La mentira de Ulises. La izquierda debería renovar su discurso, rompiendo definitivamente con el comunismo. No hacerlo es tan insensato y aberrante como reivindicar el fascismo desde el punto de vista de una derecha revisionista. En segundo lugar, las víctimas del comunismo merecen una visibilidad más notable. Andrzej Wajda estrenó Katyn en 2007, una película que cosechó críticas desiguales, pero que conmueve profundamente en sus intensos veinte minutos finales. Sería deseable que las víctimas del totalitarismo comunista inspiraran algo parecido a Shoah (1985), el brillante documental de Claude Lanzmann, que consiguió fundir testimonio, horror moral y desoladora poesía en un metraje monumental, sin minutos innecesarios o redundantes. Todos los que han sucumbido a la retórica comunista –por desgracia, yo fui uno de ellos–, deberían leer y releer «Polvos de aquellos lodos» (1974), el clarividente artículo de Octavio Paz, cuyo final es un demoledor examen de conciencia: «Nuestras opiniones en esta materia no han sido meros errores o fallas en nuestra facultad de juzgar. Han sido un pecado, en el antiguo sentido religioso de la palabra: algo que afecta al ser entero. Muy pocos entre nosotros podrían ver frente a frente a un Solzhenitsyn o a una Nadeja Mandelstam. Ese pecado nos ha manchado y, faltamente, ha manchado también nuestros escritos. Digo esto con tristeza y humildad». La autocrítica de Octavio Paz no debería caer en el olvido, pues es una admirable lección de humanidad, que siempre servirá para alertar contra los riesgos de la seducción totalitaria.

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