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Simenon en familia

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En los años treinta del pasado siglo, además de novelas populares, Georges Simenon escribía reportajes sobre sus viajes por Francia, África, Turquía y la Europa del Norte y del Este, y hacía miles de fotos. Las instantáneas de su cámara parecen tomadas en los ambientes que el escritor imaginaba para sus novelas: en Pietr, el Letón (1931), la primera novela oficial del comisario Jules Maigret, se ve «una fonda mal iluminada, de paredes sucias, con un mostrador en el que se enmohecían algunas pastas secas y tres plátanos y cinco naranjas trataban de formar una pirámide». Hay una correspondencia entre la rotundidad en blanco y negro de las fotografías del ocasional periodista gráfico y la contundencia de sus imágenes verbales, hechas de lo que llamaba palabras-materia (mots-matière), «equivalentes de los colores puros», esas palabras simples que nombran cosas simples como un mostrador o una naranja. Pero Simenon negaba en 1982, casi al final de su vida, haber sido un realista: «Es absolutamente falso, porque si yo fuera realista, escribiría exactamente las cosas como son. Y es preciso deformarlas para ofrecer una verdad mayor. Para ofrecer la verdad profunda, hay que deformar la realidad».

Del sensacionalismo a la inocencia

Simenon se había educado como periodista, oficio que empezó a practicar en enero de 1919, un mes antes de cumplir dieciséis años. Escribía para la Gazette de Liège, «el periódico más de derechas y más católico de Bélgica», o eso decía Simenon. Tampoco el periodismo se ocupa exactamente de las cosas como son: prefiere lo sensacional, las cosas raras o enrarecidas, capaces de producir sensación en el público, un crimen, por ejemplo. Bien mirada, la normalidad absoluta (la relación entre dos hermanos quizá, como en Pietr, el Letón) también es excepcional, una extrañeza, un fenómeno que produce crímenes inesperados, algo interesante para el público que compra revistas ilustradas que se llaman Voilà, Paris-Soir o Marianne. Igual que habría hecho el redactor jefe de alguna de las revistas en las que colaboraba, Simenon defendió siempre una literatura material, figurativa, de acciones, no literaria, limpia de adjetivos y adverbios, «de cualquier palabra que sólo esté ahí para producir efecto […]. Si crees tener una frase estupenda, córtala». La cuestión es saber mirar. Cuando, en el curso de sus investigaciones, Maigret recibe un disparo a la puerta de un cabaret, se esfuerza en mantener «la lucidez perceptiva», no la inteligencia.

El comisario Maigret protagoniza novelas de crímenes. Descubre a los criminales, pero no juega según el reglamento que la literatura de misterio hereda de Conan Doyle y que populariza en los años veinte Agatha Christie. Aplica un sistema de desciframiento del mundo inmediato (el mundo de los criminales), un modo de mirar que el lector podría aplicar a su propia realidad. En determinado ambiente se comete un crimen. Aparece el policía y se sumerge en la atmósfera donde se han producido los hechos. (Simenon se irritaba cuando lo llamaban «novelista de atmósferas». Le parecía una obviedad. Hablar de atmósfera en una novela es como decir que un ser humano respira, decía.) Inexpresivo, fastidioso, humeante, Maigret irrumpe en el círculo que compartieron la víctima y sus posibles asesinos. Le interesa, según Simenon, «el orden material y moral» al que pertenecen los implicados, y pacientemente se expone al aire de ese mundo alterado o quebrado de pronto, hasta que en una especie de comunión simbiótica con los sospechosos se le revela lo esencial del caso. Más que de una cuestión de visión, se trata de un modo de percepción en el que intervienen todos los sentidos, aunque Maigret parezca impenetrable. «Imponente y macizo […] como un bloque de granito», el Maigret que conocemos en Pietr, el Letón es «enorme, con sus hombros impresionantes que proyectaban una gran sombra», un muro protegido por un pesado abrigo negro. «Su constitución era plebeya […]. Unos duros músculos se dibujaban bajo la americana, y no tardaban en deformar sus pantalones más nuevos». Y el narrador pregunta: «¿No había una opción personal en aquella vulgaridad, en aquella confianza en sí mismo?».

La vulgaridad y confianza en sí mismo de Simenon también eran una opción personal. Antes de adivinar la historia de Pietr, la primera investigación de Maigret firmada por Georges Simenon, el comisario ya había sido utilizado en tres o cuatro novelas de las que se responsabilizaban Christian Brulls y Georges Sim, dos de los cerca de treinta seudónimos con los que publicó Simenon unas doscientas novelillas de amores, crímenes y aventuras entre 1924 y 1931, para seis editores distintos. «Yo era un fabricante, un artesano. Todas las semanas cogía los encargos de esos industriales que son los editores de novelas populares. Calculaba mi precio por horas». El negocio daba para pagar un barco, un coche, un caballo, casas, viajes. Simenon presumía de escribir ochenta páginas al día, trescientas líneas mecanografiadas en cuarenta y cinco minutos. En 1927, un nuevo periódico populista, Paris-Matin, contrató a Simenon para su campaña de lanzamiento: el fenómeno de feria escribiría en público, en una jaula de cristal, una novela en una semana. La publicidad presentaba la obra de Simenon como un récord de celeridad y talento. El autor, de menos de veinticuatro años, había escrito ya mil cuentos y sesenta novelas, un capítulo por hora como mínimo, y compatibilizaba su velocidad con «raras cualidades de imaginación, claridad y estilo». Paris-Matin reventó antes de que Simenon se metiera en la jaula.

Amparado ya por la firma de Georges Simenon, Maigret vivió hasta 1972 más de cien episodios, con setenta y nueve novelas, que lo convirtieron en un gran personaje literario y en un héroe cinematográfico. Su autor, cada día más rico y famoso, lanzó las diecisiete primeras novelas de Maigret firmadas con su propio nombre en sólo dos años, 1931 y 1932. Las novelas baratas le habían enseñado a montar una historia, a manejar el diálogo con sentido del drama, a ser concreto, y, según él, la mezcla compulsiva de clichés y vocabulario pobre o estereotipado no lo había corrompido, sino vacunado contra la puerilidad literaria. Había adquirido «una técnica que me permite no pensar en la técnica». Fabricaba en serie literatura de serie, centrada ahora en un héroe de serie, original y siempre repetido, frente a una situación repetida, un crimen. El público encontraba casi todos los meses una historia nueva que replicaba el modelo de siempre, con Maigret, imperturbablemente fiel a sí mismo, es decir, fiel al lector, cómodo de volverse a reunir con un conocido digno de confianza. Reencontrar a Maigret era reencontrar a Simenon, que, escribiendo libros baratos, para el olvido (rápido olvido de la propia obra, pero sobre todo evasión y olvido momentáneo de sí mismo por parte del lector que la lee), figura desde 2003 en la colección para clásicos de la editorial Gallimard, en tres tomos en papel biblia y encuadernados en piel, un total de 5.104 páginas escogidas.

Cuando Maigret huronea, mira, oye, escarba y husmea («como un perro de caza», escribe Simenon en Mi amigo Maigret) en torno a los individuos relacionados con el crimen, calca los procedimientos narrativos de su creador, a quien André Gide atribuía una «prodigiosa memoria sensorial»: cada lugar y cada personaje se construyen como un croquis al que van añadiéndosele particularidades, como si cada uno, con su actitud y su ir y venir, no dictara su retrato robot, sino su verdadera cara. Conocemos a Pietr en las primeras páginas de Pietr, el Letón por la transcripción de una ficha policial, «un retrato hablado, tan elocuente como una fotografía»: edad, talla, forma de la nariz y de la cabeza, color del pelo y de los ojos, forma de los labios. Inmediatamente surge un rasgo sintomático: la oreja, de «reborde original, lóbulo grande y dimensiones pequeñas, antitrago prominente», una oreja inconfundible que se impone sobre otros rasgos no menos significativos si los consideramos en conjunto («hombre pequeño, delgado, joven, de pelo muy claro, cejas rubias y poco pobladas, ojos verdosos y cuello largo»). El lóbulo excesivo en la oreja pequeña funciona como el punctum de una foto, ese detalle anodino que atrae y pincha a quien mira la imagen. Simenon define y Maigret averigua el carácter de los personajes por su fisonomía, su ambiente y sus costumbres, como si los rasgos físicos fueran rasgos morales, y la casa, el mobiliario y la ropa, síntomas de su conciencia. Por nostalgia (el dormitorio de mi padre estaba lleno de novelas de Simenon), por usar viejas palabras escolares que aún aparecen en los diccionarios, diría que en Simenon la prosopografía coincide con la etopeya, y al revés.

Simenon se irritaba cuando lo llamaban «novelista de atmósferas». Le parecía una obviedad

En la definición de los personajes investigados intervienen el olor y la luz de sus habitaciones, el tacto de una mesa, el estado de la pared o de la ropa, la mirada, la calidad de la piel, un rictus, un gesto, la voz. La imparcialidad científica y la inteligencia excepcional de Sherlock Holmes producían, mediante la observación de mínimos detalles y una simple inferencia, descubrimientos máximos: digamos que, del estado de los puños de una camisa, Holmes deduce la vida, profesión y dieta de su dueño, así como otros, no menos listos, adivinaron el porte, el tamaño de la cola, la altura, la calidad de los metales preciosos de la brida y las herraduras de un caballo. Holmes observa, piensa y acierta, o eso dice su reputación legendaria. Maigret presume de no pensar, de carecer de método y de ideas. Simenon, según el propio Simenon, se prohibía tener ideas y opiniones. Maigret no resuelve sus casos por deducción o inducción, sino gracias a su sensibilidad, a su intuición de la vida de cada uno de los personajes del caso. Su imaginación encaja con la de Simenon.

Maigret cree más en el instinto que en la inteligencia. Cuenta con excelentes expertos en fichas antropométricas y dactiloscópicas, informes balísticos y forenses, análisis de toda clase de pistas, pero las técnicas de la policía científica sólo las entiende y utiliza como ayuda para la verdadera investigación. También al joven Simenon le interesaban como folletinista y periodista los códigos cifrados, las huellas digitales, esos laboratorios policíacos que estudian lo más nimio, la ceniza, el polvo o el humo. Pero a Maigret y a su creador les preocupa menos la lógica matemática de lo verdadero y de lo falso que entender formas de vida, por decirlo así. En Cambridge, por aquellos tiempos, un filósofo que buscaba algo parecido a la inocencia ordenaba: «¡No pienses, mira!». Lo esencial es mirar cómo vive la gente, ese juego de límites imprecisos, un juego que observamos sin conocer bien las reglas. El desentrañamiento de un caso filosófico o criminal comporta la descripción de una manera de vivir, de expresarse y relacionarse con el ambiente. «La filosofía expone meramente todo y no explica ni deduce nada». Son citas de Ludwig Wittgenstein, un aficionado a las novelas policíacas.

Simenon se sentía muy por encima de Jean-Paul Sartre, aunque era uno de los pocos novelistas de quienes aguantaba más de diez páginas, o eso contaba por carta, desde Arizona, a André Gide en marzo de 1948. Acababa de leer El aplazamiento (Le sursis), y le parecía una mezcla de Céline (a quien admiraba, decía, intensamente) y de Simenon hecha por un universitario eminente que dirige un guiño de complicidad a otros eminentes universitarios asiduos a los mismos cafés. Pero la filosofía de los métodos simenonianos guarda un parecido de familia con las ideas del autor de El ser y la nada (1943), o al revés: ciertos pasajes de El ser y la nada parecen reflexiones de Maigret en algún momento meditativo de sus incursiones alcohólicas por los cafés parisinos y de provincias. Maigret salió a escena poco antes del esplendor periodístico y publicitario de los existencialistas y de la filosofía que se llamó existencialismo, individuos y cosas de las que hoy casi nadie tiene memoria. A finales de noviembre de 2012, un amigo, joven cirujano oftalmólogo, buen lector, me decía que Simenon y Maigret sólo le sonaban muy de lejos, inexistentes más que existencialistas.

Cuando Sartre, en El ser y la nada, lanza la consigna casi heideggeriana de que «lo concreto es el ser en el mundo», está resumiendo el método de Maigret. «Cada una de las conductas humanas puede entregarnos a la vez el hombre, el mundo y la relación que los une», dice Sartre, pero podría haberlo pensado el comisario de la policía judicial de París sin atreverse a decirlo en voz alta. Las conductas humanas son «realidades objetivamente captables […]. Procuraremos describir varias y penetrar, de conducta en conducta, en el sentido profundo de la relación hombre-mundo». Si Maigret averigua por intuición, con los cinco sentidos, los detalles más íntimos de la vida de víctimas y sospechosos, Sartre lo respalda teóricamente: «No hay más conocimiento que el intuitivo». La realidad se impone a la conciencia y, en todo caso, «la deducción, impropiamente llamada conocimiento, sólo es un instrumento que conduce a la intuición».

A Maigret y a su creador les preocupa menos la lógica de lo verdadero y de lo falso que entender formas de vida

Hay otros tópicos del viejo existencialismo que quizá le sonaran a Maigret: lo envolvente, lo que nos envuelve, era para Karl Jaspers la razón de nuestro ser, el origen y condición de lo que somos. Para empezar a escribir una novela, lo básico es esto: unos personajes que se mueven en una determinada atmósfera. Así explicaba Simenon sus procedimientos e ingredientes narrativos en 1955 a Carvel Collins, para The Paris Review. A la atmósfera, a lo envolvente, lo llamaba la línea poética («algo no objetivo», decía Jaspers). Más allá de lo explicable, más allá de lo real, sería el fondo de un ser humano. Entonces, en esa atmósfera, se alcanza una situación límite. También Jaspers hablaba de situaciones límite, otra de sus nociones de filosofía popular. Se trata de compromisos como la muerte, la enfermedad, la lucha y la culpa. Nos llevan a lo hondo de nosotros mismos porque nos obligan a la acción, y no queda más remedio que actuar, robar o matar, por ejemplo. Son el momento de la verdad, de la decisión, de la libertad. Debemos decidir, es decir, dudar, desgarrarnos entre distintas posibilidades, admitir la responsabilidad, la culpa. Los personajes de Simenon rompen con lo rutinario, con el dejarse llevar, y asesinan. Como leemos en Maigret se divierte, lo interesante de una investigación es saber hasta dónde puede llegar un individuo, para lo bueno y para lo malo. La novela popular es la continuación de la filosofía por otros medios, o al revés.

Digamos que el campo de investigación de Maigret era lo envolvente, como el de fenomenólogos y existencialistas. Al contrario que a otro detective famoso, Nero Wolfe, quien, con sus ciento cuarenta kilos de peso, salía muy poco de su despacho, el comisario prefiere sumergirse en el mundo del delito, aunque podría mandar a sus agentes a examinar el escenario e interrogar a los sospechosos. Maigret sube y baja escaleras, entra en sótanos, entresuelos, pisos, buhardillas y palacios, aparentemente acorazado bajo su gran abrigo. Con impasibilidad campesina, absorbe el aire en el que el crimen ha podido producirse. Percibe en el presente el pasado, la historia que desembocó en un crimen. En la habitación de hotel de Ana Gorskin, la protagonista de Pietr, el Letón, «se podía leer en los menores objetos, en las manchas del papel pintado y hasta en la ropa blanca, toda la historia de Ana Gorskin». El investigador, incluso en silencio, mantiene lo que Sartre llama una actitud interrogativa. «La interrogación es una variante de la espera: espero una respuesta del ser interrogado […] un desvelamiento de su ser o de su manera de ser», dice Sartre. Insoportable para quien lo sufre, Maigret sabe esperar, atento a captar el menor resquebrajamiento en el sospechoso, «un estremecimiento de los labios, un pálpito imperceptible de las aletas de la nariz»: en Pietr, el Letón, por ejemplo.

Lo que en el mundo de Simenon pesa más sobre lo envolvente es una familia, un matrimonio. En las declaraciones a The Paris Review sugería un modelo de historia, continuación de la clásica novela de amores que termina en boda feliz: «El hombre tiene ya cincuenta años, intenta vivir otra vida, la mujer se siente celosa, hay niños por medio». La historia sigue, tenemos que llegar al final. ¿Cómo? Los temas que le interesaban a Simenon eran –decía– la incomunicación, la fuga: el gesto que cambia de repente la vida, sin contar con el pasado, la decisión de irse. Simenon interroga al entrevistador: «¿Sabe lo que quiero decir?» «¿Empezar de nuevo?», pregunta el entrevistador. «Más que empezar de nuevo. Ir hacia la nada», responde Simenon. «La novela es la tragedia de nuestra época», dice. Sólo pide las palabras justas: se debe poder leer de un tirón.

A Simenon le resultó muy productivo «el tema de la desintegración de una unidad, casi siempre una familia», una pareja (de amantes o de hermanos, de madre e hijo, un matrimonio), un grupo social o un simple individuo. La incomunicación era otra moda de la época, y Jaspers filosofaba sobre la comunicación imposible. Simenon incluso hacía cálculos sobre el asunto en su entrevista con The Paris Review: «Somos no se cuántos millones de personas, pero la comunicación, una completa comunicación entre dos personas, es completamente imposible. Cuando yo era joven, eso me daba miedo. Casi me daban ganas de gritar. Para mí es uno de los temas más trágicos. Me producía una gran sensación de aislamiento, de soledad». Muchas veces había tratado de la incomunicación en sus historias y pensaba volver sobre el tema, concluía Simenon. Pero, en todos los casos, Maigret triunfa heroicamente sobre la incomunicación, si entendemos el interrogatorio como una forma de comunicación, un combate afectivo, amoroso, sentimental, en el que el criminal termina por rendirse y entregarse. Es un momento de seducción, de confesión, de comunión con el mundo de víctimas y victimarios. Jaspers lo expresa así: «Únicamente en la comunicación se alcanza el fin de la filosofía: el interiorizarse del ser, la claridad del amor, la plenitud del reposo». Es un estado de inocencia.

El confesionario y el comercio

Igual que Graham Greene dividió su obra en novelas-entretenimiento y novelas con espíritu de grandeza, Georges Simenon distinguía jerárquicamente tres grados, de menor a mayor, entre las novelas de Maigret, lo que llamaba «novelas duras» (o novelas-novelas, es decir, verdaderas) y sus escritos autobiográficos. Dejando aparte las piezas autobiográficas (que a veces adoptan la forma de pura ficción), la diferencia esencial entre los casos de Maigret y las novelas llamadas duras no me parece de calidad, sino de tratamiento del tiempo del relato. En una novela sin Maigret el lector no sigue una investigación, sino el drama que habría investigado el comisario si hubieran sido solicitados sus servicios. Si en una novela policíaca se superponen dos temporalidades, el tiempo de la investigación y los días que precedieron y condujeron al crimen, dos historias, en una novela dura de Simenon el lector va descubriendo página a página todo lo que Maigret hubiera destapado al final de sus averiguaciones.

En estas novelas sin Maigret no sólo falta Maigret, sino también la historia de la indagación detectivesca, una de las dos temporalidades del relato policial: el ciclo o el tiempo de la investigación. Los mundos de las novelas de Maigret y los de las novelas duras son los mismos, aunque se aprecie entre unas y otras una diferencia de enfoque y disposición narrativa, es decir, temporal. Acantilado, que vuelve a editar en España las obras de Simenon, acierta cuando las publica de dos en dos, en entregas que presentan un caso de Maigret (Pietr, el Letón o El perro canelo) y una de las llamadas novelas duras (El gato o La casa del canal, por ejemplo). Las nuevas traducciones son muy buenas, de acuerdo con la tradición, ya practicada aquí por Ediciones B y Tusquets en los años ochenta y noventa, de confiar las obras de Simenon a autores conscientes del utillaje lingüístico que manejan. No es fácil, a pesar de las apariencias, traducir a Simenon, y quizá convenga recordar las reflexiones de Ena Marchi, responsable de editarlo en Italia en Adelphi, un proyecto de larga duración en el que interviene un equipo de traductores y revisores. Marchi, a partir de la serialidad de la obra simenoniana, se plantea la necesaria homogeneidad en la solución de las dificultades: el ritmo y la escansión del relato («extremadamente idiosincráticos»), o la selección del léxico, muy sensorial (las palabras-materia), fundamental para la consecución de la atmósfera Simenon, o la seca fluidez de los diálogos. Ena Marchi resume: «No conozco un escritor que ponga a prueba como Simenon la sagacidad del traductor». Y termina con una autocrítica: «A día de hoy, el equipo que soñábamos no existe: tanto los traductores como los revisores (salvo rarísimas excepciones) no consiguen que la lengua de Simenon suene como quisiéramos». Hace años que Simenon recibe trato de clásico.

Jaume Vallcorba, el editor de Acantilado, considera «un error de juicio» entender como «lectura de distracción» o «de género» la literatura simenoniana, que encuentra comparable a la de Balzac. Al final de los años treinta, «la extraordinaria abundancia de Simenon» seguía provocando, según André Gide, «un malentendido»: el prejuicio mayoritario de que Simenon no era un escritor de calidad. Pero, a ojos del mandarín Gide, además de divertir al público y de vender muchas novelas policíacas, el inventor de Maigret era «sin duda el más grande y más verdaderamente novelista que tenemos hoy en Francia». El autor de literatura barata había tomado ya en 1931 la decisión de practicar una literatura más cara, para un público más elevado, comprador de libros más caros. Entre 1931 y el otoño de 1939, Georges Simenon publicó cuarenta y cuatro novelas de las llamadas duras. De la novela popular había pasado a las «novelas que uno se toma la molestia de releer antes de mandarlas a la imprenta», con «personajes verdaderos en marcos convencionales», de género. En 1955, hablando para The Paris Review, Simenon establecía así la diferencia entre literatura comercial y no comercial. «Llamo “comercial” a toda obra […] hecha para un público determinado y para determinada clase de publicación o de colección». Lo no comercial posee «aura poética», peso, una tercera dimensión, «eso que los críticos llaman mi atmósfera»; se parece a las pinturas de los impresionistas, no a las figuras planas de un pintor comercial. En sus personajes, «cualquiera podrá encontrar sus propios problemas».

Pero, según Simenon, «la gran diferencia estaría en las concesiones. Escribir con un propósito comercial implica siempre hacer concesiones». Las novelas duras, las novelas-novelas, son aquellas «en las que puedo permitirme decir la verdad sobre mis personajes», sin obligación de atenerse a ninguna regla. Las concesiones quizá más importantes son las concesiones morales: «No puede escribirse nada comercial sin aceptar algún código. Siempre hay un código –como el que existe en Hollywood, en la televisión, en la radio […]. No siempre el final es feliz, pero algo acaba siempre arreglándolo todo desde un punto de vista moral o filosófico, ya me entiende. Todos los personajes, que estaban construidos a la perfección, cambian completamente en los últimos diez minutos». ¿No ha sentido Simenon la necesidad de hacer concesiones en sus novelas no comerciales? «Nunca, jamás, de otro modo no las hubiera escrito», responde Simenon a The Paris Review. Yo diría que lo determinante en la literatura de consumo masivo no son los clichés literarios, sino los clichés morales.

Se sentía por encima de Jean-Paul Sartre, aunque era uno de los pocos novelistas de quienes aguantaba más de diez páginas

La amoralidad o la moralidad sin reglas de Simenon es una amoralidad de confesionario. La ley prevé las situaciones límite. «Todos […] se sentían asqueados de su vida, de su ciudad, de su billar cotidiano […]. Absolutamente todos, cualquiera de los que pasaban por la calle, el vendedor de bicicletas, el marinero, la de la tienda de comestibles, soñaban con otra cosa y aspiraban a escaparse». En El asesino (1935) no aparece Maigret, pero sí las criaturas a las que suele investigar: comerciantes, asalariados, médicos, abogados, gente media, de familia tranquila, como el protagonista de El asesino, «que a fuerza de querer escapar llegó a matar, hasta había matado a dos personas». En sus notas, Gide hablaba de la espantosa mediocridad cotidiana de los personajes simenonianos, de «su esfuerzo desesperado, criminal, para escapar del aburrimiento». Lo que impresionaba a Gide era la angustia con que esas criaturas sentían su mediocridad y el esfuerzo absurdo y heroico con que intentaban evadirse un día («¿En qué momento exacto te das cuenta de que el traje te aprieta?», escribió Simenon en Bergelon, de 1941).

Pero al final de todas estas historias se impone un deseo que Maigret comparte con sus criminales: suspender la fuga. En El asesino, el fugado vuelve lo antes posible a su vida vieja, «asustado por el vacío» que reina más allá de la línea que marca la ley. En los interrogatorios de Maigret siempre llega un momento en el que el culpable decide desistir, descansar, librarse quizá de la abrumadora presencia del comisario Maigret, que, resoplando, fumando su pipa, parece dilatarse, presencia cada vez más invasora, ensimismada y persuasiva a la vez. Pietr el Letón mengua «con la presencia de aquella figura siempre interpuesta, como una pantalla inerte, entre él y la luz». Son interrogatorios silenciosos («un pesado silencio, tan largo, tan lleno de cosas que destrozaba los nervios»), con el comisario pensativo como un médico que examina a un paciente a través de la pantalla de rayos X. Maigret estudiaba medicina antes de hacerse policía.

No pertenecen a la misma realidad Maigret y sus sospechosos: los separa la distancia que existe entre el médico y el paciente, o entre el confesor y el que se confiesa. El confesor escucha, interroga, juzga, tiene la potestad de perdonar e imponer penitencia. Pensando en su vocación, el joven Maigret se imaginaba a un hombre que ejerciera a la vez de médico y sacerdote, guía de «gente a quien los azares de la vida habían llevado por mal camino» (Maigret y el cuerpo sin cabeza, de 1955). «Sería un enmendador de destinos». Simenon conocía bien el funcionamiento del confesionario. En Lieja, niño católico, educado en colegios de monjas y curas, los Hermanos de las Escuelas Cristianas y los jesuitas, había sido alumno predilecto y monaguillo. Pensó en el sacerdocio antes de descubrir las limitaciones de la moral sexual católica. El confesionario establece un corte jerárquico entre el confesor y el que se confiesa. El confesor está sentado y el penitente se arrodilla. Una celosía los separa. El confesor está dentro del confesionario, mueble portátil, armario habitable, armadura comparable a la pesadez granítica de Maigret en su abrigo. Pero la cápsula del confesionario también facilita, a través de la celosía o de una cortina más o menos abierta, la unión íntima del confesor y del pecador, separados y trabados los dos en el mismo ámbito, en un mundo aparte y en el mismo trance.

Las novelas-novelas son aquellas «en las que puedo permitirme decir la verdad sobre mis personajes»

El penitente es un paciente espiritual. Simenon, estrella de la literatura y el entretenimiento, presumía de que sus lectores le escribían como si fuera un médico o un psicoanalista, para hacerle consultas y confidencias. Apreciaba a la gente normal, sometida a los peligros que incuban el aburrimiento y las insatisfacciones mediocres de todos los días, y le fastidiaban los prepotentes, los adinerados, los intelectualoides de palabra fácil, los banqueros y los políticos. Un resentimiento de clase media caldea sus crímenes: en Pietr, el Letón, Maigret irrumpe en el vestíbulo del gran Hotel Majestic, fuera de sitio, indeseable, rechazado, uno de esos para los que nunca hay habitación disponible ni una mirada acogedora. «El Majestic no lo digería. Inmóvil y oscuro, desentonaba tozudamente en medio de los dorados, las luces, el ir y venir de trajes de seda». Nunca lo aceptarían en esa iglesia (me acuerdo de Sigfried Kracauer, en su ensayo sobre la literatura criminal: «El vestíbulo del hotel, que aparece siempre en la novela policíaca, es la imagen invertida de la casa de Dios»): en el vestíbulo del Majestic el comisario se siente como «el visitante de una iglesia».

Simenon elegía como héroes a pobres individuos insignificantes, hundidos o con lamentables aires de grandeza, perdidos, incómodos en su vida, engañados o despreciados o fallidos, avergonzados, sujetos a madres o esposas aplastantes, apáticos, hipócritas. «Entonces, de repente, un sobresalto fortuito provocado por casi nada, y el autómata se sale de la pista rutinaria de su tiovivo»: así resumía Gide en sus notas la fuga hacia el crimen de los personajes de Simenon. Jaspers, ya lo hemos visto, hubiera hablado de «situaciones fundamentales de nuestra existencia», de las que no podemos salir y en las que sólo cabe morir, padecer, luchar, caer inevitablemente en la culpa. En la vida normal, según Jaspers, cerramos los ojos y hacemos como si tales momentos no existieran, pero los personajes de Simenon aprovechan la ocasión para convertirse en criminales. A Maigret le cuesta entregarlos al juez y deja que se castiguen solos, como esos confesores que pedían al penitente que se impusiera la penitencia que considerara justa. En cierta ocasión, un condenado a muerte pidió, en lugar de un confesor, volver a hablar con Maigret en la antesala de la guillotina. La vocación del comisario es curar, confesar y ayudar a morir, «una especie de Dios Padre», según Simenon.

Me acuerdo de otro detective sacerdotal: el padre Brown. Su creador, Gilbert K. Chesterton, también opinaba que lo importante en una investigación no son los indicios materiales, sino las impresiones espirituales inmediatas, la atmósfera. Las historias del padre Brown, según meditaba Antonio Gramsci en las cárceles de Mussolini, son una apología del catolicismo y del clero, que en el confesionario se sumerge en los pliegues del alma humana, contra el cientificismo del protestante Arthur Conan Doyle y su Sherlock Holmes. Los métodos del padre Brown, según los describe el propio cura de vacaciones en un castillo español, en El secreto del padre Brown (1927), se resumen en pocas palabras: «Nada de método, nada de pensar». Maigret hablaba de preuves morales, pruebas morales, Chesterton de moral evidence. ¿Es una coincidencia? «Me vi a mí mismo, con todo mi ser, cometer esos crímenes […]. Quiero decir que pensé y pensé cómo un hombre podía llegar a ese punto, hasta llegar yo mismo a ese punto, una especie de ejercicio religioso», explicaba el cura de Chesterton, cazador de criminales porque en parte él mismo es el criminal, con quien comparte el mismo mundo abyecto. «Fui yo quien mató a toda ese gente, yo mismo. Por eso sé cómo fue el asesinato. Planeé cada uno de los crímenes cuidadosamente. Medité sobre cómo una cosa así pudo llevarse a cabo, y en qué forma o estado de ánimo podía haberla ejecutado un hombre. Y cuando estuve seguro de sentir exactamente lo mismo que el asesino, supe, como es natural, quién había sido», dice el padre Brown. Dios se hace hombre y se encarna en el asesino.

Apreciaba a la gente normal, sometida a los peligros que incuban el aburrimiento y las insatisfacciones mediocres

Es muy católico ver en la familia la célula esencial de la sociedad, pero en el mundo de Simenon es también la célula esencial del crimen, como sucede en La casa en el canal. Es el lugar del resquemor, de la sospecha «que, cuando descansa, no desaparece, sino que hace acopio de fuerzas; en un momento favorable, un minúsculo malestar puede convertirse de golpe en una sospecha enorme, maligna y feroz que no tolera traba alguna y que lo destruye todo, tanto al sujeto como al objeto de la sospecha». Pero no estoy citando al católico Simenon, sino al judío Kafka y sus Investigaciones de un perro (1922). El detective de Kafka es un pobre perro, molesto entre los suyos como un personaje de Simenon, a pesar de que los perros gustan de juntarse: «Todas nuestras leyes e instituciones […] se remontan a esta máxima dicha de que somos capaces, la cálida convivencia». La familia, las parejas amorosas, la cálida convivencia es la célula criminal que investiga Maigret: «Los importunaba con preguntas […]. Debía hacerles comprender lo que estaban haciendo, impedirles que siguieran pecando». No es Maigret el que habla, sino el perro detective de Kafka. Parece que en el siglo pasado, en Europa, las familias decentes en general, de agricultores, comerciantes, industriales, funcionarios y profesionales liberales, eran generosas incubadoras de sentimiento, resentimiento, ensimismamiento promiscuo, amor propio e insatisfacción peligrosa. Es interesante que tanto Kafka como Simenon dirigieran respectivamente a su padre y su madre dos largas cartas de dolencias domésticas.

No es que Simenon sea un gran escritor, a pesar de escribir novelas de crímenes para el gran público, sino que es grande por escribir con absoluto convencimiento, seguridad y coherencia novelas populares. No es grande a pesar de su popularismo y sensacionalismo, sino que de esos defectos se derivan sus cualidades literarias. Vuelvo a leer al cabo del tiempo Pietr, el Letón, una novela de la que no recordaba casi nada, y encuentro los tópicos habituales de la literatura de su género y de su época, el cosmopolitismo policial y criminal, trenes continentales y telegramas (las palabras que les gustaban a los poetas de los años de entreguerras), mensajes cifrados emitidos desde comisarías de Cracovia, Viena, Bremen, Ámsterdam y Bruselas. Llega a París un extranjero, Pietr el Letón, precedido por su descripción antropométrica y un resumen de sus fechorías internacionales. Se le presumen contactos con antiguos contrabandistas de licores de Nueva York. Van sonando todos los temas populares en la época, como oímos jazz en el Hotel Majestic y tango en el Pickwick’s Bar. Hay un matrimonio millonario estadounidense, con intereses en el sector del automóvil francés. «Mistress Levingston llevaba al cuello un millón de francos en perlas». El «ritmo de vida agotador» de los norteamericanos los ha paseado por Deauville, Miami, Venecia, París, Cannes, Berlín, Nueva York y California. Pasamos la página y vemos imágenes de una película expresionista de 1930: deformado por la mano que, bajo la ropa, trata de taponar con un pañuelo una herida de bala, Maigret se vuelve «gigante en el dédalo de los estrechos pasillos de servicio […]. Un hombre, extraño, herido, fantasmal, vagaba por el hotel». Los tópicos se suceden como los «pasillos recubiertos hasta el infinito de alfombras rojas hasta dar nauseas» del Majestic. El realismo, por decirlo así, resulta una forma de alucinación. «Un detalle sorprendió al comisario […] un pie, torcido, como todo ese cuerpo que debieron comprimir para cerrar la puerta». Han asesinado a Pietr en el lavabo de un tren, pero la cuestión es que Maigret acaba de cruzarse con el muerto a la salida de la estación. La investigación empieza. La mirada fija del comisario le provoca a la señora Levingston una crisis nerviosa.

No era oportunista el popularismo de Simenon, que lo entendía como un deber profesional. En Pietr, el Letón, siguiendo a un sospechoso ruso, Maigret se adentra en «el ghetto de París […] callejones sin salida, callejuelas, patios que eran un hervidero de gente, mitad barrio judío, mitad colonia polaca ya. […] En todos los rincones, en las menores manchas de sombra, en los callejones, en los pasadizos, se adivinaba un hervidero humano, una vida secreta, vergonzante». Nos sorprenden «inscripciones en hebreo, en polaco y en otras lenguas incomprensibles, también probablemente en ruso». Llegamos al hotel donde vive la rusa de religión judía Anna Gorskin. En la cultura media europea y americana de los años veinte y treinta, la denigración de los judíos era un tópico más, pero con un rasgo peculiar: incitaba al crimen de masas. Simenon practicó también ese tópico, esa infamia. Entre el 19 de junio y el 13 de octubre de 1921 había publicado en La Gazette de Liège una serie de artículos titulados El peligro judío, siete anónimos y diez con la firma de Georges Sim. «Existe realmente un peligro judío contra el que las fuerzas nacionales y, sobre todo, las fuerzas católicas deben luchar», pregonaba el autor, que se definía como «historiador del papel de los judíos en la sociedad moderna», y soltaba barbaridades del tipo de las que Ezra Pound difundiría por la radio mussoliniana durante la Segunda Guerra Mundial. Para entonces, durante la ocupación alemana, la policía francesa acosaba a Simenon y le exigía los certificados de bautismo de su abuelo, de su bisabuelo y de su tatarabuelo, pruebas de que no era judío y de que no había maquillado su supuesto nombre verdadero, Simon, con que los informes policiales se obstinaban en llamar al famoso novelista.

Simenon alegaría más tarde que en 1921, a sus dieciocho años, se limitó a cumplir órdenes en el periódico más católico y conservador de Bélgica. Que aquellos artículos de Georges Sim no respondían a sus ideas. Pero la caracterización desagradable de los judíos continuaba, por ejemplo, en la primera novela de Maigret que firmó como Georges Simenon, y en algunas novelas más, aunque La prometida del señor Hire, una de las obras de Simenon que prefiero, apareció en 1933 (Hitler acababa de tomar el poder) y trata de la maldad y el acoso colectivos contra un personaje que precisamente es judío. Simenon tenía una sensibilidad periodística de la realidad, y ha existido siempre una alianza entre el periodismo y la novela popular. Pero el tópico deformador del judío era fundamental en la retórica popularista, de extrema derecha, y creo que, en lo que afecta a la caracterización de los personajes, la retórica de extrema derecha es fundamental en el narrador Simenon. Joseph de Maistre convenció a muchos cuando dijo que «nada se consigue contra las opiniones si no se ataca a las personas», y hay un activismo literario que se basa en la descripción del aspecto físico y de las debilidades de los individuos que elige como blanco. Pierre Assouline, el gran biógrafo de Simenon, recuerda alguna ocasión en que su escritor practicó ese tipo de periodismo, pero, más allá de la anécdota o del episodio esporádico, Georges Simenon convirtió en método narrativo el uso de rasgos físicos de individuos y escenarios como definidores morales, e incluso como elementos impulsores del relato. Lo excepcional es que en sus novelas aplicó el procedimiento compasivamente, fraternalmente, como entre prójimos y semejantes.

El misterio de cómo un escritor amargo ha resultado agradable para millones de lectores quizá lo resuelva Maigret

Por ejemplo, la organización de la cocina familiar en El gato (1966) aclara desde el principio la lógica de las relaciones entre los dos protagonistas de la novela, un matrimonio sometido a situaciones que me recuerdan el teatro de Beckett, Fin de partida (1957) o Días felices (1962). Simenon dice que decidió eliminar en El gato lo pintoresco, «esa atmósfera un poco buscada de mis novelas precedentes, para mirar únicamente al ser humano». Pero sigue pesando lo envolvente: mientras los esposos fingen no mirarse, las excavadoras deshacen los edificios vecinos, y da calor la chimenea de mármol negro con su reloj de péndulo y sus candelabros de cuatro brazos, y en la casa lo que más se oye es el débil ruido de las agujas de hacer punto. Hay en el salón una jaula con un pájaro disecado. Es un matrimonio setentón, al fuego del hogar, con todas las potencialidades de una familia, con todo el histrionismo de la violencia familiar, aunque los protagonistas de El gato recurran a un histrionismo silencioso e inmóvil: se comunican lanzándose papelillos, mensajes pueriles y malignos. Un gato y un papagayo ya han caído en la guerra conyugal. También Pietr, el Letón era un caso de odio en familia, y La casa en el canal. El misterio de cómo un escritor tan amargo ha resultado agradable para tantos millones de lectores quizá lo resuelva Maigret: en muchas casas esperaban a un psiquiatra o un confesor que se pareciera al comisario de la policía de París.

Fuentes

Acantilado ha iniciado en octubre de 2012 la publicación de las obras de Georges Simenon (1903-1989): las primeras entregas son Pietr, el Letón (Los casos de Maigret) y El gato, traducidas por José Ramón Monreal; El perro canelo (Los casos de Maigret), traducida por Caridad Martínez, y La casa del canal, traducida por Javier Albiñana. Gallimard ha publicado en su colección La Pléiade una selección de la obra simenoniana en tres tomos, editados por Benoît Denis y Jacques Dubois: Romans I y II (2003), y Pedigree et autres romans (2009). Las novelas de Simenon han sido difundidas en España por colecciones populares y literarias: Ediciones B y Tusquets las han publicado en los últimos años. Ediciones B publicó también* en 1990 los dos tomos de las Memorias íntimas, en traducción de Basilio Losada; el título La prometida del señor Hire corresponde a la traducción de Les fiançailles de Monsieur Hire, realizada por Mercedes Abad para Tusquets. Benoît Denis ha editado también las cartas entre Georges Simenon y André Gide: …sans trop de pudeur. Correspondance 1938-1950, Omnibus, París, 1999. La entrevista de Georges Simenon con Carvel Collins, de The Paris Review, puede leerse aquí; se encuentra traducida en L’âge du roman, Bruselas, Complexe, 1988, con prólogo de Jean-Baptiste Baronian. Autodictionnaire Simenon (de Pierre Assouline, París, Le Livre de Poche-Omnibus, 2009) es una muy útil y atractiva antología de las opiniones de Simenon. La alusión a las palabras-materia aparece en Le romancier, conferencia dictada en el Instituto Francés de Nueva York, en 1945, ahora incluida en L’âge du roman.

Para los datos biográficos me he valido de Pierre Assouline, Simenon. Maigret encuentra a su autor, trad. de Mauro Armiño, Madrid, Espasa Calpe, 1994, y Stanley G. Eskin, Simenon: A Critical Biography, Jefferson, McFarland, 1987.

Las citas de Ludwig Wittgenstein están tomadas de Investigaciones filosóficas, trad. de Alfonso García Suárez y Ulises Moulines, Barcelona, Crítica, 1988. Las de El ser y la nada: Ensayo de ontología fenomenológica, de Jean-Paul Sartre, trad. de Juan Valmar, Buenos Aires, Losada, 1968. José Gaos es el traductor de La filosofía desde el punto de vista de la existencia, de Karl Jaspers, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1973 (la obra en alemán data de 1949); Gaos, sin embargo, no traduce lo envolvente (das Umgreifende), sino lo circunvalante. La relación de Wittgenstein con la novela policíaca ha sido estudiada por Renato Giovannoli en Elementare, Wittgenstein! Filosofia del racconto poliziesco, Milán, Medusa, 2007. En su prefacio, Umberto Eco se atreve a sintetizar el libro de Giovannoli: la transición desde la novela de misterio tipo Agatha Christie a la novela de serie negra o hard-boiled sería «afín al paso del Wittgenstein del Tractatus al de las Investigaciones filosóficas». La nota de Gramsci sobre Chesterton se encuentra en Letteratura e vita nazionale, de Antonio Gramsci, Roma, Editori Riuniti, 1999.

Las reflexiones sobre la traducción de Simenon de Ena Marchi aparecen en «Del lavoro sulla traduzione in casa editrice e dei rapporti degli editor con i traduttori: leggende metropolitane e realtà editoriali», en Stefano Arduini e Ilide Carmignani (eds.), Le giornate della traduzione letteraria, Roma, Iacobelli, 2008, pp. 99-102.

Las Investigaciones de un perro, de Franz Kafka, han sido traducidas por Adan Kovacsics, para el volumen III de las Obras completas, Barcelona, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, 2003. La Lettre à ma mère, de Simenon, está incluida en el tomo tercero (Pedigree et autres romans) de la edición de La Pléiade.

La teoría de las dos temporalidades o dos «series temporales» del relato policial aparece en la novela de Michel Butor, L’emploi du temps, París, Les Éditions de Minuit, 1956, y la comenta Alain Bertrand en Georges Simenon: De Maigret aux romans de la destinée, Lieja, Éditions du Céfal, 1994.

The Secret of Father Brown puede encontrarse en The Complete Father Brown, Londres, Penguin, 1987.

Justo Navarro ha traducido a autores como Paul Auster, Jorge Luis Borges, T. S. Eliot, F. Scott Fitzgerald, Michael Ondatjee, Ben Rice, Virginia Woolf, Pere Gimferrer y Joan Perucho. Sus últimos libros son Finalmusik (Barcelona, Anagrama, 2007) y El espía (Barcelona, Anagrama, 2011).

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