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Si Pitágoras y Heródoto no mienten

MIL Y UNA MUERTES

Sergio Ramírez

Alfaguara, Madrid

360 pp.

18,50 €

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A este libro le he hincado el diente mejor y con más gusto que a ningún otro en los últimos tiempos. Aunque debo confesar de antemano que ello se debe a una especie de predisposición favorable hacia los relatos que, como Mil y una muertes, transcurren total o parcialmente en la costa caribe de Centroamérica: así, por ejemplo, Puerto Limón, del costarricense Joaquín Gutiérrez, Limon Blues de su compatriota Anacristina Rossi, y Trágame tierra del nicaragüense Lizandro Chávez Alfaro.Tres ilustres desconocidos para el lector español, ya lo sé, pero es culpa de las editoriales del reino, y no mía.

En Mil y una muertes, y recurriendo a la alternancia de capítulos, se nos cuentan los trabajos y los días –o la vida y milagros– de Castellón, fotógrafo nicaragüense, quien figura ser el relator de los capítulos pares, mientras que el de los impares es el propio autor del libro, Sergio Ramírez, empezando en el primero por su condición in illo tempore de vicepresidente de Nicaragua hasta concluir en el undécimo como turista por tierras de Mallorca.

Castellón es un tipo realmente apasionante: el hijo inesperado de un valetudinario presidente de Nicaragua y de una núbil princesa del Reino de la Mosquitia, la franja caribe del país que fue zona de influencia inglesa mientras aún estaba por decidirse si el canal transoceánico se haría vía Nicaragua (donde era más hacedero) o vía Panamá (donde había más dinero a ganar en su construcción, aunque fuese a costa de miles de vidas). Castellón llega de muchacho a París, gracias a una beca de Napoleón III, quien estaba muy obligado moralmente a su padre, ya sea ello verdad o leyenda, y a partir de ese parachutage en los parises del Segundo Imperio (vide infra) su vida se convierte en una novela.Y como Sergio Ramírez es un narrador nato, pues va y la escribe. Si yo supiera cómo se hacen estas cosas, tampoco habría desaprovechado la ocasión.

Esa vida de Castellón, pionero de la fotografía, bisexual, lo pondrá en contacto en París con los círculos donde se mueven gente del pelaje de George Sand, Flaubert y Turguéniev. Y luego, por recomendación de uno de ellos, con el archiduque Luis Salvador de Austria, homosexual extravagante y mallorquín vocacional. Y de ahí en adelante, por avatares familiares, recalará en Varsovia, pronto ocupada por los nazis.Y en esa Varsovia fotografiará el asesinato a sangre fría y en plena calle de su hija y su yerno (chuetas, esto es, judíos mallorquines), logrará salvar a su nieto y terminará –o no, eso es Top Secret y aún no ha sido desclasificado– como fotógrafo del comandante del campo de concentración de Buchenwald, en las afueras de la civilizada Weimar, en la que al parecer nadie estaba enterado de la cercana villanía: «No sabíamos…». Ay…

Una buena novela es una ventana abierta a un mundo que no existe pero que el arte del narrador consigue hacer que nos creamos. En ese sentido, Mil y una muertes es, creo, una buena, muy buena novela, pese a haber en ella muchas cosas que me molestan bastante. Fundamentalmente el descuido en los detalles. En una narración con un soporte histórico (es decir: no en una novela histórica, que es un género per se, donde la fantasía puede campar a su antojo), los detalles deben calzar al cien por cien, so pena de que dañen la credibilidad y/o la fiabilidad del todo.

En esta novela, por ejemplo, el protagonista es engendrado el 15 de junio de 1855 y nace el 9 de abril de 1856: un embarazo de casi diez meses, tal vez posible, pero no muy creíble. En cualquier caso, harto menos creíble es que ese mismo personaje date una foto suya en 1873, y a la pregunta de que cuántos años tiene, hecha por Turguéniev –uno de los tres personajes retratados–, conteste que diecinueve. Pues esto significaría que nació en 1854, y no en 1856. Si es que Pitágoras no miente. Otrosí: la insistencia en llamar «imperio» a la monarquía de Luis Felipe, y «emperador» al susodicho, descalifica la posterior alusión como «segundo imperio» al de Napoleón III, pues si el de Luis Felipe también lo era, el del esposo de Eugenia de Montijo sería el tercero: no olvidemos que el primero, indiscutible, fue el de Bonaparte, el Gran Corso.

Inaceptable, asimismo, que en la página 172, se nos diga que «Godoy, el primer ministro de Carlos III, [fue] amante de la poco agraciada y muy goyesca reina María Luisa», aun cuando esa afirmación aparezca en un texto parece ser que de Vargas Vila. Si lo escribió Vargas Vila, el deber de Sergio Ramírez hubiese sido poner una nota a pie de página rectificando que no se trataba de Carlos III sino de Carlos IV; y si es una errata de imprenta, válgannos todos los dioses acerca del estado de ilustración histórica de nuestros correctores de estilo y de galeradas o de lo que sea…

¿Y qué decir de una foto que hace Castellón del cadáver desnudo de Turguéniev, y donde su amante, la cantante de ópera española Paulina García-Viardot, lo contempla «vestida de riguroso luto, el velo echado sobre el rostro», cuando en la página siguiente leemos que Paulina, en esa misma foto, tiene «fijos los ojos saltones en el sexo que descuella entre la pelambre del pubis»? ¿Es que Castellón disponía ya de cámaras con rayos infrarrojos para captar los ojos de Paulina tras del «velo echado sobre el rostro»?

Por otra parte, Sergio Ramírez sabe alemán, de tal manera que fastidia un poco que escriba Aachen donde debiera escribir Aquisgrán, o Bavaria –que si acaso es una marca de cerveza– donde debería escribir Baviera. Y algún que otro galicismo innecesario, como «brochure» por «folleto».Y luego la que yo llamo «maldición de la cezeta»: suecos por zuecos, saga por zaga, cebo por sebo, benzina por bencina (aunque en este caso la responsabilidad recae directamente otra vez en los correctores de pruebas, que son españoles, así que no tienen ninguna disculpa).Y para terminar, porque si no la lista sería inacabable, la contumacia en llamar «aprehensión» a lo que el contexto pone en evidencia que es una «aprensión».

Leer es, a veces, una tarea titánica, y desde luego, si un libro se reseña comme il faut, tiránica. En todo caso a mí me ha valido el esfuerzo, he disfrutado la lectura de esta novela a pesar de todas sus falencias –las que he intentado documentar– y me he divertido mucho con los guiños que los lectores atentos también descubrirán: aquellos con los que Sergio Ramírez rinde un homenaje de amistad, de admiración y de cariño a sus amigos alemanes –el pintor Dieter Masuhr y el editor Hermann Schulz (suyo y de Ernesto Cardenal)–, y a sus amigos hispanoamericanos: Mario Vargas Llosa, Juan Cruz, Julio Cortázar, Carlos Fuentes y Manuel Vicent, todos ellos anacrónicamente participantes en la odisea del fotógrafo Castellón.Y si la he disfrutado y me he divertido es porque la novela es buena. Lástima grande que las editoriales den por sacrosanto el disquete que les envía el autor.Todos metemos la pata excepto Dios quien, sin embargo –según Max Aub–, creó el mundo a partir de un informe equivocado de la CIA. Pero una atenta lectura antes de mandar el manuscrito a la imprenta siempre ayudaría a no meterla hasta el corvejón.

 

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