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Shakespeare: con bombos y platillos

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El pasado 25 de abril, o un poco antesEl 25 de abril es el día en que, según se sabe, Shakespeare fue bautizado, pero no se conserva documento alguno sobre el día de su nacimiento., se cumplieron cuatrocientos cincuenta años del nacimiento de William Shakespeare, una efeméride que habría hecho correr ríos de tinta si los tinteros no se hubieran secado con la muerte de otro «genio de la literatura universal», como llamó El País a Gabriel García Márquez, al parecer sin que nadie se ruborizara por la hipérbole. Pero el homenaje a Shakespeare venía preparándose en distintos teatros desde hace tiempo; y este mes el Centro Dramático Nacional apuesta por dos obras del bardo, una comedia en el Valle-Inclán y una tragedia en el María Guerrero. El director del CDN, Ernesto Caballero –quien, por lo demás, está teniendo un muy buen año en la programación de las dos salas–, ha comentado que el marco conmemorativo «ofrece una inmejorable oportunidad para que creadores escénicos exploren el universo dramático [de Shakespeare] a partir de claves expresivas del teatro de hoy». Es difícil pensar, en efecto, en qué otro momento hubieran podido verse en simultáneo dos shakespeares como estos, con puestas en escena por todo lo alto, costosos efectos de luz, sonido, vestuario y escenografía, así como elencos relativamente numerosos. Tampoco es un dato menor que, en un contexto en el que los productores empiezan a temblar al minuto noventa y uno, como si al público fuese a darle una embolia, las dos representaciones se tomen todo el tiempo que precisan: dos horas Los Mácbez, sin intervalo; y tres largas Como gustéis, con rigurosos quince minutos en el medio.

Cada una de las adaptaciones explora un territorio simbólico propio, y, en ese sentido, hay poco que comparar. Como gustéis privilegia la fantasía o, en palabras de Marco Carniti, el director, «la dimensión poética y surrealista del texto», adjetivos que, tras ver la obra, creo que se quedan cortos; Los Mácbez se inclina hacia la alegoría política, recargando el peso en paralelismos posibles entre el mundo retratado por Shakespeare y la España contemporánea, como anuncia ya desde el título. Pese a las sensibles diferencias de concepción, sin embargo, Caballero da en la tecla con la frase: «Claves expresivas del teatro de hoy». Hay un esfuerzo denodado en uno y otro montaje por lograr un producto actual, echando mano de toda una panoplia de trucos posmodernos, con notable hibridación de técnicas y saturación sensorial. Y aunque los dos son más o menos fieles a la letra pequeña –al texto de Shakespeare, hasta donde permite la traducción–, se toman grandes licencias, con estéticas que beben del cine y de esa versión tecnicolor del teatro que son los musicales.

En Como gustéis, por lo pronto, uno se encuentra con personajes que, en cuanto pueden, cantan y bailan. El montaje no es exactamente un musical, pero le pasa raspando. Carniti habla en el programa de una «comedia con música para actores» y de «un viaje coral en un espacio musical y sonoro metafórico», lo que oscurece más de lo que aclara, para después perderse en efusiones poéticas, como suelen hacer los directores en los programas. Pero, si algo se saca en limpio, es que ha buscado darle a la música un papel clave. Más que una innovación, el enfoque es una vuelta a los orígenes. Como gustéis es famosa por ser la obra del Shakespeare que tiene más canciones, y hubiera sido un error reducirla a una serie de parlamentos más o menos estáticos, como se hace a menudo. Bienvenidos sean, pues, los madrigales y otras cancioncillas que amenizan la obra. Una de las preguntas que quedan flotando, con todo, es si aquí conviene que cante, en el papel de diosa de Arden, una actriz emperifollada con un vestido de látex y tul que le quedaría pintiparado a Lady Gaga, asistida además por amplificación eléctrica, cámara de eco y guitarras roqueras. La partitura de Arturo Annecchino, por su parte, nos hace preguntarnos si el cerebro humano está diseñado para procesar sin solución de continuidad dance, pop, trip-hop, tango, Rossini y (ejem) Andrew Lloyd Weber. Por experiencia diría que no, aunque cada cerebro sabrá. Me resultó impresionante, en cualquier caso, el número final de la primera parte, con todos los actores en escena coreando a pleno pulmón. El ruido era tremendo. Parecía que el escenario iba a alzar el vuelo.

En la segunda parte ganó altura el nivel de la obra, que en la primera no logra despegar por el peso de la exageración. Carniti ha dividido el espectáculo en dos mitades diferenciadas, recalcando un contraste temático más aludido que propiamente elaborado en el original. La acción empieza en la corte de duque Federico, un usurpador que ha desterrado a su hermano, el duque Fernando, al bosque de Arden, y que mira con malos ojos a los demás protagonistas: el noble Orlando, que mantiene desavenencias casi mortales con su hermano, Oliver; y Rosalinda, hija de Fernando, que lo seguirá hacia el destierro disfrazada de hombre, en compañía de su prima Celia, la hija de Federico. Si suena complicado es porque, como en muchas obras de Shakespeare, deben hilarse diversas hebras antes de que la comedia juegue a los enredos; pero los enredos son sencillos, con motivos que se repiten en torno al amor y el cambio de identidades. En el bosque de Arden se suceden los cortejos, repetidos en varios niveles sociales, lo que permite jugar con los estilos, desde la lengua cortés de Rosalinda y Orlando hasta las incitaciones procaces del bufón y Audrey. Como en Sueño de una noche de verano, el corazón de la comedia late en el bosque: no por nada Shakespeare despacha las escenas iniciales de la corte en un solo acto.

Aunque sigue el desarrollo del texto, Carniti se demora en cada episodio del comienzo, estirando, por ejemplo, una escena de lucha libre, haciendo de cada canción poco menos que un videoclip y, por regla general, subiendo hasta tal punto el tono de los parlamentos que incluso los breves parecen largos. Casi cuarenta minutos tardan los personajes en marcharse al bosque. El escenario, durante ese tiempo, aparece ocupado por una inmensa jaula, una metáfora visual de la corte, contrapuesta de antemano a la libertad sin barreras de Arden, donde los hombres viven en un idilio pastoril y los desterrados acaban en una especie de comuna new age. Nadie llamaría sutil a esa jaula, pero el resto de la escenografía de Elisa Sanz es sumamente inteligente, y el bosque que crea con telas verticales y luces de colores es de una belleza que resulta tanto más efectiva gracias a su sencillez.

El vestuario, que también corre a cargo de Sanz, abunda en referencias pop y cinematográficas. Hay trajes de colores marcados, como los de Audrey y el bufón, que se dirían salidos de una película de Tim Burton (en particular, Alice in Wonderland); Rosalinda y Orlando llevan versiones modernas de ropa clásica; la manera de vestir de Celia, prisionera de su rol femenino, recuerda a algo parecido a una Barbie; e Hismene, como decíamos, se pavonea por el escenario con galas de icono pop. Algunos estilos son más efectivos que otros, pero el conjunto ayuda a situar la obra exactamente en ninguna parte, que es donde sin duda ha de situarse el bosque de Arden. Cuando uno se deja llevar hacia esa improbable fantasilandia, la historia empieza a disfrutarse, en parte porque es allí donde el montaje encuentra el paso. Las interpretaciones se adecuan bien al contexto, pero debo decir que ninguna me pareció especialmente descollante. La excepción es Beatriz Argüello, a quien se le dan muy bien los papeles de mujeres fuertes. La vi el año pasado como una estoica Felice Bauer en Kafka enamorado; como Rosalinda, aprovecha la variedad tonal del personaje, desde la ironía a la excitación, pasando por la ansiedad amorosa y las salidas de ingenio. Sin embargo, ni ella ni el director –ni, para el caso, Shakespeare– consiguen explicarnos por qué Rosalinda, un personaje inteligente y carismático como pocos, se enamora de un duro de mollera que ni siquiera reconoce a su enamorada cuando esta se pone un par de pantalones.

Los pantalones, en la pareja homónima de Los Mácbez, según la llama el adaptador Juan Cavestany, los lleva la tremenda Lady, aquí Señora. Hablando, claro está, en sentido metafórico. En sentido literal, Carmen Machi luce unos vestidos estupendos que son signos de su personaje, aunque al principio aparece apenas cubierta con unas enaguas, no menos significativas. Y es que, cuando se levanta el telón, Machi y Javier Gutiérrez (Mácbez) se visten en el centro del escenario tras lo que ha sido, sin duda, un gozoso encuentro erótico. El montaje sugiere desde un principio que la ambición asesina del matrimonio va de la mano de una intensa química sexual, un indudable acierto por parte de director, Andrés Lima. Pero la conjunción de sexo y poder se adereza además, en escenas posteriores, con el picante del grotesco. Las brujas que profetizan el ascenso político del protagonista, por ejemplo, son aquí tres prostitutas esperpénticas, interpretadas por Rulo Pardo, Rebeca Montero y Chema Adeva, que exponen sus cuerpos adornados con ligueros, medias negras y tacones altísimos. Iluminados a contraluz, componen un cuadro impactante.

Hablando de impactante, la obra rebosa de efectos de sonido, música, escenografía e iluminación, lo que nos garantiza una gran riqueza sensorial, pero su apuesta más radical no reside en el atrezo tecnológico, sino en la ambientación.

Improbablemente, las luchas intestinas de Escocia en el siglo XI se trasladan a Galicia en el XXI, donde Mácbez asciende, no a rey de Escocia, sino a presidente de la Xunta. Aunque a nadie se le escapará el paralelismo Escocia-Inglaterra/Galicia-España, es difícil ver qué se gana, simbólicamente hablando, con esa ecuación facilista. Las pérdidas de lógica interna, entretanto, son evidentes. Aceptemos que un hombre cometa un asesinato para hacerse, no con un reino, sino con un puesto de funcionario; la posibilidad de que, en un Estado de derecho, el crimen quede impune es ínfima. O tomemos el tema, tan importante para la obra, de la venganza. Cuando le llega a Mácbez, lo hace a manos de la hija de su enemigo, quien, después de pasar a cuchillo a Mácbez, se apodera a su vez de la presidencia. ¿Desde cuándo los cargos públicos son hereditarios? En Macbeth, la trama se cierra precisamente porque versa sobre valores e instituciones arcaicos, incluso para Shakespeare.

Dadas las dificultades de verosimilitud, por no hablar de las exigencias materiales y la exhibición corporal que se pide, no es de extrañar que los actores, empezando por Gutiérrez, a menudo caigan en exageraciones y derrapes de tono. Paré de contar las veces en que Mácbez exclama «¡Ah!», aunque noté que otras tantas prorrumpe en varios «¡Aj!» e incluso algo así como «¡Arj!». El famoso soliloquio en que aparece la frase «mañana y mañana y mañana» se recita con lloriqueos, aspavientos y temblorcitos del vientre, para culminar en un tremendo «¡Ah!» acompañado de sonidos ensordecedores y luces estroboscópicas. Y cuando, fuera de escena, Carmen Machi se desgañita con una quíntuple sucesión de «¡Ah!» que marca su muerte, Mácbez tiene el tino de preguntar: «¿Qué ha sido eso?». Que la obra caiga en el melodrama puede ser un error de dirección. Pero tengo la impresión de que el principal culpable es la misma voluntad renovadora que ha llevado al dúo Cavestany-Lima a ambientar la trama en Galicia. Todo el tiempo, en esta adaptación están pidiéndosele de Macbeth cosas de las que Macbeth carece, lo que redunda en un recurrente desequilibrio. Los clásicos, escribió Calvino, son textos que nunca terminan de decir lo que tienen para decir, pero debería ser evidente que la mejor manera de oírlos no es forzarlos a hablar.

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