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Nada en absoluto

Caminos a lo absoluto: Mondrian, Malévich, Kandinsky, Pollock, Newman,Rothko y Still

JOHN GOLDING

Turner/FCE, Madrid

Trad. de Jorge Eduardo Fondebrider

237 págs.

25 €

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En un mundillo académico tan lábil –y a menudo tan fashion victim – como el de la teoría del arte occidental, las voces cantantes se suceden a toda velocidad. Es difícil para quien no disponga de muchísimo humor y tiempo libre (o se dedique a ello de forma profesional) mantenerse al tanto de los derroteros del que podría llamarse neoacademicismo postposmoderno. Por ahora el último grito en teoría del arte contemporáneo lo dan los campus más glamurosos de Estados Unidos (del mismo modo que no hace tanto las enseñanzas de los gurúes à la page solían traducirse del francés): del Fin del Arte de Arthur Danto a los Estudios Visuales de Norman Bryson, de los Queer, Cultural y Gender Studies a la crítica feminista y poscolonialista, de los conceptos de teatralidad de Michael Fried al retorno de lo real propugnado por Hal Foster, es mucho lo que ha llovido desde que terminó la hegemonía teórica del Formalismo estricto que en los años cincuenta lideró el crítico norteamericano Clement Greenberg.

Pocos críticos están, a día de hoy, más desprestigiados que Greenberg y sus seguidores, defensores de una autonomía absoluta del arte –y de la Pintura como su expresión suprema– y de una visión patriarcal y hegeliana de su devenir en pos de una culminación sublime que, mira tú por dónde, hubieran encarnado los grandes nombres del expresionismo abstracto estadounidense. Pero precisamente la veleidad ocasional de la postacademia debería hacernos desconfiar de sus anatemas: no puede negarse a priori el interés –siquiera higiénico– de la revisión de tendencias rebatidas en su día que muchas veces siguen por pura inercia en el ostracismo. No estarán nunca de más análisis desprejuiciados que diluciden a la luz de debates posteriores qué queda, realmente, del Formalismo, hasta qué punto sirvió para aproximarse a una pintura abstracta que la crítica actual desdeña y considera obsoleta –cuando no obscena– pero que convoca a multitudes poseídas de una devoción casi religiosa –véanse las toneladas de pósters vendidas en cualquier expo Rothko– o deja en la boca el inconfundible sabor de la seriedad y la hondura –como sucede, por ejemplo, con parte de la obra de Pollock o, en España, del informalista Millares–. Es cierto que, sin ir más lejos, una figura tan representativa de la teoría contemporánea como Rosalind Krauss (ex discípula de Greenberg) se ocupó del tema en La originalidad de la Vanguardia y otros mitos modernos : pero lo hizo con la violencia anticlerical del ex seminarista.

¿Realmente la naturaleza de la pintura abstracta faculta exclusivamente al formalismo como vía de aproximación? ¿La medición minuciosísima de la distancia entre líneas y del juego de colores primarios –todo lo sutil que se quiera– es de verdad el único modo de acercarse, digamos, al último Kandinsky? ¿Es necesario –como hace Golding– citar circunspectos las parrafadas farragosas de muchos abstractos o tomar al pie de la letra unas declaraciones superferolíticas cuya espiritualidad –teosófica, antroposófica y hasta krisnamurtiana– suena a bambolla proto-hippy? Sería interesante dilucidar por qué la Teosofía o el Formalismo (o, llegado el caso, las doctrinas del príncipe Kropotkin) acumulan capa tras capa de polvo en la memoria de la humanidad mientras el arte que inspiraron y glosaron goza de excelente salud (a pesar de que en este momento uno cree escuchar un griterío proclamando que a estas alturas la pintura de Mondrian –por ejemplo– gira en el mismo vacío que las pamemas de Madame Blavatsky y ha encontrado su justo lugar en las tapicerías de tantas cafeterías pretenciosas a lo largo y ancho del mundo).
 

Hélas, tras leer el libro de Golding queda muy claro que habrá aún que seguir esperando esas y otras respuestas. Caminos a lo absoluto, cierto, es un ejercicio de estilo fascinante: en el sentido en que lo son esos peces antediluvianos que de vez en cuando aparecen varados en una playa y dan fe de que en algún lugar del océano la evolución de las especies se detuvo en el Precámbrico. En su trabajo sobre algunos pioneros de la abstracción pictórica, John Golding obvia sistemáticamente toda la producción teórica publicada a partir de los sesenta en Occidente. Aplicando en su estudio los patrones estrictamente formalistas de su maestro Greenberg («el crítico más influyente de su época, y que por ello ahora es menospreciado», dice a mitad del libro una vocecita que recuerda al hada que no fue al bautizo de la Bella Durmiente), Golding hace caso omiso de teorías y debates a día de hoy más que asumidos; al no dignarse a darles respuesta tácita o explícita –por altivez o, peor aún, por llano desconocimiento–, esteriliza desde el principio cuanto de jugoso pudiera haber en su visión. A entender por qué precisamente por eso queda baldío un esfuerzo en principio interesante dedicaremos las líneas que siguen.

John Golding es probablemente uno de los historiadores del arte en activo más veteranos. Asociados a su labor crítica (colabora con frecuencia con The New York Review of Books) y a sus libros (es particularmente memorable su muy citado The Cubism, escrito en 1959) no es infrecuente encontrar adjetivos tan temibles como «canónico», «definitivo», «ineludible». La pestaña de la solvente edición de Turner, dicho sea de paso, no es una excepción en ese sentido; tampoco lo fue en su día la bombástica reseña de la edición americana publicada en The New York Review of Books. El libro recibió en 2002 el Mitchell Prize y recopila su serie de conferencias dadas en 1999 dentro del celebérrimo programa auspiciado por Andrew W. Mellon, en el que han participado todos los primeros espadas del academicismo anglosajón.

Golding se centra en el modo en que tres pintores europeos (Mondrian, Malévich y Kandinsky) y cuatro norteamericanos (Pollock, Rothko, Newman y Clyfford Still), espoleados por una fuerte espiritualidad, recorrieron en solitario la senda del despojamiento y la búsqueda de verdades esenciales que, a su modo de ver, conduce al arte no figurativo. La pintura abstracta se presenta así por enésima vez como colofón de la idea romántica, individualista y cuasirreligiosa del artista como sacerdote del Arte que guía a la grey en busca de la Verdad. En su genealogía de la abstracción hace hincapié en la minusvalorada influencia del simbolismo (recuerda, por ejemplo, el gran impacto que en los años treinta causó en Estados Unidos La isla de los muertos, de Böcklin, conservada en el Metropolitan); subraya el estímulo del llamado arte primitivo («acertadamente» llamado así, según él: pocas concesiones encontraremos aquí a las teorías poscolonialistas que contestan esa denominación): del chamanismo que tanto interesó a los expresionistas abstractos a las culturas lapona o esquimal en el caso de Malévich y Kandinsky; y relativiza el papel del surrealismo europeo trasplantado a Estados Unidos abusando del eterno poncif académico que contrapone la brutal e inocente «psique norteamericana» al arte europeo «elitista e intelectual» (salvo un tópico Miró supuestamente arcádico y «surrealista por naturaleza» que por eso gusta a un Pollock «visceral», «visual» y «no intelectual»).

Para Golding, el arte abstracto nace como reacción y alternativa a las preocupaciones eminentemente objetivas y realistas del cubismo abanderado por el ultraterrenal Picasso. Nos recuerda certeramente que «nadie llegó a la abstracción a partir de la naturaleza muerta», McGuffin por excelencia de la pintura cubista: «La figura humana, la naturaleza y los elementos» son los grandes temas de la abstracción, los que mejor sirven de vehículo a esos «mensajes trascendentes» que se hallan en su base, por encima de cualquier consideración política o sociohistórica. En ese sentido, es inquietante su manera de pasar de puntillas por los vaivenes de la política cultural postrevolucionaria en la Unión Soviética o las aspiraciones de la Bauhaus alemana de entreguerras, circunstancias que tanto influyeron en la obra de Malévich y Kandinsky. Por otra parte, a medida que se avanza en la lectura se hace clamoroso el silencio en torno al gran ausente de esta genealogía: Matisse, desde luego, muy raramente citado y del que no se menciona el germen abstracto de sus découpages de la época final, su interés por las pautas decorativas y su concepción bizantina del espacio pictórico.

Después de lo dicho no sorprenderá demasiado que Golding haya buscado la base filosófica de su visión en la estética hegeliana: le interesa (como a su maestro Greenberg) el Hegel más ascensional, el que ve en la Historia del Arte –como en la Historia a secas– un proceso de superación de etapas y en su práctica un instrumento para la búsqueda de verdades absolutas. Para el filósofo alemán, la tercera y última fase evolutiva del espíritu sería aquella en que por fin éste se separa de la Naturaleza y se convierte –según se nos dice en la Filosofía de la Historia– «en forma pura universal en la cual la esencia espiritual alcanza la conciencia y la percepción de sí misma». A partir de esta concepción del Fin de la Historia, Arthur Danto anunció a los cuatro vientos en los ochenta la Muerte del Arte tal como se había venido practicando en Occidente desde el Renacimiento y su transformación en una especie de Meta-Arte autoconsciente y liberado que haría de sí mismo su objeto y único tema. (No es casual que en su brillante introducción a La transfiguración del lugar común describiese una serie de lienzos pintados de un rojo uniforme que no se diferenciarían tanto del Cuadrado negro o el Cuadrado blanco sobre blanco de Malévich.) Y resulta preocupante que Golding cite profusamente a Hegel para apoyar sus tesis al tiempo que obvia las conclusiones opuestas (esto es, antitrascendentes y antirreligiosas) que Danto lleva veinte años o más desarrollando a partir de esa misma base filosófica. Procede del mismo modo cuando al hablar de Malévich alude sólo de pasada a su papel como precursor del conceptualismo: conviene recordar que estamos hablando de un artista que ya en 1920 afirmaba que «la cuestión no es pintar, la pintura se ha acabado ya hace mucho tiempo», y que en Sobre el nuevo sistema del arte escribía que «lo importante en el arte son las señales que fluyen del cerebro creativo». El camino que lleva de Malévich a Rothko, le guste o no a Golding, es mucho más tortuoso –y no por ello más interesante– que el que le conecta a Duchamp, el conceptualismo de los setenta y el neoconceptualismo más o menos prendido con alfileres que prolifera en nuestros días. Pero, para Golding, Malévich fue ante todo «un verdadero místico». Y cuando afirma que el ruso «se quemó por completo» tras ese verdadero manifiesto conceptual –más que pictórico– que supuso su Cuadrado blanco sobre blanco, nos deja muy claro el poco aprecio que siente por el conceptualismo. (Sería interesante escucharle explicar, a continuación, por qué cultivar el arte conceptual es quemarse, pero no nos hallamos ante los prolegómenos de una argumentación, sino ante un lapsus.)

No es el único, por cierto. En el capítulo dedicado a Kandinsky, por ejemplo, leemos una frase tan abstrusa como involuntariamente reveladora: «Como todo buen cuadro, Composición II respeta el plano pictórico». Qué puede ser eso de «respetar el plano pictórico» (¿qué más podría hacer un cuadro, bueno o malo, sin convertirse en otra cosa?), ni lo sabemos ni para el caso importa. Lo interesante es ese arranque –«como todo buen cuadro»–, que traiciona una visión jerarquizada y maniquea de la pintura, repasa líneas divisorias más viejas que la tos –aunque se desplacen un poquito acá o allá según sople el viento de la Historia– entre «buenos» y «malos» cuadros y evoca la visión de un Parnaso de las Artes en que la pintura ocuparía, como en tiempos de Leonardo, el lugar más «elevado». Del mismo modo, en la página 142 se habla del expresionismo abstracto como de «uno de los mayores legados de Estados Unidos a la Historia de la Cultura». Pone la mosca tras la oreja esa inesperada expresión –Historia de la Cultura en lugar de Historia de la Pintura– en boca de un autor que ha dejado muy clara su visión del Arte como labor salvífica e individual desligada de cualquier atisbo de contextualización cultural: hete aquí que de pronto, pasado el ecuador del libro, el Arte vuelve al redil de la Historia de la Cultura. Da la impresión de que John Golding trata de azucarar –a buenas horas– sus poco sabrosas miras artísticas al tiempo que se hace perdonar por anticipado un leve tufillo chovinista.

Así, por medio de lapsus, deslices y escamoteos verbales, tras el monolítico formalismo de Golding y sus fatigosos pasajes analíticos (los capítulos dedicados a Mondrian y a Kandinsky, con su obstinación en aferrarse a los aspectos formales –a cada punto y línea sobre el plano, literalmente– resultan particularmente áridos), se adivinan al trasluz los mimbres dados de sí con que se arma su dogma.

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Ficha técnica

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