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Dos o tres cosas que sé de fotografía

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La fotografía digital y, por ende, el cine y la televisión digitales, han puesto al alcance de todos la técnica para alcanzar sin mayor esfuerzo –ni necesariamente talento– un público de masas. La habilidad de los grandes fotógrafos del pasado para evaluar correctamente la exposición de una película, el enfoque, o el equilibrio de colores o de grises, ha dejado de ser indispensable. Cualquiera puede tomar una «buena» foto. Basta con disponer de una «buena» cámara, de las que evalúan todo ello correcta y automáticamente en el instante preciso de disparar.

Está por verse si basta una «buena» cámara, no ya para tomar una «buena» foto sino para tomar una foto memorable. Se cuenta de Henri Cartier-Bresson, quien, al parecer, corría en medio de una manifestación callejera junto a un muchacho que había calzado en su aparato un teleobjetivo del porte de un bazuca. «¿Qué llevas ahí?», le preguntó de un grito. «¡Cuatrocientos milímetros!», gritó a su vez el muchacho. «Nunca harás una foto memorable con eso», le respondió Cartier-Bresson sin dejar de correr. El obstáculo que constituye una lente de cuatrocientos milímetros se debe a su tamaño y su peso (al que ha de sumársele el peso de la cámara misma). Ya se trate de un retrato o del entierro de Gandhi, las fotos de Cartier-Bresson suelen ser memorables. Todas fueron tomadas con una Leica, aparato liviano, si los hay, con objetivos de entre 35 y 50 mm, lo más liviano en objetivos.

Tal vez Cartier-Bresson exagerara. O tal vez no. En el obituario publicado en El Mundo, decía Fernando Múgica: «Las nuevas tecnologías han dado paso a una forma diferente de entender la comunicación visual. La figura de Henri Cartier-Bresson permanecerá, sin embargo, inalterable como ejemplo de que lo vulgar, lo excesivamente evidente y la exhibición gratuita de las miserias ajenas no son un camino adecuado para lograr que nos miremos los unos a los otros con el mínimo respeto que nos merecemos».

De lo que nadie duda es de que, en el ámbito de la foto digital, pocas fotos memorables se han tomado. Y es que toda foto digna del adjetivo «memorable» se caracteriza por dos aspectos no digitalizables: su significado humano y su encuadre. El primer aspecto no digitalizable depende de la sensibilidad moral del fotógrafo, que ha de ser capaz de desentrañar algo acerca del alma humana en una fracción de segundo. El segundo aspecto no digitalizable de la fotografía depende de su sensibilidad estética, que le obliga a componer, en esa misma fracción de segundo, un buen encuadre. Atención: ambas sensibilidades han de ejercerse al mismo tiempo.

 

¿ARTE O ARTESANÍA?
 

La fotografía es tanto peor cuanto más pretende acercarse al arte; el arte es tanto mejor cuanto más se aleja de la fotografía. El aforismo resulta sospechoso a no ser que su punto de partida sea la célebre consideración epistemológica de Henri Cartier-Bresson: la fotografía no es un arte sino una artesanía.
Esta afirmación nace de una constatación puramente técnica. Por lo pronto, el color. ¿Qué nueva aportación al arte de los colores puede hacer una técnica incapaz de violar los límites –aun digitales– de una cámara oscura? Dicho de otra manera: ¿qué puede hacer un fotógrafo que no pueda hacer un pintor? No es escandalosa la pregunta, sobre todo cara a su complementaria: ¿qué puede hacer un pintor que no pueda hacer un fotógrafo? La respuesta a la primera es: nada. A la segunda: todo.

Tal vez estas respuestas resulten aceptables si se formula una tercera pregunta: ¿qué puede hacer la fotografía en color que no pueda hacer la fotografía en blanco y negro? Aquí la respuesta es una afirmación: todo lo que hace el color, mejor lo hace el blanco y negro. Lo cual equivale a descartar de un plumazo la fotografía en color. Atrevámonos a ello, pero preguntémonos por qué.

Pasando por alto la connotación estilística de términos como hiperrealismo y fotorrealismo en el arte, la foto en blanco y negro pide que se la califique de «abstracta». La realidad tiene colores, no es en blanco y negro. Escoger un «aquí y ahora» a través de una cámara –o pintando un cuadro– es reducir a dos dimensiones físicas lo que tiene tres (y con el eje temporal, cuatro); también es recortar ese «aquí y ahora» para encajarlo en el campo visual del objetivo y en el 125° de segundo del obturador. Es decir: tomar una foto es otorgar abstracción a un ínfimo fragmento de la realidad. La abstracción es esencial en la fotografía, aun en la fotografía del realismo social. Vista así, la fotografía en blanco y negro es más abstracta y fiel a su esencia que la fotografía en color.

Cabe preguntarse si lo dicho de la foto en blanco y negro no se podría entonces decir del dibujo, o del grabado. No, porque la foto logra dar abstracción también al tiempo, mientras que el dibujo, inclusive la caricatura rápida –y hay caricaturistas que trabajan con rapidez prodigiosa– es una síntesis temporal de un lapso tal vez diez mil veces mayor que un 125° de segundo. En resumen: la foto, cuando es en blanco y negro, es una artesanía que funciona por abstracción de la realidad. Vista así, una artesanía no es inferior a un arte: es otra cosa.
Nota bene: ¿no será artesanía todo arte?

 

¿AZAR TÉCNICO O NECESIDAD ESTÉTICA?
 

La proporción áurea. O el rectángulo dorado. O la divina proporción. Se le han asignado muchos nombres y se la ha encontrado en muchos ámbitos aparentemente sin relación entre sí: en la reproducción de los conejos, por ejemplo, o en las espirales, en la arquitectura, en el arte. Y, por supuesto, en la música: sin ir más lejos, Stradivarius se sirvió de la proporción áurea para ubicar los agujeros llamados efes en las tapas de sus violines.

Algunos estudiosos han intentado explicar la atracción diríase que magnética que ejerce la divina proporción sobre todas las sensibilidades, pero no han ido más lejos en este caso que en el de la armonía clásica. Invariablemente se topan con «algo»: «algo» en nuestra psique nos hace apreciar más fácilmente, sin que chirríe nada, un coral de Bach que una pieza de Schönberg, aunque para muchos sea más bella la pieza que el coral. Del mismo modo, «algo» en nuestra psique nos hace más receptivos a la proporción áurea que a cualquier otra. (De idéntica manera, la mayor receptividad no va necesariamente de la mano de una mayor belleza divina.)

Sea dicho para los escépticos: esta predilección llamémosla «fisiológica» por la divina proporción ha sido demostrada en numerosos estudios psicosociales, tanto en música como en arte.

Nadie sabe por qué es así, hasta ahora nadie ha descubierto qué configuración de neuronas en nuestro cerebro «simpatiza» con la divina proporción. Sólo es posible constatarlo como un hecho que parece ser «natural». Precisemos: la proporción áurea es la que caracteriza aquel rectángulo al que, para convertirlo en un cuadrado, hay que cercenarle un rectángulo de su misma proporción.

El dibujo de la figura 1 puede servir de ejemplo. Aquí, la altura del rectángulo pequeño dividida por su ancho, a/b, es igual al ancho del rectángulo mayor dividido por su altura (a + b)/a. En términos algebraicos:

a/b = (a + b)/a

lo que da una proporción aproximada de 1:1,6183. Es la proporción áurea. Un ejemplo clásico de la proporción áurea es la fachada del Partenón (figs. 2 y 3).

La pintura de Piet Mondrian está casi siempre basada en el rectángulo de oro. Todos los grandes maestros del Renacimiento se sirvieron de él, en particular Leonardo. Anécdota divertida, mi tarjeta Visa es un ejemplo aproximado de la proporción áurea (Visa Oro oblige) (fig. 4).

El ingeniero alemán Oskar Barnack (1879-1936) se especializó en cuestiones de fotografía. Ya en 1905 se sentía molesto ante el engorroso equipo que debían transportar los fotógrafos, con sus grandes cámaras de placas negativas de vidrio cuyas dimensiones eran exactamente las de los positivos. Y ya entonces tuvo la ocurrencia de que se podrían utilizar placas negativas mucho más pequeñas para luego ampliar ópticamente las reproducciones.

Diez años más tarde Barnack trabajaba para la casa Leica cuando tuvo la brillante idea de echar una mirada a las cámaras cinematográficas de entonces, que ya usaban película de celuloide de 35 mm. La película corría de arriba abajo, verticalmente, de manera que una sucesión de fotogramas tenía el aspecto que ustedes bien conocen (fig. 5).

El fotograma medía 24 mm de ancho por 18 mm de alto. Cabe preguntarse por qué 24 x 18, y no 24 x 16, o 24 x 24. No me consta que el enigma haya encontrado el favor de los historiadores del cine y no nos queda sino aceptarlo como resultado probable de algún compromiso técnico.

El hecho es que a Barnack se le ocurrió usar exactamente el mismo mecanismo de la cámara de cine para hacer fotos, una por una, fotograma por fotograma. Dos hechos lo llevaron a cambiar de formato. Primero, que una cámara fotográfica en que la película corriera verticalmente no habría sido de manejo muy práctico. Segundo, que si bien en el cine el grano grueso de la película desaparece en buena medida a causa de la rápida sucesión de imágenes que se funden en nuestras retinas cada una con la precedente y la siguiente, la fotografía fija no podía permitirse negativos tan pequeños, porque en una ampliación el grano habría resultado inaceptablemente grosero. Tomando una decisión que no es posible considerar sino como verdaderamente histórica, Barnack:


– Hizo que la película corriera horizontalmente.
– Duplicó el formato de los negativos de cine, de 24 x 18 a 24 x 36, creando así… ¡el formato Leica! Inventó lo que entonces se llamó la «Ur-Leica» (fig. 6).
 

Desde entonces –1925–, el fotograma 24 x 36 pasó de ser un hallazgo a ser proverbial; y de ser proverbial a convertirse en una vaca sagrada. No puede descartarse, si se buscan las razones de semejante subida a los cielos, el hecho de que la proporción 24 x 36 (1:1,5) esté relativamente cerca de la proporción dorada (1:1,6183). Pero las dos no son iguales. (La Visa está más cerca.) (Fig. 7).
Es posible que legiones de fotógrafos se hayan dejado seducir por algo tan… bonito, sobre todo viniendo unido a un aparato tan pequeño y práctico. Sin embargo, de ahí a la histeria con que ciertos fotógrafos se querellan contra las publicaciones que osan cortar sus fotos para adaptarlas al espacio disponible media todo un mito.

Tan quisquilloso era el propio Cartier-Bresson, y tan apegado a la proporción Leica, que muchas de sus fotos han podido publicarse a condición de que se vieran las perforaciones laterales, en caso de que la imagen pisara la banda perforada de la película, para que nadie se llamara a engaño: eran fotos compuestas en el visor de la Leica, en ningún caso compuestas en el laboratorio podando la imagen del negativo. El «lienzo» de Cartier-Bresson era exactamente lo que entraba por el visor de su Leica en el momento de disparar. El «lienzo» era lo que él veía.

No me siento capacitado para criticar aspecto alguno de Cartier-Bresson, pero me es muy difícil admitir que cuando el maestro se aferraba a la proporción Leica con tanta saña no supiera que estaba aferrándose al mero fruto del azar técnico: Oskar Barnack dio con el 24 x 36 duplicando una dimensión del negativo cinematográfico y, que se sepa, la proporción dorada no tuvo influencia en su opción; si no, ¿por qué no habría optado exactamente por la proporción dorada? HCB elevó la proporción Leica a la categoría de necesidad estética. Y a mí no termina de convencerme, aunque, les confieso, también yo me atengo casi siempre a ella. (Duncan me dijo hace poco: Forget the format! Tampoco él está convencido de que la proporción Leica sea sagrada, aunque también él suele atenerse a ella…).

La pregunta que me hago, más bien, es otra: ¿y si las proporciones del Partenón obedecieran a consideraciones ingenieriles de la época, y no a opciones estéticas? La idea estremece.
 

TRES LECCIONES (Y MEDIA) DE FOTOGRAFÍA
 

En mi vida tomé tres lecciones de fotografía.

La primera, en los años sesenta, me la había dado Ken Heyman, un conocido fotógrafo estadounidense de paso por Nápoles que diez años antes había sido mi compañero de estudios universitarios en Columbia, Nueva York. Me llevó a fotografiar en la calle, con él. Sin decirme más que «Tú toma la foto, después verás. Lo más barato es la película», Ken se puso a trabajar. Hombrachón corpulento, no era llamativo más que por su tonelaje. Su Leica desaparecía en su manota derecha: se la llevaba al ojo en el momento preciso de disparar. De ese modo la gente no lo notaba hasta cuando ya era tarde para posar. Otras veces, sobre todo si se trataba de niños, les hacía reír y tomaba la foto de sus muecas payasescas.
Empecé por mirar, luego tomé algunas fotos imitando a Ken y al final tomé alguna foto del mismo Ken, mientras fotografiaba (fig. 8).

Lo que aprendí ese día fue la importancia de pasar desapercibido.
Dice Cartier-Bresson: à la sauvette. Ustedes tal vez conozcan el álbum. En todo caso, ¡Ken no se dio cuenta de que yo lo estaba fotografiando!


La lección siguiente se llama guts, y me la dio David Douglas Duncan. Yo le había pedido un prefacio para el catálogo de mi primera exposición. No accedió sin antes ver mis fotos. Nos sentamos ante una mesita en el hall de mi hotel, donde puse la pila de sesenta fotos. David las miró con cuidado y casi sin comentarios… en diez minutos.

–Te haré el prefacio, dijo con sencillez.
Pasaron dos semanas y una noche recibí una llamada de David, que demuestra su memoria de elefante.
–Oye, oye, he estado pensando en tus fotos. Son un poco chatas, no tienen bastante contraste. No lo sé. Tienes que ponerles más coraje, más agallas.
More guts, dijo en su inglés americano.
–Sé lo que quieres decir –dije–. Quizá tengas razón…
–Tengo razón, sin quizá. Esa foto de las sillas y mesas vacías, por ejemplo, con la pareja que se marcha por la derecha bajo un paraguas: tu negativo tiene más detalle del que tú has extraído de él. Si miras bien tu negativo verás que las esteras de las sillas, que en tu ampliación no se ven, en el negativo sí se ven, porque están. ¡Tienen que verse!

Sesenta fotos en diez minutos son seis fotos por minuto, diez segundos por foto. Y en esos diez segundos David había visto todo y no sólo recordaba cada detalle de la foto, sino que intuía, con toda precisión, el contenido del respectivo negativo –que no había visto–. Y así sesenta veces.

More guts, man, put more guts! –añadió.

David tenía razón, estaba claro, pero, ¿por qué mis positivos no tenían el suficiente contraste? Encendí el ordenador, puse en pantalla la foto de las mesitas y las sillas (fig. 9) y aumenté el contraste. En las partes oscuras de la foto desaparecieron los detalles. Pero el negativo, como se imaginan, contenía la información, tal como había afirmado David: aparecieron las esteras de las sillas (fig. 10).

De pronto comprendí que la crítica de Duncan iba mucho más allá de unas mesas y unas sillas. Había en la observación de David toda una filosofía fotográfica. Comprendí que lo que fallaba era mi libre albedrío de fotógrafo.

Algo relacionado con mis valores morales.

Me explico. Sobre el suelo de esa plaza de Spoleto yo había visto a la parejita huyendo del aguacero, pero también el extraño efecto de las patas de mesas y sillas sin sombra, un efecto de levitación, como si flotaran en el aire. La composición era correcta, la anécdota estaba entera: las sillas acababan de ser abandonadas y la parejita intentaba cobijarse de la lluvia. Mi temor había sido el de perder el efecto de levitación. Aumentando el contraste la foto cobraba vida. ¿Y la levitación? No desaparecía del todo. Quedaba relegada, es verdad, con respecto al resto. El problema era un problema de elección: ¿foto débil de un efecto de levitación, o foto vigorosa de un momento vital?

Miré la foto de Neruda que tengo en mi despacho (fig. 11), un original de Henri Cartier-Bresson que no les diré cómo llegó a mis manos. Los libros en las estanterías se funden en un negro que oblitera los detalles. Lo mismo dígase del dibujo de la corbata y la camisa. ¿Y Neruda? Su cabezota, su sonrisa giocondesca, sus ojos abiertos, su índice arrugándole la sien… ¡Era Neruda! Como retrato de Neruda, no se podía negar: era un retrato de Neruda. Cartier-Bresson escogió el tema central: Neruda, no los libros, no la corbata, no la camisa. Puesto a sacrificar, sacrificó lo secundario.

La foto de Cartier-Bresson tenía guts, kilos de guts, era toda ella enteramente guts.
Rehíce todas las fotos para mi exposición siguiendo ese lema de una sola palabra: guts. Y cuando hube terminado volví a visitar a Duncan, esta vez en su casa. Miró las fotos más pausadamente: le dedicaría medio minuto a cada una. No decía nada. Asentía con la cabeza. Y cuando llegó a la foto de la lluvia en Spoleto, murmuró:

–Te había dicho que tu negativo tenía más detalles. ¿Lo ves? Muy bien, ok.

Entre ambas lecciones habían pasado cuarenta años.
 

La tercera es muy reciente y me la dio in absentia Cartier-Bresson. Su gran exposición retrospectiva titulada De qui s’agit-il?, que vi por primera vez en París en julio de 2003 y otras dos veces en Barcelona en noviembre de 2003, contiene una foto notable por estar casi toda ella fuera de foco (fig. 12).
Sólo el pavimento de la calle, en la parte inferior y más cercana a la cámara, está bien enfocado. Entre mis libros de fotografía hay uno, de Andreas Feininger, en el que el célebre fotógrafo afirma que una buena foto tiene que estar perfectamente enfocada (sharp, dice). ¿En qué queda este precepto de Feininger ante la gloriosa foto desenfocada de Cartier-Bresson?

Ya Duncan me había instado a incluir en mi exposición una foto que a mí me parecía mala por no estar perfectamente enfocada, por estar demasiado contrastada y por tener el grano demasiado grueso (fig. 13).

–Sí, sí, pero lo que la foto muestra tiene un gran valor humano –adujo David.

El valor humano no me parecía entonces una calidad necesaria para considerar buena una foto. No obstante le hice caso e incluí la foto en mi exposición. Hice bien. Además de su valor humano, mi foto está bien compuesta. Lo que aprendí, a partir de esa foto desenfocada de Cartier-Bresson, es que el contenido humano prima sobre los contenidos formales.

Valor humano y composición. Elementos no digitalizables. Todo en una fracción de segundo.

 

LA MEDIA LECCIÓN

El 2 de agosto de 2004 murió Henri Cartier-Bresson (fig. 14). Nunca se termina de aprender, pero este retrato de él que escaneo de la primera página de El País es, para mí, su última (media) lección. ¿Qué es lo interesante de esta instantánea? Que Cartier-Bresson mira por el visor de su Leica con el ojo izquierdo y sitúa el disparador abajo. La mayor parte de los fotógrafos que usan Leica, para tomar una foto vertical –que es lo que Cartier-Bresson está haciendo en este caso– miran en general con el ojo derecho, situando el disparador de la cámara arriba. Dado que la Leica tiene el visor del lado izquierdo, a quien no sea capaz o le resulte incómodo usar el ojo izquierdo puede parecerle mejor utilizar el ojo derecho, pero poniendo la cámara con el disparador arriba (no abajo, como Cartier-Bresson en la foto de El País). Es lo que, por ejemplo, hace esta señora tal como aparece en la página 85 del manual de instrucciones del último modelo analógico de Leica, mi M7 (fig. 15). Tan habitual es ese gesto que muchos lo hacemos convencidos de que así hay que hacer. Cartier-Bresson usaba el ojo que le convenía, es decir:

es el encuadre lo que le dicta el gesto,
no el gesto lo que le dicta el encuadre.

Y esto lo demuestran las siguientes dos fotos. La primera, de René Burri, muestra a Cartier-Bresson (junto a Mme. Burri) fotografiando con la cámara vertical y el disparador abajo, como en la foto de El País… ¡pero aquí enfoca con el ojo derecho! (Fig. 16).

La segunda, de Sam Tata, muestra a Cartier-Bresson fotografiando (en China, en 1949), siempre con el ojo derecho pero… ¡con el disparador arriba! (Fig. 17).

Y a propósito de la muerte de Cartier-Bresson, ¡cuántos despropósitos! Una señora, al parecer profesional, dice haber acompañado a fotografiar a Cartier-Bresson y haber notado cómo éste tenía el pulgar derecho hipertrofiado, fruto, dice, de haber disparado tantas fotos. (Salvo excepciones, señora, las fotos se disparan con el índice, no con el pulgar.)

Y luego están quienes insisten en que Cartier-Bresson fotografió toda su vida exclusivamente con un objetivo de 50 mm. El detalle de una foto que por sorpresa le tomó David Douglas Duncan lo muestra con un objetivo de 40 mm (fig. 18):

 

LA GRAMÁTICA DE LA IMAGEN: EISENSTEIN
 

En los últimos párrafos de El sentido del cine, Serguéi Eisenstein aclara algo que, en mi opinión, es fundamental: nadie, salvo un loco, intentaría realizar una obra a partir de un sistema teórico. Ningún escritor ha creado una novela a partir de la gramática, ni un músico una pieza a partir de la teoría musical, ni un pintor un cuadro a partir de las reglas de la perspectiva. El creador, si es válido, lleva la teoría incorporada en sí de manera inconsciente, y la utiliza conscientemente al final para «corregir el tiro». La teoría en la creación es un código a posteriori, como la moral en la vida diaria: en los momentos cruciales de la vida el individuo actúa sin cálculo; vienen luego Marx y Freud y miden el resultado, formulan leyes, reglas, y construyen una «estética» del comportamiento. En la obra de creación pasa exactamente lo mismo. Sólo de esa manera se comprende cómo, en la fotografía, Cartier-Bresson fue siempre capaz de combinar, en un 125° de segundo y en la misma foto, dos o tres proporciones áureas y un contenido moral.
 

CODA

Una última palabra, para meditar: todos los fotógrafos, si quieren, pueden fotografiar gente. Son pocos los que quieren y pueden fotografiar personas.

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Ficha técnica

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