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Sayers & Sanxay

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Sayers versus Sanxay, o el policíaco frente al thriller. Antes de que la «novela negra», que hoy es una auténtica oveja ­negra, ocupara masivamente el campo de la intriga criminal, los lectores del género que se conoció como «crimen y misterio» bebíamos de las dos primeras fuentes –policíaco, thriller– en estado de felicidad. Si hemos de ser justos, el poli­cíaco fue el origen, traído de manos tan ilustres como las de Edgar Allan Poe (el verdadero creador de la narrativa moderna) y su criatura admirable y primer modelo de detective, Auguste Dupin, o las de Wilkie Collins, cuya novela La piedra lunar,mezcla arrebatadora de novela victoriana, folletín y novela po­li­cía­ca, constituye el arranque decisivo del género. La novela policíaca es, ante todo y sobre todo, un problema y un juego; un problema de lógica, inicialmente, que derivó enseguida hacia el juego porque la lógica es demasiado ardua y seca, y el juego mucho más divertido. El asunto es bien sencillo: planteemos un enigma y tratemos de resolverlo. La estirpe lógica –conocida tradicionalmente como «novela-problema»– es tan reglamentaria que obliga al lector a estudiar la novela como un verdadero problema; la propuesta del juego, en cambio, viene a decirle: «Usted puede ser el detective», lo que es más desenfadado y atractivo. Richard Austin Freeman sería un representante del primer modo y Ellery Queen del segundo. Todo relato policial se desarrolla en torno a uno o varios crímenes y el autor ha de demostrar su habilidad no sólo tejiendo una historia intrigante y compleja sino, además, escribiéndola de tal modo que conceda al lector las mismas probabilidades de descubrir al asesino que tiene el detective. No faltará un toque de humor –es muy británica esta modalidad– y tampoco un detective que entabla un duelo de inteligencias con el criminal. Generalmente, los detectives suelen ser unos diletantes con fortuna personal o tarifas muy altas que les permiten dedicar todo su tiempo a desvelar el enigma. O policías que son la respetabilidad y la dedicación misma, no como los actuales, unos cenizos descreídos.

El thriller es otra cosa. Lo policíaco suele moverse entre la clase burguesa, acomodada e incluso aristocrática; el thriller, en cambio, es más bien territorio de la clase media. Pero, sobre todo, el thriller debe, en buena parte, su consagración a una modalidad llamada «suspense», cuyo maestro es el estupendo Cornell Woolrich, también conocido como William Irish. Él dio un giro decisivo a esta clase de narraciones cuando situó el punto de vista no en un narrador omnisciente –el detective o un amigo del detective– sino en la víctima e, incluso, en el asesino (aunque esto último obliga a desvelar su identidad desde el inicio, regla que se salta Agatha Christie en su lamentable y tramposo Asesinato de Rogelio Akroyd). Naturalmente, al adoptar tal punto de vista, el espacio narrativo y mental cambia completamente y el autor busca de manera deliberada la compasión o la simpatía del lector para con la víctima, lo que lo implica al punto de vivir la situación con la misma ansiedad que ella. Esta apelación a las emociones anula el efecto juego, aunque no la intriga; se trata, pues, de dos caminos, el segundo de los cuales posee, naturalmente, mayor intensidad dramática que el primero.

Dos libros de excelente factura, recientemente reaparecidos, son muestras impecables de ambas tendencias: Un cadáver para Harriet Vane (Have his carcase) de Dorothy L. Sayers y Nido de arañas (Net of Cobwebs) de Elizabeth Sanxay Holding. Estructura, clima y ritmo son los tres elementos que caracterizan el desarrollo específico de cada modalidad. Dorothy Sayers, quizá la mejor autora del género de crimen y misterio que ha habido, marca su territorio desde el inicio, con un comienzo perfecto que, inmediatamente, señala el tono: Harriet Vane, joven autora de novelas policíacas, paseando por una playa solitaria, encuentra el cadáver de un hombre degollado sobre una roca que en un par de horas cubrirá el mar. Está lejos de cualquier población, así que decide tomar nota de todos los detalles antes de que la marea se lleve el cadáver. Indecisa, se pregunta qué haría el detective de sus novelas en una situación semejante. El fino toque irónico que se desprende de la escena será el que marque el tono de la novela. Tanto la señorita Vane como el detective de Sayers, Lord Peter Wimsey, culto, refinado, ena­mo­ra­do de la escritora, que le rechaza sistemáticamente, emprenden la investigación con verdadero espíritu deportivo mientras se juega con una relación especular entre escritoras de misterio (la autora y su personaje); a su vez, el juego especular se dobla con la presencia de Lord Wimsey –detective de ficción de la escritora real– y las referencias al detective de ficción de la escritora de ficción (Vane). Este ingenioso efecto es el que actúa como color de fondo de la historia.

En cuanto a la estructura, consiste en una sucesión de las declaraciones o testimonios de personajes secundarios, testigos directos o indirectos, que de­sen­vuel­ven la trama como una alargada alfombra al paso del lector. Naturalmente, la situación va complicándose cada vez más hasta hacer que lo improbable prevalezca sobre toda mínima certeza y nuestros dos protagonistas quedan atados de pies y manos por el enigma. Este movimiento constante para hallar una hipótesis probable que los acontecimientos o la reflexión se encargan de desmentir es el que constituye el ritmo del relato. La viveza y el humor van otorgándoselos, además de la relación entre Vane y Wimsey, el resto de secundarios, todos ellos actores activos o pasivos del drama, muy bien caracterizados, pero sin la menor intención de profundizar en ellos, pues son, deliberadamente, personajes-tipo en una comedia ciertamente entretenida. Ese tono, apoyado en la ironía y en la riada de secundarios que salen a representar su papel, saludan y hacen mutis en el momento conveniente, consigue finalmente salir tanto del tópico como del costumbrismo y entrar en un terreno casi de alta comedia, donde poco a poco los sospechosos van reduciéndose –como es habitual en Sayers–, hasta el punto de intuirse quién puede ser el asesino, pero a falta de lo más emocionante: el cómo y el porqué.
Pues bien, lo que Dorothy Sayers propone es usar la deducción (de sus personajes y del lector) para jugar el juego y desenredar la madeja, teniendo buen cuidado de contar de un modo que el lector disponga de posibilidades de ganar. Así, el propio juego actúa de distanciador sobre el contenido del relato. No hay frivolidad, pero tampoco hay horror o una dimensión dramática demasiado acusada. El equilibrio entre todo ello es la marca de la casa.

El thriller, en cambio, se obliga a dramatizar, a cargar las tintas por este lado. Ya no estamos en un juego, sino en una dura representación de la realidad. Elizabeth Sanxay es una admirable creadora de atmósferas opresivas. Sus personajes tienden a ser gente de tipo medio, no hay detective brillante, no hay refinamientos ni humor, tampoco un asesino ingenioso o diabólicamente inteligente y astuto; en realidad, el protagonista es alguien de la burguesía media o baja que, en un momento dado de su existencia, por alguna razón perfectamente comprensible, se encuentra ante una situación decisiva pero azarosa y toma el camino equivocado. Toda la novela, entonces, será una pesarosa comprobación de su error y de la imposibilidad de encontrar una salida: está hasta el cuello, como se dice vulgarmente. No hay, pues, juego: hay angustia; no hay comedia, hay drama. Y, sin embargo, tanto Sayers como Sanxay viven del crimen.

Malcolm Drake es un joven que ha vivido una experiencia extrema en el mar, lo que lo ha dejado traumatizado, convertido en una persona indecisa que reclama protección. Vive acogido en casa de su hermano hasta que se reponga. La familia recibe la visita periódica de una tía autoritaria y narcisista que impone su presencia y sus decisiones. Todos están hartos de ella y una noche, por casualidad (el azar que atrapa a la víctima es fundamental en un thriller), Malcolm le sirve una copa de whisky a ella, que no bebe nunca, y acto seguido muere de un infarto. El engreído e intolerante médico de la familia –una formidable figura amenazante, uno de los logros de la novela– acusa a Malcolm de haberle servido una cantidad exorbitante de alcohol. A partir de este momento, todas las sospechas caen sobre él, sobre todo a partir de descubrirse algo completamente inesperado: que la tía Evie le deja la mayor parte de su fortuna como señal de confianza en su rehabilitación. La situación se tensa aún más cuando se descubre un chantaje a la familia de alguien que dice haber visto a Malcolm verter esa cantidad de alcohol en la copa, chantaje al que siguen otros dos asesinatos, que envuelven aún más a Malcolm en la sospecha.

La novela contiene, por un lado, el retrato psicológico de un ser débil que amenaza quebrarse ante la adversidad. Es un relato formidable porque está contado al paso, según lo vive el pobre Malcolm, de manera que la intensidad dramática invade por completo los recovecos del personaje, el cual se encuentra, así, siempre en el punto de equilibrio entre la tentación de la huida (rendirse, dejarse caer) y un último espíritu de lucha, el instinto de supervivencia aún no abatido.

Del otro lado, es la representación de la tela de araña, una trampa de la que, al intentar liberarse, el insecto se enreda cada vez más, de modo que, cuando libera una parte de su cuerpo, los movimientos espasmódicos que se ve obligado a hacer lo atrapan en otro de los hilos de la tela. Esta estructura de tela de araña es, pues, bien distinta de la de la novela de Sayers, y allí donde Sayers se vale del tono relajado de comedia –la intriga es más intelectual, menos precipitada– para desarrollar su historia, Sanxay se vale de un ritmo cada vez más trepidante, casi frenético, para establecer la imagen concordante del protagonista enredándose en la tela que la araña ha tejido y en la que le ha hecho caer.

He dicho frenético y con ello no me refiero a la acción –que, en el fondo, es tan dinámica como la de la novela de Sayers–, sino a la tensión que ha de soportar el personaje a medida que el destino se cierra sobre él. La lucha de Malcolm es la de quien pelea por su vida, mientras que la de la pareja Wimsey-Vane es por ganar un juego cuya recompensa es la satisfacción de atrapar al culpable. En ambos casos se trata de resolver un asunto criminal, pero la necesidad y la motivación son bien distintas. El lector de Sayers se dirige al final sin dudar ni por un instante de que la pareja salvará la situación, pero el lector de Sanxay está durante toda la novela dudando si el protagonista es víctima de un complot o si realmente ha matado bajo la sombra del trauma y ahora no recuerda lo que hizo en realidad; es decir: es sospechoso hasta para el lector.
Hay un cambio de visión del mundo entre ambas novelas; la de Sayers parece responder más a ese tiempo de entreguerras europeo, el espacio de ceguera histórica y relajación vital que medió entre dos desastres que acabaron con la vieja Europa; la de Sanxay, menos complaciente, mucho más dura, revela al país, Estados Unidos, que despertó bajo los efectos de la Gran Depresión. Detrás de ella vendrá lo que se llamó novela negra, género que funda Dashiell Hammett con una insuperable obra maestra, Cosecha roja, y que va convirtiéndose en un subproducto vencido por su propio éxito y la tendencia al facilismo que hoy impera. El thriller será la base del clima de todo cine negro americano y lo que hace Hammett es sacarlo a las calles, de ahí la dimensión de crítica social que alcanza. Para entonces, el género policíaco de la novela-juego ha ido debilitándose; comienza en Inglaterra el reinado de la novela criminal más psicológica (Innes, Blake, Highsmith…) que, sin embargo, es deudora de Sayers, y el thriller puro, el de una atmósfera cerrada en un círculo reducido que, como decía, irá poco a poco dando paso también a la denuncia social y, por último, a lo que podríamos llamar el género psicopático, última y más penosa decadencia de una época de esplendor y creación. Por eso la rea­pa­ri­ción de Sayers y Sanxay es como una vuelta a los orígenes, a la limpieza narrativa, a uno de los puntos más altos que ha alcanzado la intriga. Quizá vuelven con la intención de poner un poco de orden, de ayudar a separar el grano de la paja en la ingente producción de nuestros días. Como Simenon en Europa, el padre de casi todas las historias que hoy se cuecen en la novela negra europea. En cualquier caso, son muy necesarias; ellas dos, y Hammett y Simenon, y otros como ellas y ellos, la vieja guardia, porque el contraste siempre ha sido el mejor modo de despertar la exigencia y la inteligencia.

 
Dorothy L. Sayers, Un cadáver para Harriet Vane, trad. de Flora Casas, Barcelona, Lumen.
Elizabeth Sanxay Holding, Nido de arañas, trad. de Matuca Fernández de Villavicencio, Barcelona, Lumen.

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Ficha técnica

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