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El coleccionista de asombros: diálogo con Francisco Javier Irazoki

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I

Siempre he sentido curiosidad por la vida que se esconde detrás de una obra. No me interesan los chismes, pero sí esa constelación oculta que sostiene una visión del mundo. Las palabras de un poeta son el reflejo de una manera de mirar, escuchar, palpar y respirar. Los libros de Francisco Javier Irazoki siempre me han parecido espacios acogedores, casas que franquean todas sus puertas y te ofrecen un lugar junto al fuego. Cada poema parece una estancia luminosa con las ventanas abiertas sobre un pequeño huerto. Lugares hechos a la medida del hombre, recintos concebidos para el encuentro. El cineasta Oskar Alegria ha condensado el universo de Irazoki en un bello cortometraje de ocho minutos. Es asombroso todo lo que se puede decir y mostrar en tan poco tiempo. La primera imagen parece banal: un reproductor de cedés con una pantalla donde parpadean los minutos y los segundos. No es un plano gratuito. Un buen cineasta no deja cabos sueltos. La imagen nos enseña que el tiempo fluye sin cesar. Todos los poetas reflexionan sobre el tiempo. Algunos con angustia y fatalismo, como Luis Cernuda; otros con la convicción de que la eternidad –«una casa encendida»- recogerá todas las migajas, salvándolas de la dispersión, como proclama Luis Rosales mientras contempla una pequeña cascada en el Parque del Oeste. La poesía de Irazoki excluye ambas posibilidades. El tiempo no es un tránsito doloroso, sino un suave movimiento hacia la plenitud de cada día. La vida no es pérdida, sino hallazgo. Su precariedad no le resta un ápice de belleza.

Los segundos corren en la pantalla del reproductor, mientras  escuchamos a Roika Troaré, la cantante, compositora y guitarrista maliense. Su música desprende serenidad y una delicada sensualidad. No hablo de erotismo, sino del placer que nos deparan los sentidos en su interminable diálogo con la realidad. «Realidad» es quizás la palabra que mejor define la poesía de Irazoki. Ajeno a cualquier forma de espiritualidad que presuma la existencia de otra realidad, nunca se cansa de celebrar las formas y sonidos que salen a su paso, sin lamentar su fragilidad. Al igual que su buen amigo Fernando Aramburu, Irazoki no sueña con la eternidad. Piensa que es suficiente «un paseo por la vida», como leemos en Autorretrato sin mí, un bello libro de prosa poética del autor de Patria.

Irazoki, por Oskar Alegria.

Oskar Alegria continúa su viaje por el mundo de Irazoki, seleccionando objetos y perspectivas que nos ayuden a conocer y comprender el mundo del poeta. La siguiente imagen es un sombrero negro de ala corta sobre un arcón con relieve. Después, un gato negro con manchas blancas y marrones, ovillándose sobre un sofá, y un frutero de cerámica lleno de manzanas que oscilan entre el verde, el amarillo y el rojo. Una sinfonía de colores que evoca la voluptuosidad de la música barroca. ¿Se puede conocer a un hombre mediante unos pocos objetos? Alegría nos ha dejado nada al azar. Sabe que cada imagen es la pieza de un puzle cuyo dibujo final es el rostro de un poeta. El sombrero negro nos trae a la imaginación al flâneur que deambula por los pasajes donde Walter Benjamin buscó «materiales de derribo», intentando comprender los misterios de una sociedad en perpetuo devenir. El gato podría interpretarse como un enigma o como un homenaje a Poe o a Lord Byron, pero en este caso solo significa ternura. Se me viene a la cabeza una fotografía del poeta cuando era joven, con un gato entre los brazos, lo cual acredita coherencia existencial, fidelidad en los afectos. Al igual que Miguel Delibes, Irazoki es «un hombre de fidelidades». Siempre he pensado que el gato y no el cisne es el animal poético por excelencia. No por misterioso, sino por paciente y observador. Los poetas cazan instantes con la perseverancia de un gato que escruta el exterior desde una ventana.

Se suelen asociar las manzanas al pecado original, olvidando que el Génesis habla de la fruta del árbol de la ciencia, sin especificar nada más. Las interpretaciones siempre son subjetivas y arbitrarias. Por eso me permitiré decir que las manzanas me han hecho pensar en Los alimentos terrenales, de André Gide. Irazoki no reivindica la moral pagana, pero sí celebra la finitud. Frente al humo de los trasmundos, el tacto de la realidad, el júbilo de lo material y precario, la dicha de lo efímero e irrepetible. Con un sombrero, un gato y unas manzanas, Oskar Alegria ha construido un vestíbulo que derrama una poderosa luz sobre un vasto paisaje interior. Es inevitable pensar en la pintura flamenca del XV y el XVI, con esos interiores luminosos donde los objetos, minuciosamente recreados, están impregnados de alma, de sentimiento. Alegria confirma con su cámara que la poesía de Irazoki es una casa con las puertas abiertas, no un espacio opaco y plagado de oscuros secretos. Estricta transparencia, pero en ningún caso exhibicionismo. Sinceridad, no pornografía.

La mano del poeta irrumpe suavemente por un lateral, coge una manzana y la examina con delicadeza. La obertura ha concluido. Lo que viene después no es una evocación nostálgica, sino un ahora (orain), vida que se complace en el presente, sin pretender romper las costuras del tiempo. No hay nada más allá porque el más acá es creatividad sin fin, exuberancia sin medida. Irazoki nos cuenta su rutina, hilando los momentos con la música de sus compositores favoritos. Mientras descorteza una manzana con la peripecia de un artesano enamorado de su trabajo, su gato le observa y acerca su hocico a la fruta. No parece hambriento, sino lleno de curiosidad. El gato es un animal metafísico. Necesita comprenderlo todo. Su perplejidad nunca se da por satisfecha. La cámara difumina sus rasgos, quizás para mostrar la niebla que separa al ser humano del resto de los animales. Pienso en los ojos de «Sirio», el perro de Vicente Aleixandre, con su mirada profunda y salvífica, capaz de concentrar el infinito en un parpadeo. Irazoki extrae un cedé de  Roika Troaré, lo coloca en el reproductor y deposita la carátula junto a otro cedé: «Adieu, mes amours», de Josquin Desprez. Música africana con influencia del pop, el jazz y el rock, confrontada con música renacentista. Un festival de culturas, mestizaje desinhibido, una protesta contra la uniformidad. Troaré y Desprez se encuentran en el propósito de tocar el corazón del otro, pero sin perturbarlo. Sus creaciones no son fuego, sino brisa. O tal vez una caricia.

Irazoki, por Oskar Alegria.

Irazoki nos cuenta que le gusta empezar el día con música africana. Troaré pertenece a la aristocracia de Malí, estudió en Europa y, al regresar a su país, utilizó los instrumentos más humildes para componer. Busco información sobre Troaré y descubro que a la nobleza maliense se le prohíbe dedicarse a la música. Imagino que la cantante y compositora alberga una saludable rebeldía. Mientras la cámara filma a Irazoki hojeando el periódico, su voz nos dice: «Escuchando esa música, yo siento que debo echarme a vivir». Oskar Alegria nos muestra el rostro del poeta de perfil, casi como si estuviera acuñado en una moneda. Después, recurre al primer plano y se detiene en las manos. La cámara está esculpiendo una vida o quizás desprendiendo la corteza para acceder a una intimidad amable, nada tormentosa. La voz de Irazoki suena como una viola: un timbre con un tinte dulcemente opaco. Un puente entre el alborozo del violín y la gravedad del violonchelo.

Mientras el gato se asoma a la venta y su imagen se duplica en el cristal, escuchamos a Irazoki explicando su poética: «Yo soy un pequeño coleccionista de asombros. Desde niño, he descubierto en los objetos aparentemente más humildes todo un universo. Basta un guijarro para emborracharme. Pienso que me sobran motivos para ser humilde, pero siempre procuro –quizás con fracasos- ser un atleta de la mirada». Irazoki está enamorado de lo pequeño e insignificante: un guijarro, una nota, una fruta. No quiere ser el cantor de lo grande y heroico, como Kipling, sino de lo humilde. Parece sencillo, pero ese propósito exige ser «una atleta de la mirada» y tener los ojos muy abiertos, como una lechuza. Recuerdo el autorretrato del poeta en Los hombres intermitentes: «Lo mejor de mi cara es la lechuza. Vive impasible, subida a unas zarzas blancas». Sin embargo, Irazoki no espera a la noche para levantar el vuelo, como la lechuza de Hegel. Después de pasar los primeros momentos del día con Roika Troaré, se echa a la calle. La cámara filma los charcos donde se mira la ciudad, escrutando sus múltiples faces. París es inconcebible sin la lluvia. Es la ciudad del spleen, pero en la melancolía de Irazoki no se aprecia esa bilis negra que se columpia en los versos de Baudelaire. París es una «ciudad transparente, pero inagotable», comenta el poeta, que la compara con Bach, su compositor preferido. Mientras suena el inicio de la Pasión según san Mateo, nos dice que París y Bach se parecen en su capacidad de adaptarse a los cambios de ánimo. París no tiene una sola cara. «Dentro de la misma ciudad, hay ciudades diferentes», una escala muy dilatada que abarca desde el paraíso hasta el infierno.

Irazoki baja al metro y se empieza a escuchar el saxo de John Coltrane. Oímos A Love Supreme, una suite en la onda del free jazz y el jazz modal. Innovación desbocada hasta rozar el caos ininteligible. Irazoki nos dice que «el saxo de Coltrane grita de una manera totalmente humana y con todos los desgarros posibles». El viaje por el metro es un descenso a la ciudad de los arrabales, a esa multitud insatisfecha que se desplaza de la periferia al centro, huyendo de la exclusión. La cámara de Oskar Alegria es un Virgilio amable y sereno. Mientras el rostro y las manos de Irazoki circulan por esa otra realidad totalmente palpable, las estaciones corren por el cristal del vagón, transmitiendo sensación de pérdida y desasosiego, pero en Irazoki la dicha persiste, como una nota que vibra con insistencia. El saxo de Coltrane es el cronista de un mundo roto, pero que sueña con un amanecer distinto. Irazoki sale al exterior, pero no abandona el mundo del jazz. Se acerca a una exposición dedicada a Miles Davis. El jazz ya no aparece asociado a lo subterráneo y marginal, sino a la calma reservado a los espacios donde se reconoce el valor de una obra. Escuchamos «All blues», un tema de Kind of the blue.  Mientras observa una fotografía de Miles Davis, Irazoki nos explica sus preferencias musicales: «Los músicos que más me interesan son los militantes de la duda. Los que rechazan las convenciones artísticas, los que no reconocen otro amo que la libertad y dejan su talento cerca de un precipicio». Miles Davis pertenece a esa categoría: «El tiempo le agotó el cuerpo, pero no la curiosidad. Se pasó toda la vida experimentando, buscando nuevas fórmulas. Baudelaire dijo que hay que ser sublime sin interrupción. Davis fue un buscador sin interrupción».

Irazoki, por Oskar Alegria.

Ya de noche, Irazoki entra en una cafetería, se sienta solo y observa a la gente de «una manera benévola». No es un voyeur, sino un testigo de la diversidad humana. Se despide del día escuchando la música de Josquin Desprez, «positiva, hermosísima, con todas las posibilidades de belleza que hay entre los compases».  Desprez le proporciona paz, serenidad. Curiosamente, Irazoki, que detesta los sistemas totalitarios, escoge una frase de Mao para expresar su actitud existencial: «Solo soy un pobre monje que recorre el mundo bajo un paraguas agujereado». El cortometraje finaliza con una calle de París: suelo empedrado y farolas propagando una luz dorada. Oskar Alegria no se ha limitado a filmar imágenes. Ha entrado en el interior de un poeta y nos ha conducido por sus galerías más íntimas, revelándonos las claves de su inspiración. Su cámara se demora en los objetos: una radio, un micrófono, un espejo retrovisor. No se conforma con recorrer sus perfiles. Consigue que hablen, como si fueran seres vivos. Ocho minutos de belleza que orbitan alrededor de un poeta que mira al mundo con ternura. Tras el cortometraje de Alegria, he descubierto algo que hasta ahora me había pasado desapercibido. La poesía de Irazoki es indisociable de la música. Cada frase es un prodigio de armonía. Las palabras son notas de una suite sin un ápice de amargura. Un canto a la vida. Siempre que he terminado un libro de Irazoki, he sonreído con la misma satisfacción que se experimenta tras examinar un día particularmente afortunado y pensar que no nos importaría que se repitiera una y otra vez.

II

Nos separan muchos kilómetros, pero Irazoki y yo hemos mantenido durante los últimos años una relación de amistad que hasta ahora no ha incluido el encuentro físico, pero sus palabras, siempre afectuosas e invariablemente certeras, han creado un atmósfera de cercanía, comprensión y simpatía que ha borrado cualquier distancia. Desde su casa de París, Irazoki teje una telaraña que reúne a escritores, amigos y lectores, donde cada hilo, lejos de ser un lazo opresivo, constituye un camino directo al corazón. Hace unos días le envié unas preguntas y me contestó sin defraudar mis expectativas de obtener respuestas sinceras y clarificadoras. Algunas son pequeños universos saturados de inteligencia. Otras parecen aforismos que celebran la vida y el arte. Escuchemos sus reflexiones, mucho más valiosas que mis torpes preguntas.

 –No es fácil encontrar poetas optimistas. ¿Cómo has llegado a esa perspectiva? ¿Alguna vez te has sentido tentado por el pesimismo? No te complaces en lo trágico, pero señalas que Billie Holiday le puso voz al dolor.
No me considero optimista, sino agradecido. Como todas las personas, he conocido la angustia aguda y he intentado huir de su cárcel. Participar con placer en los campeonatos de dolor no me parece una forma de sabiduría. He llegado a la gratitud por un grado elemental de delicadeza. Fíjate en Billie Holiday. Su herida canta y suena una biografía de penurias, malos tratos, prostitución, adicciones. Billie combina sus desgracias para ofrecernos belleza. Otro ejemplo: en mi vivienda parisina existe una mesa que es una enseñanza. La fabricó un pariente cercano. Se suicidó la esposa de veinticinco años de este familiar y él, para combatir su dolor, necesitó construir un objeto. Un objeto que reconstruyera la vida rota de su fabricante. Diariamente me siento ante un mueble que me guía.

Me conmueve la historia de la mesa, pues yo perdí a mi hermano mayor por culpa de una depresión que lo condujo al suicidio. Lejos de rodearme de sus objetos, ni siquiera he sido capaz de poner una de sus fotografías en una repisa o colgada de la pared. Quizás no he trabajado el dolor con la paciencia del artesano siempre consciente de la necesidad de esperar largo tiempo para obtener los frutos de su esfuerzo.

–Escribes con un estilo transparente, rehuyendo el hermetismo. ¿Por qué has escogido ese registro? En la poesía, ¿la oscuridad es un defecto u otra forma de decir las cosas?
La escritura opaca no me satisface. Prefiero esta nitidez: mi deseo de transparencia expresiva no va a disminuir los misterios. Opino que Ortega y Gasset acertó al decir que la claridad es la cortesía del filósofo.

–En los últimos años, has escogido la prosa poética como forma de expresión. ¿Por qué abandonaste el verso?
Abandoné el verso para continuar siendo poeta. Me vi encorsetado en el ritmo de la línea breve. Al escribir el primer poema en prosa, noté una liberación. Ahora compongo mi décimo libro, Música incinerada, y en él empleo la prosa y el verso. Parece una despedida en la que quizá colabore un saxofonista excepcional: Josetxo Silguero Gorriti.

–En El contador de gotas, homenajeas a Blas de Otero y Emily Dickinson. ¿Qué representan para ti?
Blas de Otero fue mi primer maestro literario. Leí Ángel fieramente humano y Redoble de conciencia sabiendo que allí se expresaba algo verdadero. Sigo fiel a aquellas páginas. A mi juicio, la militancia partidista de Otero estropeó buena parte de sus libros siguientes. El poema no sobrevive en consignas y propagandas. Muchos años más tarde, me interesaron los versos de una hermana distante: Emiliy Dickinson. Anoté mi primera impresión: «Nuestro carácter opuesto aumenta la lejanía geográfica y temporal, pero un hilo rojo nos une».

–Siempre has alzado la voz contra el terrorismo de ETA. ¿Crees que se puede hablar de la derrota moral de la banda terrorista? ¿Qué relación mantienes con el País Vasco? En lo humano, en lo sentimental, en lo ético. ¿Piensas que se avanza hacia una convivencia libre de fanatismos?
Voy al País Vasco y me comunico con quienes se dejan abrazar. La convivencia liberada de fanatismos debe pasar por la autocrítica y la solidaridad con las víctimas del terrorismo. No valen las trampas del olvido o el desdén. La simulación de amnesia no disuelve las culpas. Si no se reconoce el daño hecho, las generaciones futuras van a vivir en una tierra fértil donde la ética ha sido derrotada.

Me estremece pensar en esa perspectiva. La derrota de la ética es un fracaso colosal. No importa donde se produzca. Siempre deja una herida que afecta a la totalidad del género humano. El triunfo de la violencia propaga una amarga sensación de desesperanza. Si el bien queda rezagado o pisoteado, el mal adquiere un lamentable prestigio, disfrazado de épica y sacrificio.

–En tu poesía hay una profunda preocupación por lo humano. En varias ocasiones has mencionado que contemplas a los otros con una mirada benevolente. Fernando Aramburu despojó a tu apellido de las dos primeras sílabas, argumentando que eras un hombre sin ira. ¿Nunca has experimentado ofuscación, rabia? Criticas a ETA con firmeza, pero sin odio. ¿Cuál es el secreto de esa templanza?
Créeme, Rafael: soy una versión fallida de mi padre. Yo observaba a aquel hombre grande de estatura física y comportamiento. Nunca le oí hablar en contra de alguien. En una ocasión, fui testigo de su entereza silenciosa frente a unos vecinos que lo hirieron gravemente con frases injustas. Luego, en casa, continuó con la misma serenidad. La rectitud y el humor fino eran sus escudos. Mi padre ignoraba los sonetos de Shakespeare, pero conocía la poesía mucho mejor que yo, que he experimentado la ofuscación y la rabia. Él era una persona poética. ¿La templanza, la bondad? Sigo pensando que no son regalos de la Naturaleza, sino conquistas intelectuales. Ningún mensaje externo consigue hincarte esas elecciones decididas a solas.

Me anima pensar que la bondad y la templanza son conquistas intelectuales, pues eso indica que el ser humano no está sujeto a una fatalidad irreversible. Siempre es posible aprender, echar marcha atrás, rectificar. El ejemplo de una «persona poética» es un inmejorable regalo. Pienso en Javier Gomá, en su llamada a la ejemplaridad para construir una realidad más habitable, más humana. Creo que Irazoki no es solo un poeta, sino un luminoso ejemplo, una «persona poética».

Irazoki, por Oskar Alegria.

–Tu poesía a veces me recuerda a la pintura flamenca del XV y XVI. Pareces enamorado de lo cotidiano y aparentemente irrelevante. ¿Qué encuentras en las cosas pequeñas?
Tantos matices como en las grandes. Muchas veces nuestra mirada es pequeña, irrelevante. He sido instruido por seres respetuosos. Conviví con un amigo, Iñigo Irigoyen, que sin decirme nada trataba de manera exquisita los objetos cotidianos. A su lado aprendí a mirar mejor.

–Has citado a menudo una frase de Albert Camus: «El sol que reinó sobre mi infancia me privó de todo resentimiento». Evocas tu niñez con nostalgia, exaltando el legado moral de unos padres campesinos, pero al mismo tiempo destacas la lección de tolerancia que ha significado vivir en París. ¿Ha sido difícil armonizar lo rural y lo urbano? A veces parecen mundos opuestos.
Son dos mundos complementarios en mi biografía. Conservo vivos los paisajes y vivencias de mi niñez rural en Lesaka. Me nutren. Por otro lado, ya he cumplido veintisiete años de residencia en París y continúo fascinado por la calidad de la urbe y de sus habitantes. Sin imaginar mi futuro, una década antes de coincidir con mi esposa parisina, vine a la ciudad en compañía de mi amigo Esteban Ubiría. Este es mi lugar, me dije, y enseguida aparté el sueño. El azar convirtió en regalo mi encuentro con una joven francesa, Barbara Loyer, que escribía en el País Vasco su tesis doctoral de Geopolítica. París, con su belleza y su cultura variada, me ha enriquecido. Y, sí, el vecindario me enseña tolerancia. Al menos por ahora, aquí fracasan el racismo, la demagogia, los gritos.  

–Hablas de una ética personal como gesto de resistencia contra la presión de la tribu. He leído que de joven admirabas a Enrico Berlinguer. ¿Te consideras una persona de izquierdas? O, ¿piensas que hablar de izquierdas y derechas es un anacronismo? En tu poesía se aprecia el eco de los valores laicos y republicanos.
Los desengaños juveniles me abrieron los ojos. Percibí que a menudo las ideologías son sólo atuendos sociales, peticiones de socorro y deseos de ser atractivo. Desde entonces, tengo mi compromiso con una opción política muy clara. Su nombre es un poco largo: rechazo todos los grados de la crueldad. Ramón Eder lo resume en un aforismo: «Sin compasión no hay cordura». Tú, profesor de Filosofía, lo sabes muy bien: Kant explica que el hombre ético lleva dentro un tribunal. Las viejas filas políticas, cubiertas de rencores, me cansan. Descreo de los grupos y simpatizo con ciertos individuos. Recuerdo a quienes en plena Guerra Civil española defendieron las libertades con su coherencia humanista: Manuel Chaves Nogales, Juan Ramón Jiménez, Luis Cernuda, Julián Besteiro. En nuestros días, admiro a Maite Pagazaurtundúa.

Me agrada descubrir que Irazoki y yo coincidimos en nuestras admiraciones. Yo añadiría a Melchor Rodríguez, el «ángel rojo». Menciono esto con vergüenza, pues durante dos años de ofuscación suscribí el mito de la revolución socialista, pensando que traería el paraíso a la tierra. Siempre recordaré esa etapa como una inmersión en el lodo. Me pesa como un pecado que disminuyó mi humanidad. 

–En La nota rota hablas de tus músicos preferidos, apuntando que todos tienen en común su amor a la libertad y su obsesión por el trabajo. Citas a Bach como tu compositor predilecto e inmediatamente después sitúas a Josquin Desprez. ¿Cuáles son las diferencias entre la música y la poesía? ¿Son lenguajes similares? ¿Por qué Bach y Desprez?
Con materiales diferentes, la música y la poesía pueden confluir en una profundidad idéntica. Para mí, Johann Sebastian Bach es la cima musical más alta. No necesitó innovar las formas; aprovechó las técnicas del Renacimiento y el Barroco para darnos su excelencia. Dos siglos antes, las polifonías vocales de Josquin Desprez entran en la genialidad. Los que busquen el deleite deberían escuchar sus canciones del disco Adieu, mes amours, interpretadas por Ensemble Clément Janequin. Borges agradece que en la Tierra haya Stevenson. Mis únicas fiestas patrióticas se llaman Bach y Desprez.

No se me ocurre una patria mejor que la música. Quizás cometo una indiscreción, pero no quiero dejar de mencionar que Irazoki me regaló Adieu, mes amours. No compró un nuevo cedé. Me envió el suyo desde París. Ahora mismo lo escucho, experimentando la serenidad que solo produce una belleza templada, exenta de grandes contrastes dramáticos.

–Desde tu experiencia como periodista musical, elogias a Miles Davis y destacas el genio de Thelonious Monk, que convirtió la nota fallida en un hallazgo estético. También afirmas que Jimi Hendrix se había planteado saltar al jazz. ¿Qué aporta el jazz a la música? ¿Quizá mayor libertad que la música clásica, donde hay que seguir una partitura y sólo caben matices, versiones, nunca improvisaciones?
Desde el desahogo del blues y la melodía sincopada del ragtime, el jazz libera rápidamente el talento de la población negra estadounidense. Está repleto de verdad personal. Además, inventa un espacio para acoger a músicos de cualquier origen. Miles Davis, Thelonious Monk o John Coltrane, mi jazzmen preferido, ensanchan los límites artísticos. Pero la improvisación no es exclusiva del jazz. Ha sido un ingrediente en todos los campos musicales. Por ejemplo, piensa en el Barroco, donde el bajo cifrado o el acompañamiento contrapuntístico exigen una creación improvisada.

–Admiras la obra de Félix Francisco Casanova, de vida efímera. Dices que creó mundos inagotables con elementos mínimos y un léxico de enorme riqueza. El genio precoz de Casanova –una especie de Rimbaud pero con menos aristas– parece inexplicable e indescifrable. ¿Dónde encaja su obra? ¿Qué aporta a nuestras letras?
A sus diecisiete, dieciocho y diecinueve años, con la novela El don de Vorace y los libros de versos La memoria olvidada, Una maleta llena de hojas y Agua negra, Félix Francisco Casanova nos aporta hondura y gracia verbal. Tiene una inteligencia festiva que no imita. Muere a los diecinueve años. Su obra sólo encaja en la originalidad

Apenas he leído a Casanova. Hago el firme propósito de abordar su obra y escribir sobre ella. Tengo la sensación de que me espera un continente o quizás un universo, lleno de misterio y belleza. «Una inteligencia festiva que no imita» es algo infrecuente, casi un milagro.

–Has rechazado la calificación de surrealismo para tu poesía, explicando que prefieres el término «realidad». Dices que aspiras a «una profundidad sin adornos» y asimilas tu labor creativa al trabajo artesanal. ¿Eres un pulidor de palabras? ¿Podrías explicarme tu poética con brevedad?
Sí, me declaro escritor realista. Mi poética está explicada en el texto breve que abre el libro Orquesta de desaparecidos: «Los días que viví se han unido y hablan en voz baja. Antes que yo empiece a escribir, ellos susurran: la poesía no es una delicadeza decorativa, sino una intensidad de la mirada que despierta a la conciencia».

–Hablas con admiración de Jorge Luis Borges, pero tu poesía parece muy alejada de su orbe poético, tejido con espejos, tigres, laberintos y gauchos. ¿Qué ves en Borges? Dices que comprendes a Borges cuando afirmaba que estaba cansado de ser Borges. ¿Te sucede lo mismo?
Dediqué mucho tiempo a la lectura minuciosa de las obras de Jorge Luis Borges. Les debo no pocos goces a sus ensayos, cuentos y poemas. Veo en él el prodigio de la claridad con que transmite lo complejo. Se refiere a Baruch Spinoza o Walt Whitman y los pensamientos de esos autores son resumidos en unos versos de Borges. Y comprendo su cansancio. También a mí me desagrada estar encerrado en las repeticiones.

–En los últimos años, han vuelto los populismos de distinto signo. ¿Hay alguna vacuna contra el totalitarismo? ¿Quizá la poesía?
Sí, pero la poesía que no está recluida en la literatura. La poesía que se esparce lejos de las celdas artísticas y se convierte en una manera de vivir en el mundo.

–Por último, no sé si te parece desafortunado describir tu poesía como «una pedagogía de la vida». No alecciona ni sermonea, pero invita a no estancarse en el dolor y a disfrutar de los paisajes, la música, los libros, la amistad, el amor.
Ojalá tengas razón. ¿Sabes? Lo que más me gusta es dar placer. En la intimidad y fuera de ella. Diariamente, con unas palabras o con un plato que cocino cuidando los detalles. Una cosa es segura: después de haber vivido tantos momentos hermosos, no cometeré la injusticia de morir amargado.

Estos días estoy releyendo a Pascal y me ha impresionado su angustia ante la posibilidad de la muerte como límite insuperable. Sin Dios, el universo le parece un infierno helado. Irazoki no comparte esa visión. Celebra los dones de la vida y desea despedirse de ella con una sonrisa, pensando en los buenos momentos y no en las pérdidas. Su propósito es no desperdiciar ninguna ocasión de dicha. No quiere mirar atrás y pensar que no supo apreciar los prodigios escondidos en cada minuto.

III

En «Elogio de la planicie», un hermoso poema de Retrato de un hilo, leemos:

Todo lo que ahora te inflige tedio
e indolencia para convidarte a la vida
erigirá con los años la añoranza
de dicha que descuidaste
o se posó delicada en tu desdén.

La poesía de Irazoki posee la misma belleza que sus textos en prosa. La he descubierto tarde, pero me ha permitido una perspectiva más completa de su obra. Creo que su cima se encuentra en la trilogía compuesta por Los hombres intermitentes, Orquesta de desaparecidos y El contador de gotas. He escrito sobre los tres libros. Por eso ahora quiero destacar La nota rota, un conjunto de breves retratos de músicos de casi todos los estilos: música renacentista y barroca, sinfonías románticas, dodecafonismo, jazz, blues, flamenco, pop-rock, música de los nómadas del desierto. Por sus páginas desfilan John Coltrane, Miles Davis, Billie Holiday, David Gilmour, Frank Zappa, Leonard Cohen, Paco de Lucía, Patti Smith. Lejos de componer un pandemónium, sus voces y estilos levantan un edificio transparente y desenfadado. En el preludio, leemos que todos pueden asistir a esta fiesta. Solo se cierra la puerta a «los que ahuecan la voz y el chaqué al referirse a la “música culta”». Irazoki habla de «la nota rota» porque quiere homenajear a los innovadores, a ese territorio donde «se congregan, con idéntico desamparo ante lo desconocido, los hombres que no se dejan domeñar, los que perdieron su breviario de dogmas y los merodeadores descalzos». Leyendo La nota rota he sentido que yo era uno de esos «merodeadores descalzos». No porque sea un innovador, sino porque hace tiempo que me desprendí de los dogmas. No se deben confundir los dogmas, obstinados e inamovibles, con las convicciones, provisionales y flexibles. No se puede vivir sin convicciones, pero no hay que dejarse seducir por los dogmas, que nos esclavizan y obnubilan, envenenando nuestra alma. La nota rota no es una simple galería de retratos, sino una lección de vida que nos enseña a mirar, escuchar, disfrutar. Al referirnos la biografía y la concepción de la belleza de cincuenta músicos, Irazoki nos hace traspasar el umbral de un mundo de «contornos nítidos» y «colores limpios», por utilizar palabras de Norah Borges para referirse a su pintura. Creo La nota rota podría definirse como «un amanecer que llega incorruptible hasta la mañana siguiente». Esta frase, fruto del ingenio de Ramón Gómez de la Serna, surgió para explicar la pintura de Norah Borges, pero puede aplicarse a un bello libro que invita a una lectura infinita, pues La nota rota se puede leer de principio a fin o abriéndolo al azar. Es lo que hago ahora, buscando un final adecuado para este largo diálogo, donde he sentido que Irazoki y yo compartíamos mesa, intercambiando palabras y silencios. Me topo con una cita de Beethoven: «No reconozco en ningún hombre otro signo de superioridad que la bondad. Allí donde la encuentro está mi hogar». El azar ha sido benévolo, pues ha escogido una reflexión que expresa mi experiencia con la poesía de Irazoki. Cada vez que me internado en uno de sus libros, he sentido que me encontraba en mi hogar. Sus páginas me han ayudado a despojarme de pasiones insatisfechas y furores inútiles, sin renunciar a la hermosa rebeldía.

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