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Salsiccia contra Wurst

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Echamos los dados a rodar, y salió Trento. Es una broma, claro. Queríamos irnos, mi mujer y yo, a un sitio más bien raro, más bien fuera del circuito, y se nos ocurrió que Trento era una candidata muy al caso. No conozco a casi nadie que haya estado en Trento, y la forma adjetivada, «tridentino», suena a algo remoto, adusto, y terrible. De manera que tomamos un avión hasta Verona, alquilamos un coche minúsculo en el aeropuerto –cabían dos pasajeros o dos maletas, aunque no, sin hacer malabarismos, dos pasajeros y dos maletas–, y enfilamos la autovía rumbo al norte. Se había venido encima la noche y a entrambos lados se elevaban bultos monstruosos que preferimos suponer que eran montañas. Era muy tarde cuando llegamos al hotel. Nos extrañó el calor. No era propio de un enclave alpino, vencido ya el equinoccio. A la mañana siguiente, descubrimos que el calor no había sido una alucinación, y que los bultos, en efecto, eran montañas. Montañas casi negras que se elevan de súbito, como las que dibujan los niños cuando quieren representar una cordillera. Trento es una cuadrícula de calles con casas antiguas de cuatro o cinco pisos y una plaza irregular, con un duomo románico y descomunal que ocupa uno de los cuatro lados. Por encima, pasa un funicular, tendido entre las cumbres inmediatas. Pulula la muchachada universitaria, en los bares sirven un vino blanco de Friuli frío y seco, y no se avista, ni a izquierda ni a derecha, ni por delante ni por detrás, a un solo cura. El valle del Adigio –Etsch en dialecto surtirolés– se prolonga por donde sopla el aquilón y altera por completo el sentido de las proporciones de un español como yo. Lo primero, por la fantástica anchura; lo segundo, por las moles montañosas y repentinas; lo tercero, porque está tapizado de vides que lamen la base de las montañas o trepan unos metros, hasta tocarse con las paredes verticales de caliza. Castillos menudos destacan a alturas inverosímiles, enclavados en el palmo de suelo que dejan libre dos haces de cantil al apoyarse el uno sobre el otro. A veces, se ve una palmera. El verano se había prolongado más de lo normal y los pámpanos no habían adquirido la herrumbre roja o amarilla de la otoñada. Pero no quiero hablarles del paisaje; este artículo va de lenguas. Me sorprendió, en Bolzano, que todo estuviese rotulado en alemán e italiano, y aún me sorprendió más que en la calle se hablase, sobre todo, alemán. Por encima de Bolzano la rotulación doble desaparece y ya todo es alemán a secas. El monte adquiere un aire alpino clásico, con abetos que se repiten como las letras de una linotipia o los motivos estereotipados de un mantel estampado a máquina, igual que en los lienzos de Kirchner. Las iglesias están rematadas por cúpulas en figura de cebolla; en el fondo de los valles, a cien, doscientos metros de distancia siguiendo la dirección de la plomada, se aprieta contra el caserío blanco una vegetación lujuriante, casi tropical. Nos detuvimos a comer en un restaurante de carretera, atestado de hombres apopléticos y rubicundos que departían en teutón neto. Una camarera, con energía también teutónica, nos recitó el menú:

Bockwurst mit Kartoffelsalat!

La camarera advierte que no somos del lugar, y repite lo mismo en un italiano titubeante, interceptado por fugas fonéticas extravagantes. En ese momento, sentí algo profundo. Las cosas que se sienten son más importantes que las que se piensan. ¿Por qué? Precisamente porque no se piensan, entiéndanme, porque nos asaltan como Dios las trajo al mundo y no con el aliño y el orden de las ideas. Digo ahora lo que sentí. Tengo que declarar que me eduqué en un colegio italiano, y que, para mí, el Trentino Alto Adige era la tierra irredenta que los italianos habían recuperado de los austríacos tras la Gran Guerra, con un saldo letal de más de medio millón de muertos propios. El callejero de Bolzano confirma esta visión oficial. Existe una via Cavour y una via Giuseppe Garibaldi, dos de los héroes del Risorgimento; y otra calle se llama Giosuè Carducci, que fue el gran poeta patriota y mazziniano; y otras se llaman via Firenze, via Dante, via Roma, via Italia, y así sucesivamente. Y, aun con todo, la camarera apenas articulaba el italiano, y en lo mismo estaban, probablemente, los hombrones rubicundos que bebían cerveza y comían salchicha. De modo que el medio millón de muertos ha servido para invocar a Italia en el callejero, pero no para incrustarla en los hábitos de los naturales del país. La cosa, en fin, no acababa de funcionar. El problema no está en el viaje de ida, que es un hecho del pasado y por tanto incorregible, sino en el de vuelta. De momento, los de Bolzano entonan sin remilgos el himno nacional italiano –perdón, el italienische Nationalhymne. O acaso, una mezcla de los dos himnos: por ejemplo, Italien, Italien, über alles. Pero, ¿y si la Unión Europea se deshace? ¿Desearán los teutones trentinos seguir siendo italianos? Uno mira hacia la Europa de los últimos decenios y, por inercia, piensa que sí. Pero esa Europa constituía, en cierto modo, una sombra, una consecuencia en diferido, de la Segunda Guerra Mundial, con Alemania dividida y Austria desactivada políticamente. ¿Seguiríamos en las mismas con una Europa renacionalizada, escindida de la tutela estadounidense y soviética, y libre de recomponerse según el antojo de cada país?

Mi sensación me intimó que no. Me sugirió que los tiroleses italianos que, al imaginar una salchicha, dicen para sí «Wurst», podrían inquietarse, y experimentar pujos excéntricos. Y me dijo también, por elevación, que Alsacia y Lorena, y el Friuli, y Flandes, y otras regiones intersticiales, a lo mejor se inquietaban también. Y que un naufragio europeo podría dar lugar a conflictos que no soñábamos siquiera hace unos años. Garibaldi frente a la Wurst autóctona, y con la mancha germánica detrás: he ahí una cuestión absurda, aunque, a lo mejor, no tan absurda. Esta Europa que no termina de unirse acaso nos dé un susto si resulta que vuelve a desparramarse. Esto, amigos, o sale bien, o acaba en follón. En un follón medieval, si ustedes quieren. Pero, por medieval que sea, un follón sigue siendo un follón.

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