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Salaryman

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Asalariados hay en todas partes. Salaryman (sarar?man), sin embargo, es un concepto mucho más complejo que la traducción literal de la palabra, un elemento fundamental de la sociedad japonesa, el pivote —y epítome— de su peculiar y casi incomprensible cultura de trabajo. El prototipo de japonés medio, el protagonista casi siempre de las películas de Ozu, el personaje de algunos de los mejores libros del maestro del manga Jiro Taniguchi.

El salaryman es alguien que se levanta temprano para ir al trabajo, a más de una hora de su vivienda a menudo, y se desplaza en trenes atiborrados de otros miles, vestidos casi todos igual, traje oscuro, camisa blanca, corbata normalmente lisa, como el paño del traje y la camisa, sin patrón uno ni otra que los distinga, mejor cuanto más parecidos. Hay también salaryman mujeres, pese al género de la palabra original en inglés, ellas también vestidas todas del mismo modo, traje azul marino oscuro de chaqueta y falda, blusa blanca, pelo largo recogido. Muchas se habrán incorporado al mercado laboral al tiempo que ellos, nada más salir de la universidad, en condiciones aparentemente iguales, pero se irán quedando en el camino a medida que tengan hijos. No existe la figura de la ayuda doméstica ni prácticamente guarderías y corresponde a las mujeres quedarse en casa cuidando de los hijos. Cuando vayan al colegio podrá ser ya tarde y la mayoría se habrán quedado fuera del esquema laboral de su empresa. La fuerza laboral femenina de las empresas e instituciones japonesas tiene forma piramidal: muchas en la base, cada vez menos en niveles intermedios a medida que aumenta la antigüedad y escasas o nulas en los niveles altos. El de los salaryman sigue siendo, como la palabra indica en efecto, un mundo de hombres.

Se visten igual, tienen vidas similares, se rigen por estrictos códigos idénticos de comportamiento, se espera lo mismo de cada uno de ellos. Sus atuendos iguales son símbolo de cómo en Japón las cosas tienden a ser de una sola manera, como los papeles que interpreta un actor n?, mejores cuanto más se parecen a como se han hecho siempre y lo que el espectador espera, o el modo en que generaciones de artistas y artesanos replican uno tras otro las mismas maneras de desarrollar su oficio.

El salaryman pasa la jornada entera en la empresa o la institución que lo emplea, con parada apenas para comer el menú económico de un restaurante cercano con el estipendio diario que le pasa su esposa. Son ellas quienes reciben su sueldo completo, lo administran y lo disfrutan a menudo más que ellos: los días cotidianos en las ciudades están poblados de grupos de mujeres paseando, visitando exposiciones, almorzando juntas, tomando café en cafeterías elegantes; una masa de madres a la espera de que regresen su hijos del colegio y sin mucho más que hacer durante el día, mujeres frustradas sin duda por no trabajar pero que no desean probablemente tampoco emular las vidas perras que llevan sus maridos.

Trabajan muchas horas, muchísimas; la sobrecarga es rasgo fundamental de la cultura japonesa de trabajo. Están acostumbrados y no les parece extraño, la mayoría no tienen vara con que medir, no podrían compararse ni saber que puede ser de otra manera. La minuciosidad y el cuidadoso detalle con que se avanza, su proceloso y enrevesado sistema colegiado de toma de decisiones y la necesidad de evaluar todo hasta el mínimo detalle precisan de mucho tiempo para preparar cada paso, cada propuesta, cada proyecto y explican sin duda muchas de esas horas de más en los puestos de trabajo. Pero otras muchas se pierden en conversaciones, videojuegos, medio-siestas; el caso es aguantar, no salir antes, estar ahí. Irse pronto a casa, es decir, a su hora, incluso más tarde pero no tanto como el jefe espera, es signo de falta de compromiso con la empresa. Sólo cuando se sube al escalón superior se puede ir el siguiente, luego el tercero y así hasta arriba. Eso si el jefe no insiste en que los de su equipo se vayan todos de nomikai, a beber a un izakaya hasta las tantas.

Los izakaya, las tabernas japonesas, son de noche un espectáculo de trabajadores descamisados y cada vez más borrachos. Ahí intiman, compadrean, se desinhiben. Luego quizá tengan que ir todos juntos a un karaoke o a un club de hostesses o un kyabakura a conversar con mujeres —de todo eso que seguramente no conversan con sus esposas— y hasta tocarlas un poco, más o menos según la tarifa. Paga siempre la empresa, es parte igualmente del compadreo, de la manera japonesa de hacer equipo, otro elemento fundamental de su cultura. Hay miles de esos sitios, más que bares quizá, son parte del paisaje de la ciudad japonesa. Los extranjeros que aspiran a un puesto de trabajo en una empresa se asombran de que al final de la entrevista se les pregunte si están dispuestos a beber e ir con sus compañeros a bares de chicas.

La normativa japonesa estipula que las horas de trabajo son 40 a la semana, aunque lo habitual, lo que se espera, es hacer horas extra. Hay un límite de 45 al mes, que se puede sobrepasar durante un máximo de seis meses y hasta un tope de 75 mensuales. Pero estas reglas no impiden que las compañías, fieles a esa cultura de trabajo excesivo, terminen exigiendo más horas aún a sus empleados y escondan las cifras que ofrecen a las autoridades. El día de Navidad de 2015 se tiró por la ventana la joven Matsuri Takahashi, de 24 años, empleada del gigante de publicidad Dentsu. Trabajaba más de doce horas al día, acompañadas al parecer por malos tratos y mobbing, y ese día no pudo más: «El trabajo es insoportable. La vida es insoportable», escribió por email a su madre pocas horas antes de matarse. Este suicidio puso al descubierto que muchos trabajadores escondían ¡más de 100 horas extra al mes!: hasta 103 la joven Takahashi algunos meses. El año anterior, la periodista de 31 años Miwa Sado, empleada por la cadena pública NHK, había muerto de una insuficiencia cardíaca tras trabajar 159 horas extraordinarias y librar solo dos días durante el mes anterior. Kar?shi, suicidio por exceso de trabajo —otro término característico de esta sociedad—, es asunto recurrente en el punto de mira de la opinión pública cada vez que se produce un caso, como pasa con los de suicidios de niños y adolescentes objeto de ijime, el acoso infantil. Una nueva Ley promulgada en 2014 exige a los empresarios esfuerzos para reducir las horas de trabajo de sus empleados, pero sólo contempla acciones educativas y no multas ni medidas coercitivas para quienes no lo hagan.

Cuando el salaryman llega a casa, agotado, sus hijos estarán dormidos hace rato. Muchos apenas tienen ocasión de conocerlos. Es tradición japonesa que los niños son cosa de la madre, quienes los acompañan desde que nacen, duermen con ellos los primeros años, los educan, se ocupan de sus cosas. Para eso han ido abandonando sus trabajos. La relación de los hijos con el padre es escasa, torpe, no están acostumbrados a verlo en casa, sería raro posiblemente si llegara a cenar, una presencia incómoda, la sociedad vuelve desconocidos a los unos para el otro. Tampoco deberá tener tiempo que compartir con su mujer. El enorme cansancio que arrastran los hombres puede ser una de las razones de que las parejas japonesas estén entre las que mantienen relaciones sexuales con menor frecuencia y tienen, por tanto, menor índice de natalidad (mayor aún, eso sí, que el español).

Eso cuando no pierde el último tren y tiene que dormir en un hotel cápsula, en los cuartos que muchas empresas destinan para esto o en su silla de trabajo en el peor de los casos. Kei, la protagonista de Manazuru, de Hiromi Kawakami, piensa en su amante Seiji, que tendrá que quedarse esa noche en la oficina:

«Apenas una habitación corriente, con techo bajo, quizá una revista en el suelo que ha dejado alguien. Corriente».

O si la empresa no lo destina a otra ciudad —con frecuencia de la noche a la mañana, con apenas unos días de preaviso antes del 1 de abril, fecha en que comienza el año fiscal y, con él, cualquier nueva etapa laboral— y la familia no se desplaza con él por las razones que sea. Sólo podrá viajar entonces a estar con ellos, si acaso, los fines de semana. He ahí otra figura propia del paisaje social japonés: el marido-que-trabaja-en-otra-ciudad.

Ya les contaba hace unos días que la vida del trabajador urbano japonés no está pensada para estar en casa. Dile a un salaryman que de la noche a la mañana tiene que quedarse a teletrabajar en el espacio reducido de su apartamento junto a esa esposa, que apenas ve los domingos y con quien no está acostumbrado a hablar, y los niños al lado procurando hacer los deberes; sin sus compañeros, sin sus restaurantes de menú, sin sus izakaya y sus bares de hostesses. No ha tardado en surgir el término corona rikon —divorcio corona—, un fenómeno parecido al «síndrome del esposo jubilado» que tanto afecta a parejas japonesas apenas acostumbradas a verse y tratarse durante años en el día a día. Una compañía inmobiliaria hasta se ha lanzado a crear la página corona-rikon.com que ofrece a las parejas agotadas «refugios temporales» a precios reducidos donde teletrabajar o aislarse sin molestar al otro.

Cambiar de trabajo es muy frecuente. Pero casi nunca por despido ni demasiado tampoco por cambio de empresa: el empleo en Japón suele ser para toda la vida, casi nadie lo pierde y la movilidad laboral es interna y por decisión del empleador normalmente. La tradición del famoso «empleo para toda la vida» ha caracterizado a esta sociedad desde el fin de la Guerra al menos. Elemento fundamental de esa estabilidad laboral es la rotación permanente, que dota al trabajador de un mejor conocimiento de la empresa y de los entresijos de sus diferentes departamentos, pero no le da experiencia profunda si quiere cambiar de empresa. Salarios mejores cada año y valor únicamente interno de la experiencia aseguran la lealtad: el que se va lo hace con el contador a cero y empezará de nuevo por el nivel —salarial y profesional— más bajo, inferior al de gente más joven que lleva más años en la empresa nueva. El respeto por las jerarquías es obsesivo: no está bien visto que un escalón medio se permita señalar un posible fallo, aun a riesgo de hundimiento de la empresa. La economía japonesa es una gerontocracia que premia edad y años de servicio como elementos fundamentales por encima del esfuerzo, la capacidad o la iniciativa e impide ascender al ejecutivo joven y agresivo con ideas capaces de mejorar el negocio. Nenk? joretsu, sistema de antigüedad, se llama: los sueldos no se determinan en función del trabajo realizado o la aportación del empleado a la empresa, sino de sus años en ella. La empresa paga más cada ejercicio, asegurando con ello la fidelidad de sus empleados, pero las expectativas de promoción en función de eficacia y rendimiento son mucho más lentas que en otras culturas empresariales.

Las vacaciones anuales tienen dieciocho días, pero no se los toman; cogerán si acaso una semana al año, muchos años ni eso: no se espera, no está bien visto, no se les ocurre. ¿Vacaciones?, se extrañarán los compañeros, ¿para qué quieres vacaciones? ¿No tienes acaso lealtad por la empresa, no te gusta trabajar aquí? ¿Quieres que los demás hagamos tu trabajo mientras tú estás fuera? A los españoles nos hace gracia verlos bajarse de un autobús frente a la Sagrada Familia o la Alhambra, tomar unas fotos y seguir camino, y no imaginamos que en seis o siete días recorren así otras tantas ciudades, porque ni siquiera para esa gira europea con que a lo mejor han soñado a lo largo de años se sienten capaces de coger dos semanas. Si cogen alguna vez un día libre para quedarse en casa cierran las cortinas para que no se den cuenta los vecinos.

Las horas excesivas de trabajo no significan, sin embargo, mayor productividad. La economía japonesa se caracteriza por su ineficacia: mucha gente trabajando muchas horas para lo que en nuestras economías occidentales se hace en menos y de manera más razonable. Japón es uno de los países industrializados con índice de productividad más bajo por trabajador. Esas razones que he ido señalando —proceloso y enrevesado proceso de toma colegiada de decisiones, respeto obsesivo por las jerarquías, gerontocracia— son las mismas por las que un Japón segunda potencia mundial hasta hace poco, y ahora tercera, está lejos de ser un actor internacional relevante en ámbitos políticos.

Su célebre «cultura de trabajo», extrañísima a ojos de quien no sea nipón, ha asegurado al menos durante décadas pleno empleo y un trabajo para toda la vida. Lo primero sigue siendo cierto pero hasta la seguridad en el trabajo ha ido decayendo: en 1990 un 80% de la gente empleada en Japón lo estaba de ese modo y ahora únicamente algo más del 60. Este fenómeno descoloca a los jóvenes, que no saben ya si podrán permanecer en la empresa en que ingresan pero tampoco están acostumbrados a competir porque no sabrían cómo. Son conscientes de que eso sigue sin estar bien visto: «El clavo que destaca se lleva el martillazo», les han inculcado desde pequeños.

No parecen darse cuenta de que su cultura de trabajo responde a esquemas de otra época, cuando la economía japonesa estaba basada sobre todo en el sector industrial y la construcción. No es trabajando más horas que nadie como se es productivo en el mundo de hoy, pero yo no veo a los japoneses dispuestos a cambiar. En  Japón las cosas son de un solo modo y no está bien visto modificar las costumbres. La crisis del coronavirus ha venido sin duda a hacer todo esto aún más evidente.

…-…

He aquí cómo vive el salaryman epítome del japonés medio: vivienda minúscula, horarios de trabajo interminables, transporte en trenes abarrotados, conciliación familiar imposible, vacaciones escasas, dificultades enormes para reajustarse de manera eficaz y rápida a crisis como la que estamos viviendo. Es cierto, me dirán, que la vida de mucha gente no entra en este molde y que hago una generalización. Por supuesto hay muchísima que no entra. Por supuesto generalizo. Como generalizamos cuando decimos que en España se vive bien, que los colombianos son gente alegre, que los italianos saben disfrutar de la vida o que los porteños son como son. Pero el molde es este, la vida a la que se resigna una gran mayoría de japoneses urbanitas de clase media es esta. Una vida que puede parecernos a los demás de baja calidad y que no se corresponde, desde luego, con los altísimos niveles de riqueza y seguridad que tiene el país. Una vida poco atractiva, con la que muchos no están en absoluto satisfechos y a la que cada vez más japoneses parecen no querer resignarse.

Hiroh Kikai es uno de los grandes fotógrafos japoneses de una generación que se va extinguiendo. Su célebre serie Retratos de Asakusa es una galería de variopintos personajes de ese barrio bajo de Tokio que se pudo ver en Madrid (Tabacalera) en 2014. El otro día le hice un par de preguntas: «¿sus fotos son con cámara de toda la vida o en digital? »; «¿No hay salaryman entre sus fotografiados?». A las dos me respondió con determinación y enfado: «¡En digital no es fotografía! »; «Salaryman are not people!».

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Ficha técnica

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