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No tengo qué ponerme para la fiesta del milenio

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¿Qué? ¿Ya sabe cómo va a pasar la noche del milenio? Pues dése prisa en decidirlo: en este momento la cuenta atrás indica que le quedan menos de sesenta días. Sí, ya sé: el nuevo siglo no empezará realmente hasta la medianoche del 31 de diciembre del 2000. Desde Arthur C. Clarke a Umberto Eco, pasando por astrólogos y hombres de ciencia, los más sensatos han intentado convencer a la gente de que están adelantando 365 días la extraordinaria celebración. Pero es inútil combatir la locura: ya está aquí. A los puristas les queda el consuelo de que los expertos en mercadotecnia no dejarán pasar en balde la estupenda posibilidad de promocionar dos veces (en 1999 y en 2000) el mismo producto milenarista y nauseabundo. De manera que tendremos dos milenios, A y B. El primero y el segundo: todos contentos en este espectáculo que se va a prolongar un año eterno.

Prepárense, les digo. Háganme caso. Si usted es de los que huye de la Navidad en familia, no deje pasar más tiempo sin acudir a la más cercana agencia de viajes. Suponiendo que todavía encuentre billetes y alojamiento en cualquier destino, dispóngase a pagar el impuesto oportunista que va a gravar las señaladas fechas. ¡Ah!, y ni sueñe con Kiribati, Tonga o Fidji –las primeras tierras en contemplar la aurora el 1 de enero del 2000–, que ya registran el overbooking ocasionado por millares de miméticos anglosajones dispuestos a celebrar el evento de forma original. Y, si usted ama la Navidad, prepárese también, porque seguramente la odiará a partir de este año. Va a ser terrible: la Disneylandia global de la que habla Baudrillard en pleno funcionamiento y sin oposición relevante.

Ni siquiera va a quedar tiempo para experimentar las tan temidas «ansiedades del fin de siglo». Ya saben: calentamiento de la atmósfera, integrismos agresivos, experimentos transgénicos. Incluso las que tienen que ver con los evidentes signos de vuelta al pasado: hay quien dice que en Austria todos los nazis son pardos. Y quien dice que no, que Haider es sólo un conservador consecuente en un tiempo en que todo el mundo quiere estar en el centro. No sé lo que diría al respecto el llorado Thomas Bernhardt, máximo representante, según el traductor Miguel Sáenz, de ese género austriaco por excelencia que es el Antiheimat Roman: la novela que, en vez de cantar las glorias de la patria, canta sus horrores.

De manera que ya tenemos encima la gigantesca fiesta global. Como recordaba Raymond Carr, no está claro si la sociedad de campesinos analfabetos que medía el paso del tiempo por cosechas y siembras se enteró muy bien de lo del año 1000. Lo que sí está claro es que nosotros nos vamos a enterar. No les quepa la menor duda.

Como ya apuntaba Kant, la demanda de novedad es esencial a la moda. Doscientos años más tarde, Barthes precisaba que la "manía de novedad" jamás podría ser completamente satisfecha. Quizás sea por eso por lo que, en un número reciente de la revista The Face, se presentaba una minicolección de prendas de diseñadores de vanguardia en el escenario de una plataforma petrolífera. La cosa no tendría mayor interés –hace ya tiempo que la moda busca decorados exóticos para anunciarse– si los sofisticados vestidos femeninos, de raso, de encaje o de otros carísimos tejidos, no fueran lucidos por un rollizo, alopécico y cincuentón operario al que rodean sus colegas con cascos protectores y trajes de faena. En la mejor de las fotografías, el adiposo maniquí, ataviado con un exclusivo modelo gris metalizado diseñado por el niño terrible de la moda británica Alexander McQueen, contempla, apoyado desmayadamente en el barandal de seguridad de la plataforma, un hermoso crepúsculo sobre el mar color de vino.

Ignoro si mis hipotéticos lectores están muy al tanto de la moda imperante en este final de milenio. El minimalismo, inventado por Armani hace casi veinticinco años, reina todavía por doquier. Más que minimalismo: puro arte povera. Vean: telas (caras) desgarradas a mano, tejidos cortados sin remates ni pespuntes, fieltros y lanas sin tratar, plásticos y materiales sintéticos mezclados con géneros tradicionales; colores y tonos grisáceos, como de panza de burro, o neutros y crudos, más propios de un penitente anacoreta sepultado en su cueva que de un ciudadano/a optimista ante el luminoso porvenir que la historia depara a quienes hemos llegado hasta aquí. Dense una vuelta por Prada, o por alguna de las tiendas punteras en las que compran los jóvenes con posibles: se diría el vestuario de un reformatorio en el que se enderezan conductas crápulas con métodos basados en la disciplina y en la más demótica de las uniformidades. En esta parte privilegiada del planeta se lleva vestir de pobre. La sencillez elevada al ascetismo de lujo, la anorexia elegante exhibida por muchachas a las que aún no ha visitado la menarquía causan estragos en las pasarelas.

Mientras tanto, en la otra parte del mundo, en Saipán (Islas Marianas del Norte) o en Phnom Penh (Camboya) –dos de los últimos «paraísos» de la confección– ejércitos semiesclavizados de trabajadores fabrican la moda de temporada que dictaminan algunas de las grandes firmas del mercado global. La reciente denuncia del diario británico The Independent ha puesto de manifiesto el escándalo de las condiciones laborales de operarias que ganan en un mes menos de lo que cuesta en Tommy Hilfiger, Ralph Lauren, The Gap o C&A, una sola de las muchas prendas que fabrican con sus manos en barracones insalubres durante agotadoras jornadas de trabajo. Los ejecutivos de las grandes compañías, claro, no saben nada: los responsables de la explotación son los codiciosos subcontratistas tercermundistas que se dedican a la acumulación primitiva. La protesta, sin embargo, crece en EE.UU. y Gran Bretaña, con opiniones públicas más sensibilizadas por la presión de sus propias minorías, y está obligando a las firmas implicadas a elaborar códigos éticos e incluir en sus prendas etiquetas en las que se indique el país de fabricación y la garantía de condiciones mínimas verificadas por sus propios auditores. El cliente es el que manda; y cada vez hay más «consumidores éticos» que se preocupan por el origen de lo que llevan puesto. Ya se consiguió hace tiempo que Nike, la multinacional del deporte, modificara su política y elaborara controles para garantizar la dignidad en el trabajo de los trabajadores contratados por proveedores del Tercer Mundo. Hay quien dice que el asunto es una pescadilla que se muerde la cola: los primeros que se niegan a la inclusión de nuevas cláusulas «sociales» en las normas de la Organización Internacional del Trabajo son los propios gobiernos de algunos países en vías de desarrollo, que estiman que los controles son «proteccionistas» y disuasorios para las inversiones extranjeras. En España, por supuesto, nadie trabaja en condiciones ilegales. Aquí todo el mundo –empezando por los emigrantes asiáticos, africanos o centroeuropeos– está asegurado y listo para revista.

Me tiene sin cuidado que en nuestra parte del planeta todos queramos vestir de pobre. Pero, al menos, que los que fabrican nuestras ropas tengan algo digno que ponerse. Incluso en la noche del milenio.

REFERENCIAS

THOMAS BERNHARD, Extinción, Alfaguara, Madrid, 1992.
RAYMOND CARR (ed.), Visiones de fin de siglo, Taurus, Madrid, 1999. The Face, núm. 32, septiembre 1999.
JUKKA GRONOW, The Sociology of Taste, Routledge, Londres, 1997.

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Ficha técnica

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