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Rostro Pálido se trabaja el sudeste asiático

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La mujer musitó algo en su lengua natal, así que no pude entenderlo, pero lo acompañó con un gesto inequívoco que, éste sí, resultaba obvio desde mucho antes de que se empezase a hablar del turismo sexual. Era el mismo que hace años, cuando uno era joven, usaban las pajilleras del Retiro madrileño y de seguro que las palabras ininteligibles serían también las mismas. «¿Le desahogo, señorito?». Por segunda vez me pasaba eso y las dos ocasiones sucedieron en alguna de las peluquerías del anterior aeropuerto de Bangkok, ése que ha cedido el paso al Suvarnabhumi de hoy (Suvanapum abrevian los locales): modernísimo, fosforescente, tetrafónico y sin peluqueras licenciosas. Juro, aunque pocos me crean, que el único placer que yo buscaba en aquellas peluquerías se limitaba al de arreglarme la barba, matando así el tiempo entre dos vuelos. Hay cosas mejores que someterse a manipulaciones de extraños en un espacio semipúblico y, llegado el caso, uno puede componérselas por sí mismo y a coste cero.

Posiblemente, las rapabarbas aeroportuarias habían leído cosas de mis colegas académicos, generalmente antropólogos culturales, sobre el turismo sexual y se dejaban llevar por su convicción de que cada turista masculino y blanco en el sudeste asiático sufre de un priapismo incurable. Mis colegas son, en su mayoría, unos posmodernos irredentos que deconstruyen a cappella y suelen coincidir en creer que Ser y tiempo de Heidegger es un manual de autoayuda en materia de puntualidad. Uno de ellos, no el más rústico, me resulta especialmente divertido.

¿Puede haber de trescientas  mil a quinientas mil prostitutas en Camboya? Esas son la cifras de las que hablaba Paul Leung. Todo es posible, pero no todo es probable, y este número parece una enorme exageración. Según la Oficina del Censo estadounidense, en el año 2000 (tomado aquí como base para seguir el cálculo de Leung) la población total de Camboya era de 12,4 millones: 6,4 millones de mujeres y 6 millones de hombres. El número de mujeres entre quince y veintinueve años, la cohorte con mayores probabilidades de dedicarse a la prostitución, era de 1,7 millones. Si las figuras de Leung fuesen correctas, una de cada seis (hipótesis baja) o una de cada tres (hipótesis alta) de las camboyanas de esa edad trabajaría en la industria del sexo. De ser así, su número sería proporcionalmente mayor que el de las estimaciones más aventuradas para el caso de Tailandia. Si hubiera dos millones de prostitutas en Tailandia, como suele decirse con cargante ignorancia, sólo una de cada cuatro mujeres tai figuraría en esa cuenta y Camboya habría sobrepasado a Tailandia en el ranking.

Imaginemos que fuera verdad. Cómo podrían todas esas mujeres ganarse la vida, por miserable que fuera. Si restamos de los seis millones de hombres camboyanos el grupo de menores de quince años (2,7 millones) y de mayores de setenta (89.000), no usuarios regulares de servicios sexuales –salvo en el supuesto, poco probable, de que, por alguna razón, Leung haya contado entre ellos a los numerosos escritores latinoamericanos desnatados a los ocho años por sus mucamas–, el total de hombres del país en busca de servicios sexuales podría ser de 3,2 millones, incluyendo a pobres, enfermos crónicos y terminales, monjes budistas, homosexuales, encarcelados, y otros clientes improbables. Cada prostituta tendría un mercado potencial diario de 5,4 clientes en la hipótesis alta o de 9 en la baja. Para poder trabajar una vez al día, cada cliente tendría que visitar a las prostitutas setenta días al año (en la hipótesis alta) o cuarenta (en la baja), lo que parece altamente improbable en uno de los países con renta per cápita más baja del mundo. Es decir, la mayoría de las prostitutas trabajarían menos de una vez por semana, aunque todas ellas se encuentran en la misma incómoda necesidad de tener que comer cada día, como el resto de la población.

Si la demanda autóctona difícilmente podría sostener una industria sexual tan grande, quizás el turismo pudiese venir en su ayuda. Si uno sigue a Leung, los turistas sexuales masculinos no sólo ayudan: de hecho, son el soporte de toda la prostitución, pues el autor ni siquiera menciona a la población local en su trabajo.

¿Es esto posible? Según datos oficiales, en 2002 hubo en Camboya trescientas cincuenta mil llegadas de turistas extranjeros. Si la distribución por sexos hubiera sido semejante a la de Tailandia, el total de los turistas varones habría sido de doscientos veintiocho mil. Imaginemos que todos, sin excepción, incluyendo a los niños menores de quince años y a los hombres por encima de los setenta, fueran turistas sexuales; que viajaron al país de forma no estacional (igual ritmo a lo largo de todo el año); y que cada uno de ellos permaneciera allí durante diez días. La demanda potencial diaria de sexo en venta no llegaría a los seis mil quinientos clientes. Para que cada prostituta tuviera un cliente al día, cada uno de los turistas sexuales tendría que alcanzar ochenta coitos diarios, más o menos uno cada veinte minutos, sin descanso durante toda su estancia (en el escenario alto) o cuarenta y ocho veces diarias, es decir, cada media hora (en la frecuencia baja). Proezas que justificarían por sí solas la inclusión de sus realizadores en el Libro Guinness de los Récords aunque, por lo que sabemos sobre la respuesta sexual masculina, la mezcla de entusiasmo y valor que requerirían tales hazañas resulte improbable. «Lo que no pué sé…», etcétera.

Algunos otros autores son más épicos. Ryan y Hall, dos británicos reciclados en Nueva Zelanda, mantienen sin soltar la risa que el turismo sexual en el sudeste asiático, especialmente en Tailandia, puede atribuirse a la intervención norteamericana en Vietnam. Los soldados estadounidenses de permiso se iban a Bangkok a descansar de las fatigas bélicas y… ya se sabe. Pero las tropas norteamericanas se retiraron de Vietnam en 1973 y el turismo hacia Tailandia sólo despegó con fuerza desde 1988. Es decir, como el monje medieval extasiado por los trinos de los pájaros, el medio millón de prostitutas tai a las que se supone pioneras de la industria sexual del país se mantuvieron fuera del tiempo para buscarse la vida de nuevo quince años después.

Los milagros no acaban aquí. Para Ryan y Hall, con el concurso tácito de un montón de papanatas, la prostitución dependiente del turismo sexual se ha convertido en parte esencial del desarrollo económico en Tailandia y en los demás países del sudeste asiático, así como en un componente integral del nacional e internacional, en una estrategia impuesta sin excusas por el Banco Mundial, el FMI o la Organización Mundial del Comercio, según se tercie.

Nada en la copiosa e incierta literatura sobre desarrollo publicada por esas instituciones de la ONU expresa abiertamente esa meta. Tal vez mis colegas académicos tengan habilidades poco comunes para leer las mentes ajenas con una exactitud envidiable. Pero, en ese caso, ellos participarían de las mismas falacias que atribuyen a los demás. ¿Piensan de verdad que el turismo sexual puede contribuir decisivamente al desarrollo del capitalismo en Tailandia o en cualquier otro lugar? Es una hipótesis con tantas posibilidades de existir como los Reyes Magos o, si es usted vasco, el olendero. Si el FMI, el Banco Mundial, la OMC o cualquier otra de esas oscuras Spectras globales defendieran la estrategia «al desarrollo por el turismo sexual», ésa sería sin duda otra buena razón para defender su desaparición.

Es difícil creer que sean tan mentecatos.

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Ficha técnica

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